El que se creía bueno, oró mal. Más bien no oró, si no que presentó a Dios la factura de sus méritos. Mientras que el se veía malo, como era, oró bien, reconociendo su condición de pecador y exponiendo su deseo confiado de perdón y conversión. Dios escuchó la oración del publicano y marcó el principio de una vida nueva. Mientras que el fariseo salió del templo más pecador, por su orgullo.
Es imposible que haga oración verdadera quien se considera justo, quien no tiene nada de qué arrepentirse, nada que esperar de Dios ni nada que agradecerle. El fariseísmo es la total negación de la vida cristiana. Es decisivo verificar si estamos afectados por ese mal, pues sólo en quien reconoce su enfermedad, puede desear, pedir y recibir la curación.
La autosuficiencia nos lleva a creer que podemos ser cristianos sin creer en Cristo y sin amarlo; sin verdadera oración amorosa de tú a tú, de presencia mutua con él, de humildad, sinceridad, confianza. La oración es tiempo del corazón, tiempo de amor y de relación personal. Oración que lleva al compromiso de amor al prójimo necesitado. De lo contrario la oración será una exhibición inútil o farisaica ante Dios.
Orar y contemplar nos llevan a interesarnos en la real promoción de los valores del reino de Dios: la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y la solidaridad, la alegría y el amor. La oración se convierte en amor social y en actitud de política evangélica: trabajar por la convivencia social y el bien común a favor del pueblo según nuestras posibilidades. Empezando por lo más próximos, como es la familia.
Esa oración nunca es tiempo perdido. Cuando oramos de verdad, Dios trabaja por nosotros, dando eficacia divina, liberadora y salvífica a nuestra vida y a las obras humanas de nuestras pequeñas manos.
El tiempo que pasamos en oración es el más fecundo de nuestra existencia. La oración es la fuerza divina de nuestras obras, que llevan la salvación de Cristo si las realizamos en unión con él: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.
Debemos tener un tiempo de oración en que nos presentamos ante Dios libres de preocupaciones y trabajos, para que Dios se haga presente en nuestras vidas, preocupaciones y trabajos, y les confiera valor eterno.
Estas disposiciones debemos llevarlas sobre todo a la Eucaristía, la oración máxima de la Iglesia y del cristiano, sacramento de la presencia viva y del amor salvador de Jesús resucitado. En la Misa él mismo ora y se ofrece al Padre por nosotros y con nosotros. Es la oración más eficaz, si la vivimos.
Pidamos al Espíritu Santo que “ore en nosotros con palabras inefables, pues no sabemos pedir como conviene”; y a María que tome nuestras veces y presente a Dios nuestras oraciones como si fueran suyas. Entonces sí haremos oración grata a Dios.
Eclesiástico 35,12-14. 16-18
El Señor es juez y no hace distinción de personas; no se muestra parcial contra el pobre y escucha la súplica del oprimido; no desoye la plegaria del huérfano, ni de la viuda cuando le expone su queja. El que rinde culto que agrada al Señor, es aceptado, y su plegaria llega hasta las nubes. La súplica del humilde atraviesa el cielo, y mientras no llega a su destino, él no se consuela: no desiste mientras el Altísimo no interviene para juzgar a los justos y hacerles justicia.
Dios no hace acepción de personas; pero tiene preferencia por los pobres, los débiles, los oprimidos, los huérfanos, las viudas desamparadas. Y esta actitud es una seria lección que hemos de llevar a la práctica, para no caer en el error de rechazar o marginar a quien Dios prefiere, y favorecer a quien Dios rechaza.
Dios escucha las plegarias de quienes le suplican con sinceridad, sencillez, confianza, humildad. San Pablo nos señala cuál es el culto que le agrada a Dios: “Les exhorto a presentar sus cuerpos (sus personas) como ofrenda agradable a Dios. Este es su culto razonable”: ofrecer a Dios lo que de él recibimos: lo que somos y lo que tenemos, lo que hacemos y sentimos, lo que gozamos y lo que sufrimos.
Esta ofrenda de nuestra persona presentada al Padre junto con Cristo por la salvación del mundo, la nuestra y la de los nuestros, coincide con el cumplimiento expreso de su voluntad: “Dios quiere que todos los hombres se salven”.
Esa ofrenda y súplica atraviesa el cielo hacia el trono de Dios, y es siempre atendida por él, a pesar de que pueda demorarse para que deseemos más intensamente, valoremos y agradezcamos más lo que pedimos. De ahí la necesidad de no desistir nunca de orar, aunque parezca que Dios no nos escucha o se demora.
2 Timoteo 4,6-8. 16-18
Yo, por mi parte, estoy llegando al fin y se acerca el momento de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado lo que depositaron en mis manos. Sólo me queda recibir la corona de toda vida santa con la que me premiará aquel día el Señor, juez justo; y conmigo la recibirán todos los que anhelaron su venida gloriosa. La primera vez que presenté mi defensa, nadie estuvo a mi lado, todos me abandonaron. ¡Que Dios no se lo tenga en cuenta! Pero el Señor estuvo conmigo llenándome de fuerza, para que el mensaje fuera proclamado por medio de mí y llegara a oídos de todas las naciones; y quedé libre de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y me salvará llevándome a su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
El cristiano teme la muerte como los demás; pero tiene la esperanza de llegar, por la muerte, a la resurrección y la gloria eterna, gracias a la misericordia de Dios, que tiene en cuenta las obras realizadas con amor en esta vida.
Además el cristiano – persona que vive unida a Cristo - anhela su venida gloriosa al final de la vida temporal, a semejanza de san Pablo: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.
Quien vive unido a Cristo sabe que él lo “librará de todo mal y lo salvará llevándolo a su reino celestial”, a la casa eterna de su Padre. Y esta esperanza le da fortaleza en las penas, en los peligros, en el abandono por parte incluso de los más allegados y queridos... Se fía de la palabra de Jesús: “Estoy con ustedes todos los días”.
Pero es necesario vivir la vida cristiana como lo que es: vida unida efectiva y afectivamente a Cristo resucitado presente y operante, como dice san Pablo de sí mismo: “Vivo yo, mas no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí”. Porque sin esta unión, la vida es vida sin Cristo, no cristiana, aunque tenga apariencias de cristiana. Y el que no tiene la vida o “el Espíritu de Cristo, no es de Cristo”, está fuera de su reino, se autoexcluye de él.