Sunday, April 06, 2008

AL PARTIR EL PAN


AL PARTIR EL PAN


Domingo 3° pascua - A / 6 abril 2008


Dos discípulos de Jesús iban camino de Emaús comentando lo que había sucedido en Jerusalén. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se puso a caminar con ellos. Pero no se daban cuenta de que era Jesús. El les preguntó: ¿Que vienen comentando por el camino? Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días! Jesús les dijo: ¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era acaso necesario que el Mesías soportara todos esos sufrimientos para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y continuando por todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que a él se refería. Cuando llegaron cerca del pueblo donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba. El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición. Luego se lo partió y se lo dio. Entonces los discípulos lo reconocieron. Pero Jesús desapareció de su vista. Y se decían: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Y regresando al momento a Jerusalén, contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Lucas 24, 13-35.


A los discípulos les costó creer en la resurrección de Jesús, antes y después de que sucediera. A Tomás le costó tanto, que no creyó hasta tocar a Cristo resucitado; y los discípulos de Emaús no lo reconocieron mientras caminaba y hablaba con ellos, hasta que les partió y dio el pan, como lo había hecho en la Última Cena. Pedro y Juan creyeron sólo cuando vieron el sepulcro vacío, y María Magdalena creyó cuando Jesús mismo la llamó por su nombre.


¿Y nosotros? Nos resulta fácil tal vez creer en la resurrección de Jesús como hecho misterioso, histórico y real; creer en la propia resurrección ya nos cuesta más; pero sobre todo nos cuesta creer en el mismo Jesús resucitado, hermano y compañero cotidiano de camino en nuestra vida y en la ajena, en la Iglesia en la historia. ¡Qué duros de entendimiento y de corazón para creer al Evangelio en el que nos habla él mismo!


Sin embargo, Jesús resucitado es el fundamento esencial de nuestra fe cristiana. Sin Cristo resucitado presente, reconocido y amado, la fe no tiene fundamento creíble. Y los sacramentos, tampoco, pues sólo son reales y eficaces por la acción directa de Jesús vivo y presente en ellos.


Creer no es sólo aceptar teóricamente una verdad o un misterio, porque así creen incluso los demonios, y no les sirve de nada. Creer, en el sentido bíblico, evangélico y real, es saber que Jesús vivo nos acompaña, y vivir la relación personal de amistad sincera con él, vivo y presente en nuestra vida, en nuestras tareas y descanso, en nuestro sufrimiento y alegría, en los días de gracia y en los de pecado, para darnos el perdón y la fuerza contra el mal; en la agonía y en la muerte, que él convertirá en puerta de la resurrección.


Por la fe verdadera Cristo entra en nuestros proyectos y decisiones, en nuestros deseos y sentimientos, en nuestras relaciones y aficiones, en nuestras penas y gozos; en nuestras luchas, trabajos, dudas, tentaciones, éxitos, fracasos..., en la vida y en la muerte, de la que nos resucita.


Lo decisivo es, pues, abrirse a Cristo resucitado presente, acogerlo en la vida diaria, reconocerlo al escuchar su Palabra, al partir y tomar el Pan en la Eucaristía, y en el prójimo necesitado, en su Palabra, lugares privilegiados de su presencia resucitada y salvadora. Y que nos dejemos encontrar por él, que nos busca más que nosotros a él: “Estoy a la puerta llamando; si alguien me abre, entraré y comeremos juntos”. “Estoy con ustedes todos los días”. Ese es el camino real de la resurrección y de la gloria eterna a la que aspiramos desde lo más profundo de nuestro ser.


La tarea primordial y fundamental de la vida cristiana consiste en cultivar constantemente la fe en Cristo Jesús resucitado, que está presente en diversas y variadas formas; también en nuestra propia persona, según su promesa infalible: ”No teman. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Reconozcámoslo sobre todo en la Eucaristía: “Lo reconocieron al partir el pan”.


Presionemos a Jesús para que se quede con nosotros, empezando por lo principal: abrirnos a él, a su presencia, dirigiéndole la palabra, escuchándolo, adorándolo, amándolo.


Hechos de los Apostoles 2, 14. 22-33


El día de Pentecostés, Pedro, poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: «Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido. A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él. En efecto, refiriéndose a él, dijo David: “Veía sin cesar al Señor delante de mí, porque él está a mi derecha para que yo no vacile. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua canta llena de gozo. También mi cuerpo descansará en la esperanza, porque tú no entregarás mi alma al abismo, ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción”».


Los apóstoles, después de haber visto a Cristo resucitado, especialmente por las experiencias de tenerlo vivo entre ellos durante cuarenta días y haberlo visto “subir” a la gloria del Padre, enfrentan con valentía a los culpables de su muerte.


La prueba máxima de que Jesús es el Hijo de Dios, la constituye el milagro de la resurrección de Cristo después de ajusticiado. Y Pedro trata de demostrarlo incluso por la misma Escritura Sagrada, que sus oyentes conocen bien. Aunque ninguna prueba es suficiente para demostrar la resurrección de Jesús cuando las mentes y los corazones se niegan a creer con la adhesión de la mente y del corazón.


La resurrección, y el consiguiente gozo de la fe pascual, son el núcleo y fundamento de la predicación y catequesis cristiana. La predicación moralizante y dogmatista está muy lejos de la predicación apostólica, que se centraba en el testimonio de Cristo resucitado. Los moralismos y dogmatismos no calan en los corazones ni en la vida. La fe viva tiene por centro a la Persona de Cristo vivo y presente, no la moral y el dogma desligados del Resucitado.


1 Pedro 1, 17-21


Queridos hermanos: Ya que ustedes llaman Padre a aquel que, sin hacer acepción de personas, juzga a cada uno según sus obras, vivan en el temor mientras están de paso en este mundo. Ustedes saben que «fueron rescatados» de la vana conducta heredada de sus padres, no con bienes corruptibles, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha y sin defecto, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos para bien de ustedes. Por él, ustedes creen en Dios, que lo ha resucitado y lo ha glorificado, de manera que la fe y la esperanza de ustedes estén puestas en Dios.


Cuando invocamos a Dios como Padre, no podemos en absoluto percibirlo como un “padrazo bonachón”, al que todo le da igual y no le importa si cumplimos su santa voluntad o nuestra voluntad egoísta contraria a la suya, y que al fin tratará por igual a mártires y a sus verdugos.


No. En Dios se “casan” misteriosamente los contrarios: es Padre infinitamente bueno, pero también juez justo, insobornable, que tratará a cada cual según sus obras. Ningún padre es bueno si trata al hijo que sufre vejaciones igual que al hijo que atormenta a su hermano.


El temor de Dios no es temor a Dios, sino temor a traicionar su amor y a que se enfríe el nuestro hacia él y hacia el prójimo. Pues si esos amores se enfrían, se va hacia la infelicidad eterna, que es ausencia del amor de Dios y a Dios, y falta del amor del prójimo y al prójimo.


La muerte y resurrección de Jesús son un misterio del amor de Dios hacia nosotros: una ayuda segura en la marcha hacia la Casa del Padre, siempre que secundemos y agradezcamos esa ayuda amorosa, asumiendo también por nuestra parte el compromiso de prestar a nuestros hermanos la ayuda que Dios nos presta a nosotros envistas a alcanzar el paraíso.


Cristo nos mereció, con su sangre, ser liberados del pecado y de la muerte; pero se nos concede esa liberación por la resurrección sólo si colaboramos con él en la salvación propia y ajena, haciendo el bien y evitando el mal, a imitación suya y en unión con él.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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