Sunday, November 02, 2008

QUIEN HA MUERTO, ESTÁ VIVO


QUIEN HA MUERTO, ESTÁ VIVO


Conmemoración De los fieles difuntos /2-11-2008


El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que Él les decía cuando aún estaba en Galilea: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”». Y las mujeres recordaron sus palabras. Lucas 24, 1-85.


La resurrección de Jesús y la resurrección de los muertos, junto con el amor de Dios para cada uno de nosotros, son las verdades que fundamentan nuestra fe cristiana; de tal modo que quien no cree en esas tres verdades inseparables, no tiene fe cristiana, por más que crea en todas las otras verdades.


San Pablo lo afirma rotundamente: “Si Cristo no hubiera resucitado, si nosotros no vamos a resucitar, vana es nuestra fe, nuestra predicación, y seguiríamos en nuestros pecados”. Nuestra fe sería una simple superstición sin sentido ni valor.


“Si el amor infinito de Dios por nosotros fuera sólo para la vida terrena, seríamos los más desgraciados de los hombres”, pues todo el contenido de nuestra fe y de nuestra esperanza sería una fatal mentira.


Es cierto que la resurrección es una verdad nada fácil de creer, y a los mismos apóstoles les costó mucho aceptarla, porque cae fuera de la experiencia y de nuestras categorías. Pero la fe es un don de Dios que hay que pedir y cultivar, sobre todo en la oración, en la que nos encontramos con el mismo Jesús resucitado en persona, con la Virgen María resucitada, con los santos resucitados, con los ángeles, con nuestros difuntos resucitados…


Decía san Agustín: “Aquellos que nos han dejado, no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas”. Nacemos, vivimos y fallecemos para la vida, no para la muerte.


Los difuntos no están muertos, sino vivos. Jesús afirma: “Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. La muerte no es el final de la vida, sino el principio de la vida sin final. No busquemos a nuestros muertos en el cementerio: allí sólo están sus restos mortales, que terminan siendo polvo de la tierra.


Avanzamos hacia el mismo triunfo pascual y glorioso de Jesús muerto y resucitado. A la hora de la muerte, el mismo Jesús “nos dará un cuerpo glorioso como el suyo”, como afirma san Pablo. Y como le dijo Jesús al ladrón crucificado con él, y que le suplicaba se acordara de él en su reino: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. No hay que esperar al fin del mundo para resucitar.


Como era necesario que Cristo pasara por el sufrimiento y la muerte para resucitar, así nosotros pasaremos por la enfermedad, la agonía y la muerte para resucitar como él.


Por tanto, no es cristiano pensar en la muerte sin pensar en la resurrección. El pensamiento de la resurrección nos dará fortaleza en el sufrimiento y en la misma muerte, como fue para nuestro Salvador.


Pero hemos de pedir cada día, con insistencia incansable, que Dios nos dé fortaleza, fe, amor y esperanza, como se la dio a Jesús en el Huerto de los Olivos, en el camino del Calvario y en la crucifixión, justo porque tenía presente la resurrección que le esperaba a él y a nosotros. Que le digamos con fe, como Jesús: “En tus manos, Padre, encomiendo mi vida”. Y lo mismo hemos de suplicar para los nuestros.


Apocalipsis 21, 1-7


Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más. Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo. Y oí una voz potente que decía desde el trono: «Ésta es la morada de Dios entre los hombres: Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será con ellos su propio Dios. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó». Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tiene sed, Yo le daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la Vida. El vencedor heredará estas cosas, y Yo seré su Dios y él será mi hijo».


En el último día de nuestra existencia terrena, el firmamento, la tierra, el mar y todo lo material desaparecerá de nuestros ojos como por encanto, y nos encontraremos con una nueva y maravillosa realidad eterna.


Entonces, en la nueva Jerusalén celestial, Dios morará con nosotros y nosotros con Dios, quien “secará todas las lágrimas, y no habrá ya más muerte, ni llanto, ni dolor, ni lamento, porque todo lo de antes pasó”.


Y a los que tienen sed de justicia, de paz, de bien, de amor y felicidad, Cristo les “dará de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida”. Al que venza con él por estar unido a él, heredará y gozará todas las maravillas del universo visible e invisible, y será de verdad hijo de Dios, quien lo envolverá en la infinita ternura y felicidad de la Trinidad. Para siempre.


Por tanto, no hemos de lamentarnos por la muerte de nuestros seres queridos, ni reclamarle a Dios por habérselos llevado –eran y son hijos suyos-, sino agradecerle porque nos los ha dado y porque los llama a la vida feliz con él, la que soñaron toda su vida, sin conseguirla aquí abajo.


Lo que procede es la oración y el sufrimiento reparador a favor de ellos, y a la vez esforzarnos por mantener el camino que lleva a donde ellos están ya gozando.


1 Corintios 15, 20-23


Hermanos: Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo, cada uno según el orden que le corresponde: Cristo, el primero de todos, luego, aquéllos que estén unidos a Él en el momento de su Venida.


La muerte vino al mundo por culpa del hombre, mientras que la resurrección nos ha venido por el Hijo de Dios hecho hombre.


Muchos, incluso cristianos, viven en el pesimismo con el presentimiento de que todo y todos caminamos hacia la muerte, mientras que la fe verdadera nos asegura que caminamos hacia la vida. Porque la muerte y resurrección de Jesús nos han hecho más fuertes que la muerte: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, sino que se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal , adquirimos una mansión eterna”.


La muerte, el último y peor enemigo del hombre, ha sido destruida por la resurrección de Cristo. La última palabra sobre nosotros es la resurrección, no la muerte. Nuestro Salvador nos está preparando un puesto en el banquete eterno. Vivamos y obremos de tal manera que no lo perdamos por negligencia.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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