Los Pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en un pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, fueron a circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el Ángel antes de su concepción. Lucas 2, 16-21.
San Cirilo de Alejandría aclara qué significa el título de Madre de Dios: “El Verbo viviente, subsistente, ha sido engendrado de la misma sustancia del Padre, y existe desde toda la eternidad… Pero él se hizo carne en el tiempo, y por eso se puede decir que ha nacido de mujer. Jesús, Hijo eterno de Dios, ha nacido de María en el tiempo”.
De esta prerrogativa inigualable derivan todos los títulos que damos a María. Sin embargo, Jesús, ante la exclamación de una mujer: “Bendito el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”, afirmó: “Más dichosos aun son quienes escuchan la Palabra de Dios y la practican”. María es más digna y feliz por escuchar y cumplir la Palabra de Dios, que por ser Madre Jesús. Así nosotros: no merecemos la salvación sólo por ser hijos de Dios e hijos de María, sino sobre todo por escuchar y cumplir la Palabra de Dios.
Es admirable cómo Dios inició la creación del género humano por el hombre sin el concurso de la mujer, y cómo inició la re-creación o redención por la mujer -la Virgen María-, sin el concurso del hombre, pues el Salvador nació por obra del Espíritu Santo.
Dios ha querido que la mujer tenga un lugar irremplazable en la historia de la salvación, en complementariedad con el hombre. El modelo supremo de esta misión salvífica femenina es María, que se une al Salvador acogiéndolo en su seno virginal cuando acepta ser Madre del Mesías, para darlo a la humanidad.
La encíclica Lumen Gentium, n. 56, dice: “María, hija de Adán, consintiendo a la palabra divina, se convirtió en madre de Jesús y, abrazando la voluntad salvífica de Dios con toda su alma y sin peso alguno de pecado, se consagró totalmente, como Servidora del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención bajo él y con él, mediante la gracia del omnipotente”.
En María la mujer supera la multisecular discriminación ajena al plan creador y salvador de Dios, que pone en las manos de la mujer el destino de la humanidad, en diálogo con el hombre, como interlocutor de igual a igual ante Dios.
Hoy multitudes de hombres y mujeres de todas las edades están reducidos a objetos de consumo y de disfrute egoísta, como piezas de engranajes manipulados por la ambición, el egoísmo, el poder, el dinero y el placer.
Hacen falta nuevas Marías que, con su ternura, decisión, fe y valentía continúen con María la historia de la salvación, acogiendo y haciendo presente a Cristo, único Salvador, para que libere a hombres y mujeres de las grandes esclavitudes que los están destruyendo como personas y degradando su condición de hijos e hijas de Dios.
Dichosas las mujeres -y los hombres- que creen y aman como María, pues también concebirán y darán a luz al Hijo de Dios, y compartirán su Sacerdocio supremo, mediante el sacerdocio bautismal, a favor de la liberación y la salvación de la humanidad, empezando por el santuario doméstico, la familia.
Es necesario que imitemos a María, quien “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”, y las vivía.
Números 6,22-27.
El Señor habló a Moisés: “Di a Aarón y a sus hijos: ‘Esta es la fórmula con que ustedes bendecirán a los israelitas: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré’”.
Esta fórmula de bendición estaba reservada en exclusiva a los sacerdotes, Aarón y sus hijos, sacerdotes por herencia. Dios se comprometía a conceder al pueblo, por medio de la bendición de los sacerdotes, la bendición de su presencia, de su protección y de la paz.
Mas la bendición de Dios tiene su máxima expresión y eficacia a través del Sumo Sacerdote, Cristo Jesús, “en quien Dios nos bendice con toda clase de bendiciones” materiales, espirituales, celestiales. Jesús es la máxima bendición de Dios.
Y esta bendición el Hijo de Dios, sigue llegando eficazmente por manos de los sacerdotes ministeriales, que nos hacen presente a Cristo Resucitado: en la Eucaristía y demás sacramentos, en la predicación, en sus personas consagradas al servicio sacerdotal.
Mas a partir de Cristo, las bendiciones de Dios no pasan sólo a través del sacerdocio ministerial –con excepción de algunos sacramentos-, pues el supremo sacerdocio de Cristo es compartido también por todos los bautizados mediante el sacerdocio bautismal. Por eso los laicos deben recuperar la costumbre de bendecir y bendecirse mutuamente en nombre de Dios, quien responderá, tal vez sin que se den cuenta, a toda bendición que se haga con fe en él y por amor al prójimo.
Los sacerdotes bendicen con el Santísimo – Cristo presente en Persona en la Eucaristía-; pero los fieles pueden bendecir con la Biblia - Cristo Palabra de Dios en Persona presente que nos habla-. Eucaristía y Biblia son puestos al mismo nivel por Cristo y por la Iglesia. ¡No dejemos de bendecir con la Biblia, y bendecirnos por la Biblia, sobre todo leyéndola y haciéndola vida.
Gálatas 4,4-7
Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.
San Pablo es el que hace la primera alusión a María en el Nuevo Testamento. De ella nace el Libertador que viene a rescatar a los hombres de la esclavitud a las abusivas leyes humanas e incluso religiosas, y de las poderosas fuerzas del mal.
El Hijo de Dios se hace esclavo con todas esas esclavitudes del hombre –menos el pecado- para que el hombre alcance la libertad de los hijos de Dios, porque el Hijo no viene sólo a liberarnos de las esclavitudes, sino a hacernos hijos de Dios y coherederos de su misma gloria eterna. Nos da un nuevo ser, de modo que podemos llamarle “Padre”, al igual que su propio Hijo.
Ante tan inaudita bendición, san Juan exclama: “¡Miren qué amor nos tiene el Padre, que nos llama hijos suyos, pues lo somos!” (1 Juan 3, 1). Somos hijos de Dios, y nuestra vocación es la libertad en esta vida y la plenitud de la libertad en el paraíso a través de la resurrección, por la que se comprobará lo que realmente somos como hijos de Dios. Jesús "se hizo lo que somos nosotros para hacernos a nosotros ser lo que él es": hijos de Dios.
Tenemos que ser conscientes y vivir con inmensa gratitud esta maravillosa realidad para liberarnos de las esclavitudes indignas de los hijos de Dios.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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