Sunday, January 04, 2009


A QUIENES LO RECIBEN,

LOS HACE HIJOS DE DIOS.


Domingo 2° de Navidad - B / 2 enero 2009.


En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba ante Dios en el principio. Por Ella se hizo todo, y nada llegó a existir sin Ella. Lo que fue hecho tenía vida en Ella, y para los hombres la vida era luz. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han detenido. La Palabra era la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre, y llegaba al mundo. La estaba en el mundo, este mundo que se hizo por Ella, y no la reconoció. Vino a su propia casa, y los suyos no la recibieron; pero a todos los que la recibieron, les dio capacidad para ser hijos de Dios. Al creer en su Nombre, han nacido, no de sangre humana, ni por ley de la carne, ni por voluntad de hombre, sino que han nacido de Dios. Y la Palabra se hizo carne, puso su carpa entre nosotros, y hemos visto su Gloria: la Gloria que recibe del Padre el Hijo único; en Él todo era don amoroso y verdad. Nadie ha visto a Dios jamás, pero Dios-Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo dio a conocer. Juan 1, 1-18.


Esta página del cuarto Evangelio, es un poema teológico excepcional, fruto de la experiencia del discípulo predilecto, San Juan, con Jesús de Nazaret y de su extraordinaria contemplación de Jesús resucitado.


Juan le da a Jesús el nombre de “Verbo”, “Palabra”, que existía ya antes de la creación, y cuya misión esencial como Palabra es hablar, comunicar, esperando acogida y respuesta. “Palabra” que sólo se dirige a destinatarios directos, incluidos nosotros.


La Palabra o Verbo de Dios es la expresión más completa de lo que Dios es: su intimidad, su ser, su voluntad, su amor, su vida: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, declara Jesús, el perfecto comunicador del Padre para nosotros y para todo el mundo.


Jesús vino al mundo para transformar la creación, conducir la historia y la humanidad hacia el Padre, y para hacer de nosotros verdaderos hijos de Dios, a fin de que podamos compartir su misma vida gloriosa y eterna. El mismo San Juan proclama en su primera carta, 3, 1: “Miren qué amor nos tiene Dios, que nos llama hijos suyos, pues lo somos”. Hijos y herederos con su Hijo.


Mas, a pesar de que el mundo es obra de la Palabra, el Hijo de Dios, el mundo no la ha reconocido por haber elegido las tinieblas del mal y de la muerte: odios, guerras, destrucción, corrupción, hambre, abortos, terrorismo...


Sin embargo, “a quienes lo acogen, les da el poder de ser hijos de Dios”.


Es una llamada muy fuerte y seria a verificar si de veras acogemos en la vida a Cristo Resucitado, Palabra eterna del Padre. Porque es muy fácil rechazarlo bajo las apariencias de acogida, engañándonos a nosotros mismos y a los demás.


Somos cristianos de verdad si lo somos para nuestros contemporáneos, si les reflejamos la presencia de Cristo resucitado, como testigos suyos, en la sociedad actual, en la familia, en el trabajo, en las múltiples relaciones humanas, con nuestro modo de vivir, actuar y hablar.


Jesús nos busca siempre para hacernos hijos de Dios y herederos de su misma gloria. Es decisivo abrirse a él, hasta llegar a la experiencia de san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas, 2, 20).


“Vida cristiana” es sinónimo de “vida en Cristo”, quien nos llama además a compartir su misión universal salvadora a favor de todos los hombres. Es evidente que sólo quien acoge a Cristo y vive unido a él, puede ser y llamarse cristiano.


Eclesiástico 24,1-2. 8-12


Mira cómo la sabiduría se alaba y se elogia a sí misma en medio de su pueblo, cómo toma la palabra en la Asamblea del Altísimo y se glorifica delante del Todopoderoso. Entonces el Creador del universo me dio una orden, el que me creó me indicó dónde levantar mi tienda. Me dijo: "¡Instálala en Jacob, que Israel sea tu propiedad!" Desde el principio el Señor me había creado, antes que existiera el tiempo, y no pasaré con el tiempo. Celebro en su presencia la liturgia de su Santa Morada, y por eso me establecí en Sión. Me hizo descansar en la ciudad amada, en Jerusalén ejerzo mi poder. Eché raíces en el pueblo glorificado por el Señor, en su dominio que es su herencia.


La Sabiduría divina se alaba y elogia a sí misma, pero no con palabras vanidosas, sino con obras portentosas de su poder: crea, ordena y conserva el universo. Por eso en la creación no reinan el caos y el desorden, sino la belleza, el orden y el concierto, aunque muchas veces marcado por el misterioso sufrimiento humano, que recibe su sentido de la misma Sabiduría divina, y por los dolores de parto de la misma creación hacia un mundo nuevo.


La Sabiduría “sale de la boca del Altísimo”. Es la manifestación de Dios sapientísimo y omnipotente; es una Persona, que sale al encuentro del hombre que teme y ama a Dios para morar en él y en medio del pueblo.


Este texto se proyecta hacia el Verbo-Hijo de Dios, Sabiduría personificada del Padre en la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Cristo Jesús, Dios-con-nosotros, por quien Dios hizo todas las cosas y en quien sostiene toda la creación visible e invisible.


El pueblo donde se instala Cristo-Sabiduría de Dios, es hoy su Iglesia, en la cual y con la cual celebra su liturgia eterna, dando perenne culto al Padre, el mismo que le dio durante su vida terrena, y nos hace partícipes y “con-celebrantes” de ese culto por el cual santifica y salva al hombre.


Efesios 1,3-6. 15-18


¡Bendito sea Dios, Padre de Cristo Jesús nuestro Señor, que nos ha bendecido en el cielo, en Cristo, con toda clase de bendiciones espirituales! En Cristo Dios nos eligió antes de que creara el mundo, para estar en su presencia santos y sin mancha. En su amor nos destinó de antemano para ser hijos suyos en Jesucristo y por medio de él. Así lo quiso, y le pareció bien sacar alabanzas de esta gracia tan grande que nos hacía en el Bien Amado. He sabido cómo ustedes viven en Cristo Jesús la fe y el amor para con todos los santos; quiero decir, para con los hermanos, por lo que no dejo de dar gracias a Dios y de recordarlos en mis oraciones. Que el Dios de Cristo Jesús nuestro Señor, el Padre que está en la gloria, se les manifieste dándoles espíritu de sabiduría para que lo puedan conocer. Que les ilumine la mirada interior, para que entiendan lo que esperamos a raíz del llamado de Dios, qué herencia tan grande y gloriosa reserva Dios a sus santos.


El Padre, al darnos la máxima bendición que es su mismo Hijo, nos colma con toda clase de bendiciones. En él nos eligió para vivir en su presencia protectora y santificadora.


La esencia de la santidad es vivir en Cristo, el Santo y Justo, vivir unidos a él por el amor a Dios y al prójimo, a imitación suya. La santidad no consiste en milagros y heroísmos: estos sólo pueden ser un medio o una consecuencia, no la esencia o causa de la santidad.


A pesar de nuestros pecados, el Padre nos destinó a ser hijos suyos en su Hijo Jesucristo, y por tanto coherederos de su misma gloria, esa herencia gloriosa que Dios nos tiene reservada en premio de la conversión y la santidad vivida por la unión con Cristo.


San Pablo goza y agradece a Dios, pues intuye esta santidad verdadera en la comunidad efesina. Hagamos que nuestras comunidades vivan esa santidad.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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