Sunday, August 30, 2009

HIPOCRESÍA: CÁNCER DEL CULTO


HIPOCRESÍA: CÁNCER DEL CULTO


Domingo 22° T.O.-B / 30-08-2009.



Los fariseos y los maestros de la ley preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no observan la tradición de los mayores, sino que comen con las manos impuras?» Él les contestó: «Hipócritas, Isaías profetizó muy bien acerca de ustedes, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto enseñando doctrinas que son preceptos humanos’. Ustedes dejan el mandamiento de Dios y se aferran a la tradición de los hombres». Llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Óiganme todos y entiendan bien: Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre, porque del corazón proceden los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricia, maldad, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, soberbia y necedad. Todas esas cosas malas salen de dentro y hacen impuro al hombre». Marcos 7, 1-23.

Jesús no les reprocha a los fariseos y maestros de la Ley que se laven las manos, sino que suplanten con leyes y tradiciones humanas la Ley divina del amor a Dios y al prójimo, hasta el punto de sentirse con derecho a abandonar a sus padres ancianos y enfermos si daban al templo el dinero con que deberían socorrerlos.

La habilidad para sustituir las exigencias del amor a Dios y al prójimo por ritos externos, normas y leyes fáciles, costumbres cómodas, etc., es también hoy el cáncer fatal de la religión y de las relaciones familiares, humanas y sociales.

Muchos pretenden casar la religión con el dogmatismo, el legalismo, el culto al placer desordenado, la moda, el dinero, el poder, las apariencias, la violencia, la guerra, el racismo, los privilegios... Fatal hipocresía y perversión de la religión, hecha idolatría, ya que desplaza a Dios por intereses humanos.

El mero cumplimiento del culto externo merece la temible descalificación de Isaías repetida por Jesús: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. El culto, o es cuestión de corazón, de amor, o se reduce a hipocresía.

A Dios sólo le agrada el culto vivido en el amor efectivo a él y al prójimo, pues en eso consiste la verdadera religión, que es la fuente de la verdadera felicidad, de la santidad y de la salvación: “Les ruego, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como sacrificio vivo y santo, capaz de agradarle; este es el culto verdadero” (Romanos 12, 1); “La religión verdadera consiste en socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Santiago 1, 27).

La intención profunda, que brota del corazón, es la que hace grandes o perversas nuestras obras, palabras, culto, alegrías, penas y la vida. Todo lo que Dios ha creado es bueno. Nuestro corazón, con sus intenciones, puede consagrar la bondad de las cosas en función del amor a Dios y al prójimo; o pervertirlas con el egoísmo, la hipocresía, la idolatría y otros torcidos sentimientos que brotan del corazón y expulsan de la vida y de las relaciones al Dios del amor, de la libertad, de la salvación y de todo bien.

Jesús nos invita hoy a una revisión profunda y sincera de nuestro modo de celebrar y vivir el culto en el templo y de proyectarlo en la existencia cotidiana, desde lo profundo de nuestro corazón, donde acogemos o rechazamos a Dios y al prójimo, donde consagramos o profanamos las cosas, las obras y la vida.

La hipocresía y la idolatría nos tientan de continuo, quizás sin darnos cuenta. Hay que montar guardia permanente para no dejarnos atrapar y seducir, con el riesgo de arruinar nuestra vida en el tiempo y en la eternidad.

La religión, la oración, la Eucaristía como encuentro amoroso con Dios, es nuestra salvación.


Deuteronomio 4,1-2.

Y ahora, Israel, escucha las leyes y prescripciones que te voy a enseñar y ponlas en práctica, para que tengan vida y entren a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. No añadirán ni suprimirán nada de las prescripciones que les doy, sino que guardarán los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo os los prescribo hoy. Guárdenlos y pónganlos por obra, pues ellos los harán sabios y sensatos ante los pueblos. Cuando estos tengan conocimiento de todas estas leyes, exclamarán: ”No hay más que un pueblo sabio y sensato, que es esta gran nación”. En efecto, ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros el Señor, nuestro Dios, siempre que le invocamos? ¿Qué nación hay tan grande que tenga leyes y mandamientos tan justos como esta ley que yo les propongo hoy?


Los mandamientos dados por Dios a los israelitas superaban con mucho en sabiduría y equidad a las leyes de los demás pueblos, porque eran obra del Dios verdadero, el único que está real y amorosamente cercano a su pueblo, en medio de él, para escucharlo y socorrerlo siempre que lo invoquen.

Los ídolos eran y son la expresión del abandono de Dios y de la tiranía que comienza con halagos, pero termina en destrucción sin piedad.

Pero Dios llega al máximo de su cercanía y presencia en su nuevo Pueblo, la Iglesia, mediante la encarnación de Cristo, Dios-hombre; cercanía que se hace identificación inefable de Jesús con quienes lo acogen, especialmente en el sacramento de la Eucaristía y en el “sacramento del prójimo” necesitado.

La tierra prometida al nuevo Pueblo de Dios no es un lugar geográfico de la tierra, sino el reino eterno de Dios, en el paraíso, por el que suspiramos.


Santiago 1,17-18 . 1,21-22.

Todo don excelente y todo don perfecto viene de lo alto, del Padre de las luces, en el que no hay cambio ni sombra de variación. Él nos ha engendrado según su voluntad por la palabra de la verdad, para que seamos como las primicias de sus criaturas. Por eso, alejen de ustedes todo vicio y toda manifestación de malicia, y reciban con docilidad la palabra que ha sido plantada en ustedes y que puede salvarlos. Cumplan la palabra y no se contenten sólo con escucharla, engañándose a ustedes mismos. La práctica religiosa pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y en guardarse de los vicios del mundo.

Todo lo bueno: lo que somos, tenemos, amamos, gozamos, esperamos, todo nos viene del corazón amoroso de la Trinidad. Y el don natural más grande es la vida inteligente, con la que nos sitúa por encima de toda otra criatura de este mundo.

Pero por sobre esa vida está la vida divina que Dios mismo injerta en nuestra vida humana mediante su Palabra viva, Cristo Jesús, que vino para hacernos capaces de su vida y felicidad eternas a través de la resurrección.

Si no nos esforzamos en cumplir las condiciones para acceder a esta vida divina, puesta a nuestro alcance sin merecerla, Dios nos dará el éxito total de nuestra existencia temporal: el paraíso eterno.

No puede haber mayor suplicio que el remordimiento de haber perdido el puesto que Cristo Jesús, por puro amor, nos ha ganado con su vida, muerte y resurrección: “Voy a prepararles un puesto”.

Para alcanzarlo sabemos el camino: una “religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre”, que consiste en el amor real a Dios y al prójimo, sin dejarse contaminar por los vicios de este mundo.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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