LA FELICIDAD QUE POCOS
BUSCAN Y ENCUENTRAN
Domingo 6° durante el año C 14-2-2010.
Jesús levantó los ojos hacia sus discípulos y les dijo: "Felices ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Felices ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Felices ustedes los que lloran, porque reirán. Felices ustedes si los hombres los odian, los expulsan, los insultan y los consideran unos delincuentes a causa del Hijo del Hombre. Alégrense en ese momento y llénense de gozo, porque les espera una recompensa grande en el cielo. Recuerden que de esa manera trataron también a los profetas en tiempos de sus padres. Pero ¡pobres de ustedes, los ricos, porque tienen ya su consuelo! ¡Pobres de ustedes los que ahora están satisfechos, porque después tendrán hambre! ¡Pobres de ustedes los que ahora ríen, porque van a llorar de pena! ¡Pobres de ustedes, cuando todos hablen bien de ustedes, porque de esa misma manera trataron a los falsos profetas en tiempos de sus antepasados!” (Lucas 6,17.20-26).
La felicidad es lo que toda persona busca en lo vive, hace, dice, goza y espera, e incluso en todo lo que sufre. Pero ¡cuánto engaño en buscar la felicidad y cuánta felicidad sin buscadores!
Ser feliz significa experimentar que la propia vida es verdadera y exitosa porque se fundamenta en valores que no perecen ni siquiera con la muerte, que en el fondo es lo que anhela todo el que la busca. Felicidad es sentirse persona libre ante todo que lleva a la infelicidad; amar y ser amados, con un amor a Dios y al prójimo que asegura la victoria sobre la muerte.
Cristo tuvo como objetivo primordial de su vida la felicidad temporal y eterna del hombre, y la suya propia. Y nos enseñó el camino real de esa felicidad plena y eterna, que él siguió, logrando el éxito más rotundo sobre la muerte: la resurrección y la ascensión a la gloria eterna. Y ése es el camino de la felicidad que nos indica hoy: las bienaventuranzas. El camino que siguieron y siguen todos los suyos, cristianos de verdad por vivir unidos a él.
Pero... ¿cuántos buscan ese camino de la verdadera felicidad temporal y eterna que todos anhelamos? Cada religión, cada cultura, cada generación tiene sus criterios de felicidad, que en su gran mayoría son los falsos criterios de sociedad del poder, del tener y del placer, que acaban en nada.
Las bienaventuranzas son el programa de vida que Jesús ofrece a todos para lograr la felicidad en esta tierra y su misma felicidad divina en el cielo.
Pero, ¿cómo pueden ser felices los pobres, los que lloran, los que sufren, los perseguidos, los hambrientos, los pacíficos...? Muy sencillo: Dios convierte esas infelicidades pasajeras en felicidad temporal y eterna. Así lo hizo con Cristo y lo hace con quienes lo siguen.
La verdadera pobreza consiste en tener conciencia de que todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos es propiedad de Dios. Son bienes puestos en nuestras manos para gozarlos y compartirlos con gratitud. Pobre verdadero es quien no pone en lugar de Dios a ninguna criatura o disfrute.
Pero infelices y pobres son los ricos a costa de los pobres, que ríen sobre la tristeza ajena, se sacian a costa del hambre de otros... Su futuro es la muerte y la infelicidad eterna. Pues ya se dieron a sí mismos su paga en este mundo.
De cada cual depende elegir el camino real de la verdadera felicidad que traspasa la muerte, o de la felicidad engañosa y pasajera que se esfuma con la muerte para siempre.
Jeremias 17,5-8
Así habla Yavé: “¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado. ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua, y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos.
Dios no maldice la confianza necesaria entre las personas de buena voluntad, en función de una sana y gratificante convivencia humana en la amistad, en la mutua ayuda y en la fraternidad, en su presencia. Pero sí maldice la confianza excesiva puesta en una persona humana que lleva al hombre a volver las espaldas a Dios, porque espera del hombre lo que sólo de Dios puede dar. Pone al hombre en el lugar de Dios, lo cual es idolatría.
Esta confianza maldita que excluye a Dios de la vida y pone en su lugar los ídolos del tener, del placer y del poder, vuelve la vida estéril y desértica, porque se ha cortado de única fuente de la vida: Dios. Y sólo queda una pasajera apariencia de vida y felicidad, pero en realidad es la más triste “malaventuranza” que lleva a la eterna infelicidad.
Sin embargo, el que ha puesto su confianza en Dios, se conecta con la fuente y la corriente de aguas vivas, que hacen posible que la vida sea vida - no apariencia de vida – y produzca frutos de vida, felicidad y salvación para sí y para muchos otros. Recordemos siempre la consigna clave de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”; como el árbol plantado a la orilla del río.
1 Corintios 15,12. 16-20
Ahora bien, si proclamamos un Mesías resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos? Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo pudo resucitar. Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados. Y, para decirlo sin rodeos, los que se durmieron en Cristo están totalmente perdidos. Si nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, siendo el primero y primicia de los que se durmieron.
San Pablo es el apóstol por excelencia de la resurrección. Después de la venida del Espíritu Santo la resurrección de Cristo era el tema esencial de la evangelización: “Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho poder” (Hechos 4, 33).
Y también hoy toda evangelización, predicación y catequesis verdadera deben tener como tema fundamental y explícito a Cristo resucitado presente y la resurrección de los muertos por la que se alcanza la vida eterna.
Sin fe real en Cristo resucitado, presente y actuante, vana es la fe, la catequesis y la predicación; y no hay perdón de los pecados al no creer en el único que los puede perdonar. Seríamos los más infelices de los hombres al no gozar del Resucitado y de sus inmensos bienes ni en esta vida ni en la otra.
¡Pero no! Cristo está resucitado y cumple con nosotros su infalible promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Vivamos y promovamos la cultura de la resurrección con una vida pascual en Cristo resucitado, y él nos dará la última y total bienaventuranza: la resurrección.
La felicidad es lo que toda persona busca en lo vive, hace, dice, goza y espera, e incluso en todo lo que sufre. Pero ¡cuánto engaño en buscar la felicidad y cuánta felicidad sin buscadores!
Ser feliz significa experimentar que la propia vida es verdadera y exitosa porque se fundamenta en valores que no perecen ni siquiera con la muerte, que en el fondo es lo que anhela todo el que la busca. Felicidad es sentirse persona libre ante todo que lleva a la infelicidad; amar y ser amados, con un amor a Dios y al prójimo que asegura la victoria sobre la muerte.
Cristo tuvo como objetivo primordial de su vida la felicidad temporal y eterna del hombre, y la suya propia. Y nos enseñó el camino real de esa felicidad plena y eterna, que él siguió, logrando el éxito más rotundo sobre la muerte: la resurrección y la ascensión a la gloria eterna. Y ése es el camino de la felicidad que nos indica hoy: las bienaventuranzas. El camino que siguieron y siguen todos los suyos, cristianos de verdad por vivir unidos a él.
Pero... ¿cuántos buscan ese camino de la verdadera felicidad temporal y eterna que todos anhelamos? Cada religión, cada cultura, cada generación tiene sus criterios de felicidad, que en su gran mayoría son los falsos criterios de sociedad del poder, del tener y del placer, que acaban en nada.
Las bienaventuranzas son el programa de vida que Jesús ofrece a todos para lograr la felicidad en esta tierra y su misma felicidad divina en el cielo.
Pero, ¿cómo pueden ser felices los pobres, los que lloran, los que sufren, los perseguidos, los hambrientos, los pacíficos...? Muy sencillo: Dios convierte esas infelicidades pasajeras en felicidad temporal y eterna. Así lo hizo con Cristo y lo hace con quienes lo siguen.
La verdadera pobreza consiste en tener conciencia de que todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos es propiedad de Dios. Son bienes puestos en nuestras manos para gozarlos y compartirlos con gratitud. Pobre verdadero es quien no pone en lugar de Dios a ninguna criatura o disfrute.
Pero infelices y pobres son los ricos a costa de los pobres, que ríen sobre la tristeza ajena, se sacian a costa del hambre de otros... Su futuro es la muerte y la infelicidad eterna. Pues ya se dieron a sí mismos su paga en este mundo.
De cada cual depende elegir el camino real de la verdadera felicidad que traspasa la muerte, o de la felicidad engañosa y pasajera que se esfuma con la muerte para siempre.
Jeremias 17,5-8
Así habla Yavé: “¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado. ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua, y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos.
Dios no maldice la confianza necesaria entre las personas de buena voluntad, en función de una sana y gratificante convivencia humana en la amistad, en la mutua ayuda y en la fraternidad, en su presencia. Pero sí maldice la confianza excesiva puesta en una persona humana que lleva al hombre a volver las espaldas a Dios, porque espera del hombre lo que sólo de Dios puede dar. Pone al hombre en el lugar de Dios, lo cual es idolatría.
Esta confianza maldita que excluye a Dios de la vida y pone en su lugar los ídolos del tener, del placer y del poder, vuelve la vida estéril y desértica, porque se ha cortado de única fuente de la vida: Dios. Y sólo queda una pasajera apariencia de vida y felicidad, pero en realidad es la más triste “malaventuranza” que lleva a la eterna infelicidad.
Sin embargo, el que ha puesto su confianza en Dios, se conecta con la fuente y la corriente de aguas vivas, que hacen posible que la vida sea vida - no apariencia de vida – y produzca frutos de vida, felicidad y salvación para sí y para muchos otros. Recordemos siempre la consigna clave de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”; como el árbol plantado a la orilla del río.
1 Corintios 15,12. 16-20
Ahora bien, si proclamamos un Mesías resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos? Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo pudo resucitar. Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados. Y, para decirlo sin rodeos, los que se durmieron en Cristo están totalmente perdidos. Si nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, siendo el primero y primicia de los que se durmieron.
San Pablo es el apóstol por excelencia de la resurrección. Después de la venida del Espíritu Santo la resurrección de Cristo era el tema esencial de la evangelización: “Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho poder” (Hechos 4, 33).
Y también hoy toda evangelización, predicación y catequesis verdadera deben tener como tema fundamental y explícito a Cristo resucitado presente y la resurrección de los muertos por la que se alcanza la vida eterna.
Sin fe real en Cristo resucitado, presente y actuante, vana es la fe, la catequesis y la predicación; y no hay perdón de los pecados al no creer en el único que los puede perdonar. Seríamos los más infelices de los hombres al no gozar del Resucitado y de sus inmensos bienes ni en esta vida ni en la otra.
¡Pero no! Cristo está resucitado y cumple con nosotros su infalible promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Vivamos y promovamos la cultura de la resurrección con una vida pascual en Cristo resucitado, y él nos dará la última y total bienaventuranza: la resurrección.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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