TRANSFIGÚRANOS, SEÑOR
2º Domingo de Cuaresma, 28-02-2010.
Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a un monte alto. A la vista de ellos su aspecto cambió completamente. Incluso sus ropas se volvieron resplan-decientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía, porque estaban desconcertados. En esto ser formó una nube que los cubrió con su sombra, y desde la nube se oyeron estas palabras: Éste es mi Hijo, el amado. Escúchenlo! Y de pronto, mirando a su alrededor, no vieron ya a nadie; sólo Jesús estaba con ellos. Lucas 9, 28-36 .
Jesús sabe que su muerte se acerca, y así lo anuncia a sus discípulos. Ellos, como Jesús, se sienten afligidos por el inminente y triste desenlace. Pero con la transfiguración en el monte Tabor, el Padre les muestra, a los discípulos y a Jesús, un anticipo de la resurrección para reanimarlos.
Jesús habla con Moisés y Elías del fin ya próximo de su carrera terrena. Y el Maestro ha querido que sus discípulos predilectos, Juan, Pedro y Santiago, estén presentes, para que se animen viendo en qué va a terminar la muerte de Jesús, como él les había anunciado: Y al tercer día resucitaré. Aunque ellos no comprenden ni creen lo de la resurrección hasta que ven resucitado al Mesías.
Los discípulos dudan de si Jesús no estará equivocado, si no va hacia el fracaso total. Por eso el Padre les quiere dar una prueba más, hablándoles desde la nube: Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo. Quiere decir: “Créanle. Es cierto lo que dice: que al tercer día resucitará, porque es mi verdadero Hijo”.
El sufrimiento y la perspectiva de la muerte engendran tristeza en nosotros, si no miramos más allá: a la resurrección. Lo peor es una tristeza sin la luz de la esperanza, porque tal tristeza no es cristiana: es contraria a la fe en la alegría de la resurrección, que es la primera y principal verdad de la fe.
Desde que Jesús sufrió, murió y resucitó, todo sufrimiento, y la muerte misma, tienen sentido y destino de resurrección y de vida, de felicidad y gloria sin fin. Nos lo asegura san Pablo: Si sufrimos con Cristo, reinaremos con él; si morimos con él, viviremos con él”.
Cada sufrimiento se nos compensará con un enorme peso de gozo y de gloria, si lo asociamos con fe y esperanza a los sufrimientos de Jesús. “Tengo por cierto que los sufrimientos de esta vida no tienen comparación alguna con el peso de gloria que se manifestará en nosotros”, dice san Pablo.
En Cristo se verifican otras transfiguraciones. La primera fue la gran transfiguración: el Hijo de Dios se hace a la vez hijo de María por la encarnación.
La otra gran transfiguración se verifica en la Eucaristía: el paso del Dios-hombre a ser pan y vino, para alimentar a los hombres con su vida divina. Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él. Quien me come, vivirá por mí. Y la última gran transfiguración, la resurrección: el paso de Cristo muerto a Cristo resucitado y ascendido al cielo. Ese mismo camino lo ha abierto Jesús también para nosotros.
Si creemos en la presencia de Jesús en el pan eucarístico, hemos de creer también en su presencia bajo las especies humanas de los hombres, sus hermanos y nuestros, con quienes él mismo se identifica: Todo lo que hagan a uno de estos mis pequeños hermanos, a mí me lo hacen.
Convertirse es transfigurarse en Cristo por el amor agradecido y la unión con él; y por el amor salvífico al prójimo, como él lo ama: hasta dar la vida por quienes amamos. Es afianzarse en la verdadera vida cristiana (vida en Cristo), camino de la plenitud y de la felicidad temporal y eterna que todos anhelamos.
Génesis 15,5-12. 17-18.
Yavé sacó a Abram afuera y le dijo: "Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Así será tu descendencia." Y creyó Abram a Yavé, quien lo tuvo en adelante por un hombre justo. Yavé le dijo: "Yo soy Yavé, que te sacó de Ur de los Caldeos, para entregarte esta tierra en propiedad." Abram le preguntó: "Señor, ¿en qué conoceré yo que será mía?" Le contestó: "Tráeme una ternera, una cabra y un carnero, todos ellos de tres años, y también una paloma y un pichón." Abram trajo todos estos animales, los partió por mitad, y puso una mitad frente a la otra; las aves no las partió. Cuando el sol ya se había puesto y estaba todo oscuro, algo como un calentador humeante y una antorcha encendida pasaron por medio de aquellos animales partidos. Aquel día Yavé pactó una alianza con Abram diciendo: "A tu descendencia le daré esta tierra desde el torrente de Egipto hasta el gran río Éufrates”.
Abram es anciano y no tiene descendencia. Situación muy penosa en aquellos tiempos, por no poder estar entre los ascendientes del Mesías. Pero Dios le promete una descendencia inmensa. Y por la fe en la palabra de Dios, el “padre de los creyentes” engendra a un hijo, que será padre de multitudes a través de los siglos.
¿Quién no ha probado la tristeza de sentir estéril su vida, aunque haya tenido hijos de la propia carne? En especial cuando los hijos olvidan a sus padres, y tal vez todo da a entender que no se los ha engendrado en la fe. Triste es constatar: ¿De qué vale haber tenido hijos y nietos, si al final se pierden para siempre?
¿Será auténtica la fe de los padres que no pasa a sus hijos? Es necesario recurrir más a la oración, al buen ejemplo, al sacrificio ofrecido, a obras y actitudes de fe, y especialmente a la Eucaristía ofrecida por ellos, y al final entregar la vida por su salvación, ejerciendo así el sacerdocio bautismal a favor de ellos.
Y esta paternidad-maternidad que engendra hijos para la vida eterna, se puede y se debe extender, en unión con Cristo, a toda la familia, a las amistades, vecinos... y a muchos otros. Así nos hacemos, en verdad, padres y madres de multitudes. A cada uno de nosotros Dios le ha asignado su parcela de salvación.
Filipenses 3,17-21. 4, 1
Sean imitadores míos, hermanos, y fíjense en los que siguen nuestro ejemplo. Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando. La perdición los espera; su dios es el vientre, y se sienten muy orgullosos de cosas que deberían avergonzarlos. No piensan más que en las cosas de la tierra. Nosotros tenemos nuestra patria en el cielo, y de allí esperamos al Salvador que tanto anhelamos, Cristo Jesús, el Señor. Pues él cambiará nuestro cuerpo miserable usando esa fuerza con la que puede someter a sí el universo, y lo hará semejante a su propio cuerpo, del que irradia su gloria. Por eso, hermanos míos, a quienes tanto quiero y echo de menos, que son mi alegría y mi corona, sigan así firmes en el Señor, amadísimos.
A San Pablo le arranca lágrimas el hecho de que muchos convertidos a la fe en Cristo crucificado y resucitado, habían convertido el estómago y el sexo en ídolos de sus vidas y de sus aspiraciones, haciéndose “enemigos de la cruz de Cristo”.
¿Sobre cuántos cristianos tendría que llorar san Pablo hoy? ¿También sobre mí y sobre ti? Vale la pena verificar con sinceridad y profundidad si nos arrodillamos o no ante esos ídolos.
Si creemos que nuestra patria es el cielo, tenemos que echar mano de los medios para conquistarla. Y el medio esencial nos lo propone Jesús: Si alguno quiere ser mi discípulo, que cargue con su cruz cada día y se venga conmigo.
Pero la cruz no es el destino, sino sólo el camino por donde se sigue a Cristo hacia el destino absoluto: la resurrección y la gloria inmensa y sin fin.
La cruz es el pan cotidiano de quien renuncia a gozar a costa del sufrimiento ajeno; de quien elige arrancar las cruces de los que sufren; de quien opta por ser leal a Dios y al prójimo. Pero es sufrimiento que sana, salva y produce vida, alegría y felicidad, a semejanza de los dolores de parto de una madre amante de la vida que está para dar a luz.
P. Jesús Álvarez, ssp.
No comments:
Post a Comment