FE, COMPASIÓN Y RESURRECCIÓN
Domingo 13º del tiempo ordinario-B / 2-7-2006
En aquel tiempo Jesús atravesó el lago, y al volver a la otra orilla, una gran muchedumbre se juntó en la playa en torno a él. En eso llegó un oficial de la sinagoga, llamado Jairo, y al ver a Jesús, se postró a sus pies suplicándole: “Mi hija está agonizando; ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo”. Jesús se fue con Jairo; caminaban en medio de un gran gentío, que lo oprimía. De pronto llegaron algunos de la casa del oficial de la sinagoga para informarle: “Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar ya al Maestro? Jesús se hizo el desentendido y dijo al oficial: “No temas, solamente ten fe”. Pero no dejó que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Cuando llegaron a la casa del oficial, Jesús vio un gran alboroto: unos lloraban y otros gritaban. Jesús entró y les dijo: “¿Por qué este alboroto y tanto llanto? La niña no está muerta, sino dormida”. Y se burlaban de él. Pero Jesús los hizo salir a todos, tomó consigo al padre, a la madre y a los que venían con él, y entró donde estaba la niña. Tomándola de la mano, dijo a la niña: “Talitá kumi”, que quiere decir: “Niña, yo te lo mando, ¡levántate!.” La jovencita se levantó al instante y empezó a caminar (tenía doce años). ¡Qué estupor más grande! Quedaron fuera de sí. Pero Jesús les pidió insistentemente que no lo contaran a nadie, y les dijo que dieran algo de comer a la niña. Mc 5,21-43.
Jesús se conmueve ante la muerte “absurda” de una niña de doce años, y la devuelve viva a sus padres. Pero ¿qué es la resurrección de una sola niña, frente a millones de niños, jóvenes y adultos que mueren o son eliminados cada día sin compasión alguna? Mas Jesús resucita a esa niña para hacernos com-prender que tiene poder para resucitar a los muertos, con su dominio absoluto sobre la muerte, y son multitud los que él resucita cada día a la vida eterna.
Con la resurrección de la hija de Jairo, así como la de Lázaro y del hijo de la viuda de Naín, y sobre todo con su propia resurrección, Jesús nos demuestra que la muerte no es el final de vida humana; que él tiene poder sobre la muerte; que Dios nos ha creado inmortales; que la muerte del cuerpo no es la muerte de la persona, sino que esta, al despojarse del vestido corruptible, el cuerpo, atraviesa el umbral de la muerte hacia la plenitud de la vida eterna.
San Pablo asegura que Jesús “transformará nuestro pobre cuerpo mortal y lo hará semejante a su cuerpo glorioso” (Flp 3, 21), “Lo que es corruptible debe revestirse de incorruptibilidad y lo que es mortal debe revestirse de inmortalidad” (1 Cor 15, 53). La muerte, por lo tanto, no es de por sí una desgracia, sino la puerta de la máxima gracia y máxima suerte: la resurrección y la vida eterna.
El mismo Apóstol nos legó su convicción de fe: “Para mí es con mucho lo mejor el morirme para estar con Cristo”; “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”; “Pongan su corazón en los bienes del cielo, donde está Cristo”.
No podemos, pues, pensar nunca en la muerte sin pensar a la vez, y sobre todo, en la resurrección; de lo contrario viviremos como esclavos del temor a la muerte, en lugar de vivir en la alegría del esfuerzo por conquistar la resurrección a través de la muerte, pasando por la vida haciendo el bien en unión con Cristo.
La fe verdadera no se rinde ante el poder de la muerte. ¿De qué nos valdría la fe si no nos llevara a la vida más allá de la muerte? Si no se cree en la resurrección, la fe resulta un engaño y la predicación un fracaso.
Creámosle a nuestro Salvador: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá". Y vivamos en coherencia con esa fe.
Sab 1, 13-15; 2, 23-24
Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la perdición de los vivientes. Él ha creado todas las cosas para que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas ningún veneno mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para que fuera incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza, pero por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que padecerla.
El misterio del sufrimiento y de la muerte sólo se nos desvelará en la eternidad. Pero, entretanto, Dios mismo nos confirma con su palabra infalible que él no es autor del sufrimiento ni de la muerte, sino el autor de la vida y de la felicidad. El misterio de la omnipotencia de su amor consiste en que él cambia la muerte en resurrección para la vida sin fin, y el sufrimiento en deleite eterno.
Por tanto, es irrazonable e injusto, si no blasfemo, atribuir a Dios el sufrimiento y la muerte. En contra de las muchas apariencias, la muerte no tiene dominio sobre la creación ni sobre el hombre, sino que el poder absoluto lo tiene Cristo, Rey del universo y de la historia, quien domina también sobre la muerte, destruyéndola al resucitar a todos los que pasan por la vida haciendo el bien.
Pero queda en pie la tremenda posibilidad de la “muerte segunda” para quienes se hacen colaboradores de las fuerzas del mal y de la muerte, pues se autoexcluyen de la felicidad y deleites eternos por haber pretendido construir su cielo terreno a costa de hacerles el infierno en la tierra a sus hermanos.
Hay que “entrar por la puerta estrecha que conduce a la gloria” y ayudar a otros entrar, porque “muchos toman el camino ancho que lleva a la perdición”.
2 Cor 8, 7. 9. 13-15
Hermanos: Ya que ustedes se distinguen en todo: en fe, en elocuencia, en ciencia, en toda clase de solicitud por los demás, y en el amor que nosotros les hemos comunicado, espero que también se distingan en generosidad. Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza. No se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad. En el caso presente, la abundancia de ustedes suple la necesidad de ellos, para que un día, la abundancia de ellos supla la necesidad de ustedes. Así habrá igualdad, de acuerdo con lo que dice la Escritura: "El que había recogido mucho, no tuvo de sobra, y el que había recogido poco, no sufrió escasez".
La sabiduría, la fe, el amor deben expresarse en la generosidad concreta con los necesitados. Si por la fe nos sabemos hermanos del pobre, por ser él hijo de Dios como nosotros, no le cerraremos el corazón ni la mano. Además, si somos conscientes de que todo lo hemos recibido de Dios, seremos generosos en compartir con el necesitado, como gratitud y motivo para que Dios nos conserve y aumente sus dones. Quien no da de lo recibido, no merece recibir.
La limosna tiene sentido teologal y salvífico: el donante alcanza al mismo Cristo con su limosna: “Todo lo que hagan a uno de estos, a mí me lo hacen”, y contribuye a la propia salvación: “La limosna cubre multitud de pecados”. Además suscita en el destinatario la alabanza a Dios, pues intuye que el donante le ayuda por creer en Dios y por considerarlo hermano en Dios Padre.
Estas motivaciones deben ser el móvil de toda acción solidaria, limosnas y colectas, a fin de promover la generosidad y evitar la mezquindad de la moneda más chiquita o dar sólo de lo superfluo, de lo que sobra. Quien se cree favorecido por Dios, será capaz de dar hasta que duela, a imitación del Pobre de Nazaret, que siendo rico se donó a sí mismo hasta la dolorosa pobreza de Belén y del Calvario.
P. Jesús Álvarez, ssp
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