Sunday, July 16, 2006

PREDICAR, CURAR Y EXPULSAR DEMONIOS

PREDICAR, CURAR Y EXPULSAR DEMONIOS

Domingo 15º tiempo ordinario - B /16 julio 2006

Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan en la alforja ni dinero en la faja; que llevasen sandalias y un manto solo. Y añadió: - Quédense en la casa donde les den alojamiento, hasta que se vayan de ese sitio. Y si en algún lugar no los reciben ni escuchan, al salir sacudan el polvo de sus pies para dar testimonio contra ellos. Salieron, pues a predicar la conversión; echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. (Mc 6, 7-13)

Jesús envía a los suyos a proclamar el evangelio del reino, y les pide vayan con lo indispensable, para que apoyen sólo en Él la eficacia de su misión salvadora y no sólo en los medios materiales, aunque deban usar todos los que contribuyan a la difusión de la buena noticia, incluidos los costosos medios masivos, imprescindibles hoy en la evangelización, como usaron la escritura en el Antiguo Testamento.

El mensaje del Evangelio es el centro de la vida y acción de los discípulos. Ellos no pueden ocupar su corazón y su tiempo con otras cosas. Pero los destinatarios, agradecidos, deben sostener con sus bienes a los mensajeros que les ofrecen el bien máximo: el evangelio de Cristo, su único Salvador. Es un don absolutamente impagable.

Jesús manda a sus discípulos no sólo a predicar, sino también a obrar como él: curar enfermos, echar demonios, denunciar injusticias de toda clase... Y así lo hacen.

¿En qué consiste hoy ese curar enfermos y echar demonios? A parte que también hoy existen sacerdotes y laicos que hacen curaciones y expulsan demonios, las deficiencias de la salud física se remedian con los adelantos de la medicina y a manos de los médicos, entre los cuales hay también verdaderos discípulos Cristo, declarados o anónimos. Ellos son los nuevos “samaritanos”.

Y los discípulos siguen hoy la lucha contra el maligno oponiéndose a todo lo que amenaza al hombre: egoísmo, injusticia, vicio, violencia, pobreza, hambre, corrupción, explotación, mentira, hipocresía... Donde llega la palabra y la acción del discípulo unido a Cristo, el mal queda al descubierto y retrocede.

Quienes se agarran al poder como autoservicio y no como servicio al pueblo, pretenden que la Iglesia se limite a cosas espirituales y de sacristía, que sólo rece y no se meta en otros asuntos sociales o políticos. O sea, que no se ponga a favor de la vida, la verdad, la justicia, la paz, la fraternidad universal, el progreso; que no se ponga al lado de los pobres y los explotados por los poderes o superpoderes, pues así los poderosos de turno podrían navegar impunemente en riquezas acumuladas a costa de la pobreza de los más, gozar a costa del sufrimiento ajeno, e incluso vivir a costa de la muerte de otros. Actitudes claramente diabólicas, que un día se volverán contra los mismos que las secundan.

Valiente la palabra, la denuncia y la acción de obispos, sacerdotes, religiosos, laicos y personas de bien en todas las confesiones, incluso arriesgando sus vidas, frente a tantas situaciones de hambre, enfermedad, engaño, explotación, injusticia, violencia, muerte, que son acciones “demoníacas” en nuestro mundo de hoy.

El seguimiento de Cristo no es privilegio del clero, sino competencia, derecho y vocación de todo bautizado. Teniendo en cuenta que la palabra más eficaz no es la que sale de los labios, sino la que brota de la vida, de la fe y de la unión con Cristo. Esa forma siempre actual y eficaz de predicar y echar demonios es privilegio de todos, para cada cual según su condición.

Por otra parte, todos corremos el peligro de cerrar los oídos, la mente y el corazón a la Palabra de Dios que nos transmiten sus enviados, mereciendo que nos sacudan en la cara el polvo de sus pies, con grave riesgo de nuestra propia salvación.

No nos busquemos fáciles pretextos para no escuchar esa Palabra y no ponerla en práctica, siendo uno de los más frecuentes alegar que el predicador no nos simpatiza, no es muy ejemplar, no tiene preparación, etc. Con todo, siempre podemos encontrar la Palabra de Dios genuina y directa en la Biblia, y de modo especial en los Evangelios.


Isaías 55, 10-11.

Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.

La Palabra de Dios no es como nuestras palabras, sino que hace realidad lo que anuncia: la salvación a quien la busca, la espera y la acoge. Es fuente de vida, y no simple sonido que comunica ideas, sentimientos, información, verdades, o mentiras.

La palabra predicador y del simple cristiano, para que tenga eficacia salvadora, debe inspirarse en la Palabra de Cristo, sintonizar con ella y reflejarla, en especial la palabra más elocuente y que todo el mundo entiende: la palabra de la propia vida y obras, que son como un evangelio abierto, el único que podrán leer muchos de su entorno, empezando por el propio hogar.

Cuando el cristiano lo es de verdad –persona unida a Cristo-, es imposible que su vida no “hable” ni actúe en su ambiente, aunque ni él ni los demás se den cuenta. Pues está de por medio la palabra infalible de Jesús y su misma persona: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. Ahí está el secreto de la eficacia de la palabra y de la vida del cristiano.

Romanos 8,18-23.

Hermanos: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.

San Pablo había estado en el “tercer cielo”, aunque no sabe si “dentro o fuera del cuerpo”, y recordando esa experiencia, exclamó: “Ni oído oyó, ni ojo vio, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. Por eso decía también: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.

Él habla con conocimiento de causa cuando afirma que los sufrimientos temporales son nada en comparación con la inmensa gloria y gozo que Dios un día nos concederá en su casa eterna. Gloria y gozo que compartirá también con nosotros toda la creación una vez liberada de la esclavitud del egoísmo y del afán de dominio por parte de unos pocos hombres pervertidos, que la acaparan para su servicio a costa del sufrimiento de muchos.

Esos dolores de parto, inútiles por sí solos, Dios los transforma en fecundos dolores que darán vida, y por la resurrección darán a luz un mundo nuevo presidido por Cristo, Rey del Universo; un mundo donde reine la vida y la verdad, la justicia y la paz, el amor y la libertad.

En esa perspectiva tenemos que valorar y aprovechar nuestros sufrimientos, los de todos los hombres y los de la creación entera, asociándolos a los de Cristo crucificado, con él en camino hacia la resurrección y la gloria. Esa es nuestra esperanza segura, anclada en Jesús crucificado y resucitado, el único que puede y quiere liberarnos del sufrimiento y de la muerte para glorificarnos con él en su reino eterno.

Cristo ha tomado muy en serio nuestra salvación. Él hizo y hace lo indecible por salvarnos. Tenemos que pedir con insistencia lo mismo que él desea para nosotros y hacer lo imposible para conseguirlo. Entonces el éxito estará asegurado.

Dice San Agustín: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Dios ha dejado a nuestra elección libre y condiciona a nuestro esfuerzo el éxito eterno que nos ofrece. Dios nos ofrece el éxito, pero nosotros podemos acogerlo y secundarlo, o bien ignorarlo y despreciarlo. Verifiquemos cuál es nuestra actitud frente la oferta gratuita de salvación por parte de Dios. Deseemos y preparemos en serio “la hora de ser hijos de Dios, la resurrección de nuestro cuerpo”, “que él transformará en cuerpo glorioso como el suyo”.

P. Jesús Álvarez, ssp

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