FELIZ LA GENTE SENCILLA
Domingo 14º durante el año-A / 6 –7- 2008
En aquella ocasión exclamó Jesús: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer. Vengan a mí todos los que andan cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana. (Mt 11, 25-30).
Jesús da gracias al Padre porque la gente sencilla comprende y acoge con fe su mensaje de amor, perdón y salvación, sin objeciones; mientras que los sabios y entendidos en las Escrituras, creyéndose los únicos dueños de la verdad y de toda la verdad, no pueden aceptar la novedad de la enseñanza de Jesús, el Hijo de Dios.
En su autosuficiencia y orgullo no soportan que nadie pueda enseñarles algo. Por eso, al rechazar a Jesús, el único que conoce al Padre, y el único que puede darlo a conocer, siguen con su mente ciega y su corazón endurecido.
A Dios no se le puede conocer por la sola ciencia o la teología. A Dios se lo conoce principalmente por la experiencia y el amor filial, por el trato de amistad de persona a persona con Él mediante la oración y la contemplación. Es un conocimiento vivencial y gozoso. Igual que pasa con las personas: sólo podemos conocerlas de verdad si las amamos y tratamos.
En lenguaje bíblico conocer y amar tienen casi el mismo significado. La inteligencia puede ayudar al conocimiento de Dios y del hombre, si va de la mano del amor, de la sencillez, la humildad, y la ayuda del Espíritu Santo; pero aleja de Dios y del prójimo cuando pretende tener la exclusiva del todo el saber sobre Dios y sobre el hombre.
Jesús no excluye a los sabios; son ellos los que pueden excluirse a sí mismos cerrándose en su limitado saber como si fuera absoluto y único. La fe es una sabiduría superior; es un don de Dios, hecho de amor y creencia a la vez. La fe no se gana ni se merece, sino que se pide, se acoge, se vive y se agradece.
Jesús se alegra de que los sencillos, los pobres, los oprimidos y explotados acojan su mensaje de esperanza, alegría y sentido total de sus vidas y de sus sufrimientos; el mensaje de que Dios los ama a pesar de todo, y por eso ha enviado a su Hijo para redimirlos y ofrecerles el perdón, la resurrección y la vida eterna. En su pobreza y sencillez hay espacio para Dios y para el prójimo, del que tienen el único conocimiento verdadero y profundo: lo conocen como hijo de Dios, el título y la realidad más alta del hombre.
El Maestro les dice que acudan a él en el cansancio y en todo sufrimiento, porque Él los aliviará, dando sentido de esperanza y de vida a su difícil situación. El carga la cruz con sus seguidores, como manso y amoroso compañero de camino, de alegrías y penas.
Jesús pide más que los escribas y fariseos o las autoridades religiosas, que cansan al pueblo con sus doctrinas y leyes enrevesadas que ni ellos cumplen. Jesús da fortaleza, consuelo, seguridad, paz y alegría para que podamos hacer lo que nos pide. Y eso constituye un gran alivio y esperanza en la vida llena de dificultades. Jesús reduce los mandamientos a sólo dos, que incluyen todos los demás: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como El lo ama. En esos amores consiste nuestra felicidad en el tiempo y en la eternidad.
¿Pertenecemos al grupo de los sencillos y humildes que acogen a Jesús y su mensaje en la vida diaria, aunque tengamos ciencia y sepamos teología? Pidamos a Jesús que nos dé a conocer al Padre por la fe y el amor. Y que en Él encontremos nuestra esperanza, el alivio y la alegría entre las dificultades y sufrimientos de la vida.
Zacarías 9, 9-10
Así dice el Señor: Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica. Destruirá los carros dé Efraín, los caballos de Jerusalén, romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones. Dominará de mar a mar, desde el Éufrates hasta los confines de la tierra.
La hija de Sión o de Jerusalén es el pueblo de Israel, al que Zacarías invita a la alegría ante el gozoso y victorioso acontecimiento de salvación protagonizado por el Mesías rey.
Se trata de una victoria lograda, no con tanques, aviones y armas de destrucción masiva, que llevan a la gran derrota de la humanidad, sino con la mansedumbre, la sencillez, el amor, incluso a costa de grandes sufrimientos causados por los poderosos prepotentes.
Con esas armas Jesús resucitado, en unión con sus seguidores, llevarán a cabo un desarme total e implantarán en el mundo el reino global de la paz y la fraternidad universal, presidida por él como rey pastor.
Su poder es insuperable, pero no lo usa para la violencia, la guerra y la destrucción, sino para la vida y la paz. La paz no será nunca fruto del aparato bélico, de la guerra caliente, de la guerra fría, la preventiva, a cual peor.
El establecimiento del reino de paz y fraternidad, será el gran triunfo de Jesús de Nazaret y de sus verdaderos seguidores. Y si queremos gozar de ese triunfo universal, tenemos que ponernos de su parte y con sus mismas armas invencibles: mansedumbre, humildad, sencillez, amor.
¿Las estamos usando ya en el hogar, en el trabajo, en las relaciones? Recordemos que quien quiere hacerse temer, es que teme no saber hacerse amar. Y a quien no ama de verdad, le esperan días muy tristes a consecuencia del egoísmo y la prepotencia. Pero a quien ama de corazón y con las obras, vivirá feliz en el tiempo y en la eternidad.
Romanos 8,9.11-13.
Hermanos: Ustedes no están en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús, vivificará también sus cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en ustedes. Por tanto, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si viven según la carne, van a la muerte; pero si con el Espíritu dan muerte a las obras del cuerpo, vivirán.
En cada uno de nosotros se da una oposición natural entre la carne y el espíritu. Y no es que la carne sea de por sí mala, sino que se vuelve mala cuando sofoca al espíritu; o sea, cuando le dejamos imponer su ley instintiva y egoísta sobre la ley de la libertad del espíritu.
El hombre carnal pone su esperanza de vida en el placer, en el poder y en el tener, mientras que el hombre espiritual pone su esperanza en Dios, fuente del verdadero gozo, de todo poder y de toda riqueza en este mundo y en el reino eterno.
Vivir según la carne es fiarse sólo de los propios recursos, que son también dones de Dios. El nombre carnal es injusto e irracional, y no agradece a Dios todo lo que es, tiene, goza, ama y espera. No acepta a Dios ni sus máximos dones: su gracia y su amistad.
La carne tiende a la muerte, pues ignora la oferta de vida y salvación eterna que Dios ofrece a la persona humana. Y no le queda otra alternativa que la muerte.
Mientras que la persona que vive según el espíritu, en conexión amorosa con el Dios de la vida, del amor, la paz y la alegría, camina segura hacia la vida eterna, logrando así también la resurrección para su cuerpo, gracias al Espíritu de Cristo que vive en el hombre espiritual.
Si vivimos según el Espíritu de Cristo, seremos de Cristo, y su Espíritu nos resucitará. Pero si no tenemos su Espíritu, no somos de los suyos. Fuera de él no hay salvación posible. Elijamos conscientemente, con decisión firme, en gozosa esperanza.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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