TRIGO y CIZAÑA
Domingo 16º del tiempo ordinario-A / 20-7-8
Jesús les propuso otra parábola: Aquí tienen una figura del Reino de los Cielos. Un hombre sembró buena semilla en su campo, pero mientras la gente estaba durmiendo, vino su enemigo, sembró malas hierbas en medio del trigo, y se fue. Cuando el trigo creció y empezó a echar espigas, apareció también la maleza. Entonces los trabajadores fueron a decirle al patrón: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, viene esa maleza?» Respondió el patrón: «Eso es obra de un enemigo.» Los obreros le preguntaron: «¿Quieres que arranquemos la maleza?» «No -dijo el patrón-, pues al quitar la maleza, podrían arrancar también el trigo. Déjenlos crecer juntos hasta la hora de la cosecha. Entonces diré a los segadores: Corten primero las malas hierbas, hagan fardos y arrójenlos al fuego. Después cosechen el trigo y guárdenlo en mis bodegas.» Jesús les dijo: El que siembra la semilla buena es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo. La buena semilla es la gente del Reino. La maleza es la gente del Maligno. El enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Vean cómo se recoge la maleza y se quema: así sucederá al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles; estos recogerán de su Reino todos los escándalos y también los que obraban el mal, y los arrojarán en el horno ardiente. Allí no habrá más que llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. Quien tenga oídos que entienda. Mateo 13, 24-30.
La parábola de hoy intenta enseñarnos que el reino de Dios sigue caminos diferentes a los caminos de los hombres. Dios no elimina sin más a los enemigos, como suelen hacer los humanos. Deja que vivan juntos hasta la siega. Y entonces hará la selección y se quedará con el trigo de la gran cosecha, de la siega victoriosa.
La humanidad vino a la vida como semilla buena. Todo lo que ha salido y sale de las manos de Dios es semilla buena o finalizada al bien. Sin embargo, si echamos una mirada a la situación del mundo hoy, y de siempre, ¡cuánta cizaña sembrada por el enemigo! El mundo corre riesgo incluso de se aniquilado por una guerra que no dejaría ni vencedores ni vencidos.
Las desigualdades atenazan en el hambre más espantosa, hasta causar la muerte, a millones de hijos de Dios, cuando el costo en armas para matar y de lujos sin sentido, bastaría para alimentar y dar una vida digna a todos los habitantes de la tierra.
Cada año millones de tiernas criaturas humanas inocentes, son fríamente eliminadas antes de ver la luz, sencillamente porque resultan incómodas, sin que nadie o casi nadie salga en su defensa. Y otras tantas son exterminadas por la violencia, la guerra, el hambre…
En el campo de la fe, el porcentaje de verdaderos seguidores de Cristo es más bien bajo. La Iglesia, en parte perseguida y fecunda, pero en parte también aburguesada y estéril, de hecho no atiende a un 90 por ciento de sus hijos bautizados, quienes se quedan a merced de mercenarios que los engañan con “doctrinas llamativas y extrañas”.
Sin embargo Jesús nos asegura que, mezclado con la cizaña, crece abundante también el trigo: el reino de los cielos crece con sus valores: vida, verdad, justicia, paz, solidaridad, libertad, alegría de vivir, amor, esperanza, santidad, salvación…, y avanza seguro hacia la fraternidad universal bajo un único Pastor, Cristo resucitado presente, y hacia una sola Familia, la Trinidad. Pues “donde abundó el pecado, sobreabunda la gracia”.
No es fácil distinguir entre la cizaña y el trigo. Mas Jesús nos dice: “Por sus frutos los conocerán”, y por nuestros frutos nos conoceremos. Nadie debe dar por supuesto sin más que ya es buena semilla. Hay que esforzarse con temor y temblor por la propia salvación, por estar unidos a Cristo Resucitado y así ser buena semilla que produzca buenos y abundantes frutos. Él, junto con los suyos, tiene asegurada la victoria sobre los sembradores de cizaña y sobre la misma cizaña. No nos apartemos de él, pues sin él nada podemos hacer.
Pero tampoco podemos condenar a nadie porque nos parezca que es mala semilla, o lo es en realidad, pues para Dios no hay nada imposible: él puede cambiar en buena la mala hierba. Y a nosotros nos toca dar ejemplo, orar y ofrecer para que se dé ese milagro.
Sabiduría 12, 13. 16-19
Fuera de ti, Señor, no hay otro dios que cuide de todos, a quien tengas que probar que tus juicios no son injustos. Porque tu fuerza es el principio de tu justicia, y tu dominio sobre todas las cosas te hace indulgente con todos. Tú muestras tu fuerza cuando alguien no cree en la plenitud de tu poder, y confundes la temeridad de aquellos que la conocen. Pero, como eres dueño absoluto de tu fuerza, juzgas con serenidad y nos gobiernas con gran indulgencia, porque con sólo quererlo puedes ejercer tu poder. Al obrar así, tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres, y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento.
Los poderosos de este mundo usan el poder de sus riquezas y de su lengua para servirse a sí mismos a costa de los más débiles, a pesar de que ese poder lo recibieron para servir a los mismos que explotan con egoísmo y a menudo con salvaje crueldad.
A este poder temporal perversamente manejado, se opone el poder supremo, absoluto y eterno de Dios, que se funda en el amor, la justicia, la misericordia, la tolerancia...
Dios nunca abusa de su poder en contra de sus criaturas, pues “vio que eran buenas”, salidas de su corazón y de sus manos divinas. Pero sí lo usa para salir a favor de las víctimas del abuso por el poder humano y la ambición; víctimas por cuya debilidad no pueden enfrentarse con los poderosos, que incluso pretenden enfrentarse en vano con el mismo Dios.
Son muchas las víctimas humanas que se han sacrificado en nombre de la patria, del bien común, e incluso de la religión, ¡en nombre del mismo Dios! Pero falsamente.
Dios “ama a todos los seres y no aborrece nada de lo que ha hecho”, por eso la omnipotencia de Dios se manifiesta principalmente en el perdón de los pecados, para que el mismo pecador reconozca en libertad, humildad y gozo el poder infinito del amor de Dios.
Los grandes y pequeños poderes luchan ridículamente por destronar y desterrar a Dios, y en su lugar ponen ídolos a los cuales esclavizan y sacrifican de mil maneras seres humanos. Pero al fin terminan también ellos esclavizados y sacrificados por sus ídolos.
Mientras que quien se acoge al poder amoroso y misericordioso de Dios, será liberado y salvado definitivamente de las garras de los opresores, que recibirán su paga fatal.
Romanos 8, 26-27
Hermanos: El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos está de acuerdo con la voluntad divina.
Tal vez en las prácticas piadosas y litúrgicas sea donde más y con mayor frecuencia se ofende a Dios es. Y no sólo porque “no sabemos orar como es debido”, sino porque a la oración y celebraciones litúrgicas podemos llevar ídolos que nos impiden el encuentro con Quien desea encontrarse con nosotros y que nos ama más que nadie.
Pensemos en una persona que se dice amiga y que viene a visitarnos, pero nos suelta de memoria un rollo de palabras, mientras mira a todas partes, enreda con objetos que tiene a mano, y no nos presta atención. ¿No es una dura ofensa? ¿No era mejor que no hubiera venido? ¿No nos comportamos lo mismo con Dios en la oración y en la vida?
Para orar bien, tenemos que amar a Aquél a quien oramos. Y el amor a Dios brota en el reconocimiento de sus beneficios inmensos y continuos, y se expresa en una gratitud viva, profunda, permanente, eterna. Sólo el amor agradecido nos hace atentos a Quien amamos.
Si vamos a la oración y a las celebraciones para encontrarnos con Dios en Cristo, y dejarnos encontrar por él, entonces el mismo Espíritu Santo ora con nosotros y en nosotros. Entonces buscaremos con gozo tiempo para la oración y la Eucaristía, porque siempre hay tiempo para quien se ama.
Al empezar cualquier forma de oración, debemos suplicar perdón, pedir al Espíritu Santo que ore en nosotros, pues sin su ayuda no podemos orar bien; y pedirle a la Virgen María que presente a Dios nuestra oración como si fuera suya.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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