CIEGOS VIDENTES Y VIDENTES CIEGOS
Domingo 30º tiempo ordinario-B / 25-10-2009.
Llegaron a Jericó. Al salir Jesús de allí con sus discípulos y con bastante más gente, un limosnero ciego se encontraba a la orilla del camino. Se llamaba Bartimeo (hijo de Timeo). Al enterarse de que era Jesús de Nazaret el que pasaba, empezó a gritar: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Varias personas trataban de hacerlo callar. Pero él gritaba con más fuerza: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y dijo: Llámenlo. Llamaron, pues, al ciego diciéndole: Vamos, levántate, que te está llamando. Y él, arrojando su manto, se puso en pie de un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego respondió: Maestro, que vea. Entonces Jesús le dijo: Puedes irte; tu fe te ha salvado. Y al instante pudo ver y siguió a Jesús por el camino. Marcos 10, 46-52.
La ceguera en tiempos de Jesús - y también hoy en muchos casos - condena a los pacientes a una vida dura, pobre y marginada. Y en los países pobres no tienen otra salida que mendigar o morir de hambre en la angustia de sus tinieblas.
Sin embargo también se dan muchos casos de ciegos que saben aprovechar su limitación física como ocasión para aumentar su visión mental y espiritual, y ganarse la vida con su trabajo. Me decía amigo que en un accidente perdió la vista y al encanto de sus ojos, su esposa: "Desde que estoy ciego, veo mejor".
Como hay una ceguera física, también hay ceguera mental por falta de formación, cultura, información, comunicación. Hay una ceguera espiritual que es desconocimiento del sentido y del destino eterno de la vida: incapacidad para ver más allá de lo material e inmediato. Es la peor ceguera y miseria.
La multitud que seguía a Jesús iba buscando luz y sentido eterno para su vida. Sin embargo, entre los que entonces se juntaban con él y entre los que hoy aparentan seguir a Jesús, hay quiénes cifran su vida y esperanza en lo destinado a perecer.
El Hijo de Dios y su plan salvación no entran en sus raquíticos planes egoístas. Asisten celebraciones religiosas, y luego ignoran a Cristo vivo presente en la Eucaristía, en la Biblia, en la creación, en los que sufren y en la propia vida . Se cierran al amor de Dios y al amor al prójimo, y por tanto a la salvación.
A casi nadie de los que acompañaban a Jesús le interesaba el sufrimiento del pobre ciego. Sólo Jesús sintió compasión e interés por él. ¿No sucede hoy lo mismo con tantos que se profesan cristianos, católicos y viven indiferentes, cierran los ojos y el corazón ante el sufrimiento de multitud de hermanos? Incluso de hermanos con los conviven cada día. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
“¡Señor, que yo vea!”, tiene que ser también hoy el grito sincero de cada uno de nosotros. Supliquemos que se nos abran los ojos de la cara para contemplar y agradecer las maravillas de la creación, que es transparencia y presencia de Dios.
Que se nos abran los ojos del corazón para descubrir las manifestaciones del amor de Dios para con nosotros y el grito de Cristo suplicándonos un gesto de amor para los que sufren de mil maneras.
Que se nos abran los ojos de la mente, para conocer la verdad que nos hace libres e hijos de Dios. Que se nos abran los ojos de la fe, para ver y vivir el sentido profundo de la vida y alcanzar el feliz destino eterno de nuestra existencia, ayudando a otros a conquistar ese destino maravilloso.
Sólo quien se reconoce ciego y pobre, puede desear, pedir y recibir la curación de su ceguera. Creer en Jesús no es cuestión sólo de palabras, doctrinas, ideas y rezos, ritos, sino de hechos, de adhesión amorosa a Él allí donde se manifiesta: Eucaristía, Biblia, prójimo, naturaleza...
“¡Señor Jesús, que yo vea!” Dame la fe que te permita curarme.
Jeremías 31, 7-9
Así dice Yavé: “¡Vitoreen con alegría a Jacob, aclamen a la primera de las naciones! Háganse escuchar, celébrenlo y publíquenlo: ‘¡Yavé ha salvado a su pueblo, al resto de Israel!’ Miren cómo los traigo del país del norte, y cómo los junto de los extremos del mundo. Están todos, ciegos y cojos, mujeres encinta y con hijos, y forman una multitud que vuelve para acá. Partieron en medio de lágrimas, pero los hago regresar contentos; los voy a llevar a los arroyos por un camino plano para que nadie se caiga. Pues he llegado a ser un padre para Israel, y Efraím es mi primogénito.
La historia del pueblo de Israel refleja nuestra historia individual, familiar, eclesial, nacional, mundial: infidelidad a Dios, pecado, goce desordenado a costa del sufrimiento ajeno, y al final de cuentas, también del propio sufrimiento... Poro no sólo sufrimos a causa de los pecados propios, sino –en especial los inocentes-, a causa de los ajenos.
Y Dios calla frente a los que hacen sufrir y ante los que sufren. Se demora en intervenir. Pero no se olvida. Él no puede fallar, sino que permanece fiel a su promesa: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”. Con tal de que le manifestemos este deseo con súplicas confiadas, conversión real, recurso a los medios de salvación: buenas obras, sacramentos, sufrimiento ofrecido, confianza en el omnipotente amor paternal-maternal de Dios.
La seguridad de la salvación consiste en que Dios es nuestro Padre y nos ama como hijos. Lo decisivo es que le creamos, lo aceptemos y amemos como Padre. Él sabe de nuestros llantos, sufrimientos y angustias. Puede demorarse, pero no olvida. Llega siempre a tiempo y en el momento justo.
Hebreos 5,1-6
Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres, y le piden representarlos ante Dios y presentar sus ofrendas y víctimas por el pecado. Es capaz de comprender a los ignorantes y a los extraviados, pues también lleva el peso de su propia debilidad; por esta razón debe ofrecer sacrificios por sus propios pecados al igual que por los del pueblo. Pero nadie se apropia esta dignidad, sino que debe ser llamado por Dios, como lo fue Aarón. Y tampoco Cristo se atribuyó la dignidad de sumo sacerdote, sino que se la otorgó aquel que dice:”Tú eres mi Hijo, te he dado vida hoy mismo”. Y en otro lugar se dijo: “Tú eres sacerdote para siempre a semejanza de Melquisedec”.
El sacerdocio del Antiguo Testamento consistía en representar al pueblo ante Dios y ofrecer sacrificios de expiación por los pecados de ese pueblo y por los propios.
Pero Cristo añadió al sacerdocio una nueva función: ofrecerse a sí mismo por los pecados del pueblo. O sea: realizar a favor del pueblo la obra máxima de amor señalada y vivida por Jesús: Nadie tiene un amor tan grande como el de quien da la vida por los que ama.
Sólo ese amor da eficacia salvífica al sacerdocio ministerial y al sacerdocio bautismal. No basta con sólo ofrecer sacrificios, aunque sea el máximo: la Eucaristía, sino que es necesario ofrecerse en unión con Cristo eucarístico, como ofrenda agradable al Padre a favor de la humanidad y por el prójimo de cada día.
Todo bautizado recibido la dignidad del sacerdocio bautismal, por el que comparte el sumo sacerdocio de Cristo y el sacerdocio ministerial, realizando, a su nivel, las tres funciones del sacerdocio: representar a otros ante Dios mediante la oración, ofrecer sacrificios (sufrimientos, trabajos, penas) y ofrecerse a sí mismo en reparación por los pecados propios y ajenos, en especial en cada Eucaristía.
María es modelo de todo sacerdocio. Después del Sacerdocio Supremo del Salvador, ella ejerce el máximo sacerdocio: acoger a Cristo y darlo al mundo. Su sacerdocio supera en eficacia salvadora al de todos los sacerdotes, obispos y papas juntos. Modelo sacerdotal para la mujer de todos los tiempos.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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