EL PRECIO DE LA FELIZ VIDA ETERNA
Domingo 29º Tiempo Ordinario-B / 18-10-2009.
Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: Maestro, concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando estés en tu reino. Jesús les dijo: Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber la copa que yo estoy bebiendo o ser bautizados como yo soy bautizado? Ellos contestaron: - Sí, podemos. Jesús les dijo: Pues bien, la copa que yo bebo, la beberán también ustedes, y serán bautizados con el mismo bautismo que yo estoy recibiendo; pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde a mí concederlo; eso ha sido preparado para otros. Los otros diez se enojaron con Santiago y Juan. Jesús los llamó y les dijo: - Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones actúan como dictadores, y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Por el contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos, y el que quiera ser el primero, se hará esclavo de todos. Sepan que el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por todos. Marcos 10,32-45
Los discípulos se peleaban por los primeros puestos del ansiado reino temporal de Jesús, mientras él afrontaba la angustia de la muerte inminente. No podían creer que la victoria total del Maestro mediante la resurrección sería el resultado de su fracaso aparente en la cruz.
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Y también hoy, mientras Cristo sufre y muere en millones de seres humanos, mucha gente y buena parte de cristianos viven indiferentes, e incluso son cómplices del sufrimiento y muerte de sus hermanos, hijos del mismo Padre Dios, y se enredan en una lucha mezquina por el poder, el dinero y los privilegios.
Jesús pregunta a los ambiciosos discípulos si están dispuestos a pagar el precio de lo que piden: "beber el cáliz”, compartir su pasión y muerte. Ellos responden que sí, sin saber lo que dicen.
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Pero al fin beberán el cáliz del martirio, a imitación de Cristo, que les dará infinitamente más de lo que pedían: les dará la resurrección, la vida eterna e impensables puestos de gloria en su reino eterno.
También Iglesia hay quiénes ambicionan mezquinamente puestos, poder, y privilegios, siendo así que la autoridad en la Iglesia no puede ser sino servicio de amor salvífico, ejercido a imitación y en nombre de Cristo muerto y resucitado.
El máximo honor es para quien más ama, no para quien más poder y títulos tiene. La autoridad se hace cruz de servicio en el amor, hasta imitar a Jesús en el máximo servicio y amor: dar la vida por los que ama, para así resucitar él y resucitarlos a ellos.
Dar la vida no significa sólo morir, sino también proyectar la vida entera como donación por el bien y la salvación de los hombres, para recuperarla al fin en total plenitud mediante la resurrección. “Quien entregue la vida por mí, la salvará”.
Jesús, pagando el precio de su muerte por nuestra vida, adquirió para sí y para la humanidad la victoria total y definitiva sobre su muerte y sobre nuestra muerte con la resurrección.
Los pastores no han sido elegidos “para ser servidos, sino para servir y dar la vida por sus hermanos”, como Cristo. Y a servicio total, premio total.
Jesús nos pide vivir en el amor sin dominio posesivo sobre los demás. Y si nos da alguna autoridad, usémosla como él: con amor servicial, sin evadir responsabilidades y exigiendo el cumplimiento de responsabilidades a quienes nos han sido encomendados.
Isaías 53,10-11
Quiso Yavé destrozarlo con padecimientos, y él ofreció su vida como sacrificio por el pecado. Por esto verá a sus descendientes y tendrá larga vida, y el proyecto de Dios prosperará en sus manos. Después de las amarguras que haya padecido su alma, gozará del pleno conocimiento. El Justo, mi servidor, hará una multitud de justos, después de cargar con sus deudas.
La expresión del profeta: “Quiso Yavé destrozarlo con padecimientos”, hoy la entendemos así: “El Padre asistió a Jesús cuando era destrozado con padecimientos”, pues Dios no es un padre sádico que se ensaña contra el que más ama: su propio Hijo predilecto. El Dios-Amor no puede querer el mal de sus hijos; sino que entra en el sufrimiento de sus hijos para convertirlo en felicidad eterna.
El Padre no planeó ni aprobó el sufrimiento infligido a Jesús, sino que premió su fidelidad en el amor a él y a los hombres, a pesar del sufrimiento: dio su vida por librarnos del pecado, de la muerte y del infierno, y ganarnos la resurrección y la vida eterna.
Los sufrimientos de Cristo fueron como dolores de parto, pues con ellos engendró a sus hermanos para la vida sin fin en la Familia eterna de la Trinidad, según su plan de salvación a favor de los hombres, nosotros.
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Nosotros estamos llamados a vivir lo mismo: compartir con Cristo nuestros sufrimientos, incluida la muerte, para engendrar, en unión con és, a muchos hermanos, participando de la paternidad-maternidad universal del Padre en favor de los pecadores, empezando siempre por los más cercanos.
Acojamos con gozo esta vocación de compartir la obra redentora de Cristo, asociando nuestros sufrimientos inevitables, y los ajenos, a los de Jesús, presentándonos “como ofrenda agradable al Padre”, especialmente en la celebración de la Eucaristía, donde Cristo comparte con nosotros su redención.
Hebreos 4,14-16
El Sumo Sacerdote israelita entraba en el Tabernáculo, para expiar ante Dios los propios pecados y los del pueblo. Jesús, el nuevo Sumo Sacerdote, se presenta ante el Padre cargando sobre sí mismo nuestros pecados y sufrimientos.
Si Cristo ha hecho tanto por nosotros, es justo que nos acerquemos a él con plena confianza suplicando perdón, conversión, resurrección y vida eterna, puesto que para eso se encarnó, trabajó, predicó, sufrió, murió y resucitó. ¿Qué más podría hacer por nosotros, sus hermanos?
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Necesitaremos toda la eternidad para agradecer tan inmensos favores, sin dejar de agradecerlos también ya en esta vida, compartiendo el Sacerdocio de Jesús mediante el sacerdocio bautismal: Él confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo (Prefacio de Jesús Sumo Sacerdote).
Ejercer el sacerdocio bautismal es imitar a Cristo: “Él entregó la vida por nosotros; y también nosotros debemos dar ahora la vida por nuestros hermanos” (1 Juan 3,16). Puesto que de todos modos debemos darla, démosla sacerdotalmente junto con Cristo, para recuperarla resucitada por él.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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