POR EL AMOR A LA FELICIDAD
Domingo 27° durante el año – B – 4-10-2009.
Llegaron donde Jesús unos fariseos que querían ponerlo a prueba y le preguntaron: "¿Puede un marido despedir a su esposa?" Les respondió: "¿Qué les ha ordenado Moisés?" Contestaron: "Moisés ha permitido firmar un acta de separación y después divorciarse". Jesús les dijo: "Moisés, al escribir esta ley, tomó en cuenta lo tercos que eran ustedes. Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer; por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino uno solo. Pues bien, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe". Cuando ya estaban en casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo, y él les dijo: "El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa; y si la esposa abandona a su marido para casarse con otro hombre, también ésta comete adulterio". Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. Más Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: "Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él." Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos. (Marcos 10,2-16.)
El matrimonio tiene sentido y destino de éxito, de felicidad temporal y eterna, porque el amor, que es su vida y su poder, más fuerte que la muerte, tiende a crecer indefinidamente, hasta hacerse eterno.
Los esposos que se aman de verdad, desean que la felicidad buscada en el matrimonio se haga eterna. Pero eso tiene un costo: vivir las leyes del amor dadas por el Creador del matrimonio, y evitar cuanto pueda destruirlo, y esto sucede cuando el egoísmo suplanta al amor.
Al amor verdadero van siempre unidas la libertad y la felicidad, incluso en medio del sufrimiento, y a veces gracias al sufrimiento, por paradójico que parezca.
La indisolubilidad del matrimonio propuesta por Jesús no es cuestión de leyes, sino de vida y de amor; es la posibilidad, la oportunidad y responsabilidad para el amor total, para la felicidad en el tiempo y en la eternidad: felicidad de la mente, del corazón, del espíritu y del cuerpo, ya en esta vida, en cuanto sea posible.
Pero esto no es gratuito, y muchos optan por no pagar su precio, cediendo al engaño fatal de tomar por amor y felicidad lo que es sólo placer del cuerpo, mientras que la felicidad es conquista de la mente, del corazón y de la voluntad: brota de las profundidades del ser, de los valores esenciales de la persona total y de la vida.
La indisolubilidad del matrimonio es un programa de vida plena y feliz, a pesar de sufrimientos. Jesús ratifica el plan inicial de Dios, sin conceder rebajas al egoísmo. Sabe muy bien que cualquier otro camino lleva al fracaso, al sufrimiento estéril.
Los fracasos matrimoniales son tantos porque son muy pocos los que buscan y viven el amor verdadero: el amor-felicidad-libertad, sumergido en el amor de Dios, su fuente. El amor cortado de esa fuente, se seca y siembra desolación.
El matrimonio indisoluble es una buena noticia, un sí a la familia, a la vida, a la dignidad de la mujer y del hombre, al amor pleno, al derecho del niño a nacer, a tener y amar a un padre y a una madre que se amen y lo amen. Es un sí a la felicidad temporal de la familia, que encontrará su plenitud eterna en la Familia Trinitaria.
Los padres tienen también la misión de engendrarse mutuamente y engendrar a sus hijos para la vida eterna, lo cual constituye el éxito final y total del matrimonio. ¿De qué les sirve a los esposos ganar todo el mundo y engendrar hijos e hijas, si al final los pierden y se pierden a sí mismos para siempre?
La sexualidad, para que sea realmente humana, feliz y salvadora, debe ser comunión de amor entre dos, en cuerpo y espíritu, pero a la vez comunión de amor con Dios, creador de la sexualidad, del amor y de la familia.
Una pareja o familia sin amor mutuo arraigado en su Fuente, es un lugar de fiesta convertido en infierno. La solución no está destruir la planta con el divorcio, sino en volver decididos a regarla con amor, fe, oración, esperanza, decisión, perseverancia y optimismo, pues para Dios y para quien cree en él y a él se acoge, nada hay imposible.
Génesis 2, 18-24.
Dijo Yavé Dios: "No es bueno que el hombre esté solo. Le daré, pues, un ser semejante a él para que lo ayude". Entonces Yavé hizo caer en un profundo sueño al hombre y este se durmió. Le sacó una de sus costillas y rellenó el hueco con carne. De la costilla que Yavé había sacado al hombre, formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces el hombre exclamó: "Ésta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada varona porque del varón ha sido tomada". Por eso el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y pasan a ser una sola carne.
Según el Génesis, Dios creó al hombre y lo puso en un jardín de delicias, e incluso el mismo Dios por las tardes paseaba conversando con él. Pero en ausencia de Dios se sentía sólo y nada de lo creado lo llenaba.
Dios se dio cuenta del sufrimiento del hombre al sentirse solo. Y por eso le dio a la mujer, sacándola del cuerpo del hombre. Es el primer signo de predilección de Dios hacia la mujer: en vez de formarla de la tierra como al hombre, la formó de la materia más noble existente, del cuerpo del hombre.
Allí empezó el matrimonio como Dios lo quería: dos en una sola carne, hechos el uno para el otro en ayuda mutua, sirviéndose mutuamente en la gozosa libertad del amor, no en la esclavitud del instinto, que sin amor verdadero degrada al hombre y a la mujer por debajo de los animales, hundiéndolos en la infelicidad.
El matrimonio es una gran bendición de Dios para la humanidad, pues Dios mismo comparte su poder creador y amoroso con los esposos.
Hebreos 2, 9-11.
Al que Dios había hecho por un momento inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor como premio de su muerte dolorosa. Fue una gracia de Dios que experimentara la muerte por todos. Dios, del que viene todo y que actúa en todo, quería introducir en la gloria a un gran número de hijos, y le pareció bien hacer perfecto, por medio del sufrimiento, al que se hacía cargo de la salvación de todos; de este modo, el que comunicaba la santidad, se identificaría con aquellos a los que santificaba. Por eso él no se avergüenza de llamarnos hermanos.
El hombre, hecho poco inferior a los ángeles, se degradó por debajo de su propia condición al pretender ser más que los ángeles e igual a Dios. Quiso apropiarse la condición de Dios prescindiendo de Dios y contra Dios. Y esa pretensión sigue hoy entre los hombres, siendo la causa de todos los males y desgracias de la humanidad.
Compadecido de tanto sufrimiento, Dios retoma la comunicación directa con el hombre en la persona de Cristo que, entregándose al sufrimiento por amor al hombre, brinda de nuevo a la humanidad el verdadero amor, la libertad, la comunicación y la unión, perdidos por el abuso del placer, del poseer y del poder, con los cuales los humanos destruyen la naturaleza, se destruyen mutuamente y se autodestruyen.
Jesús, Dios hecho hombre, se somete a la humillación del sufrimiento para devolver al hombre y a la mujer su dignidad de hijos de Dios, con el gozo de compartir en la pareja la creación de nuevas vidas y de engendrarlas en Cristo para la vida eterna.
Cristo, el Hijo de Dios, ya no se conforma con ofrecer al hombre conversación al atardecer en un paraíso terrenal, sino que se compromete a estar con él todos los días hasta el fin del mundo.
Como los hombres somos también hijos de su mismo Padre, Jesús no se avergüenza de llamarnos hermanos, y carga en la cruz con nuestras rebeliones para así llevarnos al Paraíso eterno.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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