La oración que enseñó Jesús
Pidan y recibirán
Domingo XVII del Tiempo Ordinario - Ciclo “C” / 25 de Julio de 2010.
Uno de los discípulos dijo a Jesús: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. Les dijo: Cuando recen, digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino. Hágase tu voluntad. Danos cada día el pan que nos corresponde. Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende. Y no nos dejes caer en la tentación. Yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta y les abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llame a la puerta se le abrirá. Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará Espíritu Santo a los que se lo pidan! Lucas 11,1-13.
En respuesta a la petición de los discípulos, Jesús les enseña la oración sencilla que tal vez surgió en el hogar de Nazaret: el Padrenuestro.
La primera condición de la oración es que se dé una relación de fe amorosa, personal y filial con Dios, “Padre nuestro”; pues la oración es “un encuentro de amistad con quien sabemos que nos ama”, como dijo Santa Teresa de Ávila. Es creer en el cariño, el poder, la bondad de Dios, que nos ama más que nadie.
La segunda petición es que hagamos lo posible para que Dios sea conocido, reconocido y amado por nosotros y por los otros, pues eso significa “santificado sea tu nombre”: que toda persona entre en relación de amor salvador con la Trinidad, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, nuestra Familia de origen y destino, y en la que ya “vivimos, nos movemos y existimos”. Dar a conocer a Dios con la vida, la palabra y las obras. La salvación no viene sólo del rezar, sino también del obrar.
“Venga a nosotros tu reino”, quiere decir que nos ayude a trabajar para establecer el reino de Dios con sus bienes: la vida, la paz, la justicia, la verdad, la libertad, el amor- en nuestro corazón, en la familia, la sociedad, en el mundo.
“Hágase tu voluntad”, es la condición para la eficacia de la oración; o sea, que Dios nos dé lo que pedimos si es conforme a su voluntad. Que se haga su voluntad sobre nuestras vidas, pues en ella está lo absolutamente mejor y lo más feliz para nosotros en esta vida y en la eterna. ¿Le preguntamos a Dios qué hacer y cómo? ¿Buscamos su respuesta en su Palabra? ¿En nuestro interior donde él vive?
“Danos hoy nuestro pan”, no sólo para mí y los míos, sino para todo el mundo, y compartir nuestro pan y así Dios no permitirá que nos falte. “Den y se les dará”, dice Jesús. ¿Cómo es posible que el 60 % de los habitantes del mundo no tengan suficiente pan, cuando se gasta mucho más en armas y lujos que en comida? Los que tienen se niegan a compartir lo que han recibido para compartir. Y si no escuchamos el grito silencioso del necesitado, ¿cómo pretender que Dios nos escuche a ellos cuando lo necesitemos?
“Perdónanos nuestras ofensas como nosotros también perdonamos”. Perdonar las ofensas, por graves que sean, es como un sacramento de perdón, pues Dios ha condicionado su perdón al perdón que concedemos a los otros. “Si ustedes perdonan, serán perdonados. Y si no perdonan, no serán perdonados”.
“No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”; líbranos de hacer lo que nos hace daño o hace daño temporal y eterno a otros.
Por fin, cuando nos disponemos a orar, pidamos ayuda al Espíritu Santo, “que ora en nosotros con voces inefables”. Y pidamos a María que ore con nosotros y por nosotros.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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