Sunday, February 19, 2006

EL HOMBRE Y DIOS CONTRA LA PARÁLISIS

EL HOMBRE Y DIOS CONTRA LA PARÁLISIS

Domingo 7º tiempo ordinario - B / 19-02-2006

Tiempo después, Jesús volvió a Cafarnaún. Apenas corrió la noticia de que estaba en casa, se reunió tanta gente que no quedaba sitio ni siquiera a la puerta. Y mientras Jesús les anunciaba la Palabra, cuatro hombres le trajeron un paralítico que llevaban tendido en una camilla. Como no podían acercarlo a Jesús a causa de la multitud, levantaron el techo donde él estaba y por el boquete bajaron al enfermo en su camilla. Al ver la fe de aquella gente, Jesús dijo al paralítico: - Hijo, se te perdonan tus pecados. Estaban allí algunos maestros de la Ley, y pensaron en su interior: - ¿Cómo puede decir eso? Realmente se burla de Dios. ¿Quién puede perdonar los pecados, fuera de Dios? Pero Jesús supo en su espíritu lo que ellos estaban pensando, y les dijo: - ¿Por qué piensan así? ¿Qué es más fácil decir a este paralítico: Se te perdonan tus pecados, o decir: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues ahora sabrán que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder para perdonar pecados. Y dijo al paralítico: - Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El hombre se levantó, y ante los ojos de toda la gente, cargó con su camilla y se fue. La gente quedó asombrada, y todos glorificaban a Dios diciendo: - Nunca hemos visto nada parecido. (Mc 2,1-12.)

Una vez más Jesús demuestra que el objetivo de la evangelización es el hombre total, necesitado de una curación total: del espíritu, de la psique y del cuerpo. Los pastores, evangelizadores, catequistas, misioneros que sólo se interesaran por el espíritu de sus oyentes: que vayan a misa, se confiesen, comulguen, escuchen, lean, vean…, sin preo-cuparles sus problemas, sus angustias y tristezas, su vida, no están evangelizando. Como tampoco evangelizan quienes se quedan sólo en lo material y lo social.

Los "samaritanos" del paralítico deseaban sólo su curación física. Pero Jesús deseaba su curación total, y empezó sanándolo del pecado, parálisis del espíritu, que es la raíz de todo mal, y luego lo curó de su parálisis física. No se contentó con curarlo sólo de su pecado.

Jesús, al curar al paralítico, premia la fe de sus portadores, quienes sin duda recibieron también el perdón gracias al "sacramento del hermano"; o sea, por la ayuda amorosa al necesitado, según lo expresa el mismo Jesús: "Estuve enfermo y ustedes me socorrieron…, vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino que les tengo preparado".

Hoy siguen curándose y salvándose multitudes que no tienen a su alcance la confesión sacramental ni la eucaristía, pues Dios les hace llegar su perdón por los “sacramentos” del prójimo necesitado y socorrido, del perdón mutuo, de la defensa de la vida, de la promoción de la paz, de la justicia, de la solidaridad, de la libertad, de la dignidad humana... Mientras que no es raro encontrarse con quienes confiesan y comulgan, pero no dan espacio ni a Dios ni al prójimo en sus vidas, desviándose así del camino de la salvación.

Nuestra sociedad, nuestros pueblos y el mundo entero están paralizados por un sin fin de males y pecados. Nosotros mismos, los seguidores de Cristo, corremos el riesgo de sentirnos paralizados e impotentes ante tan inmensa parálisis. Sin embargo Jesús vino y está entre nosotros para curarnos y curar al mundo. Pero quiere y acoge nuestra colaboración para curar al mundo, como valoró y aprovechó la colaboración de los amigos del paralítico.

Nos pide nuestra pequeña aportación de poner cada día en su presencia a tantos paralíticos: en la Eucaristía, en la oración, en el sufrimiento reparador, en la acción a nuestro alcance, convencidos de que lo poco que podemos hacer nosotros está en función de lo mucho que no podemos hacer, y que sólo Dios puede hacer. ¿No será la pretensión de prescindir del Resucitado la causa de tanta parálisis y sensación de impotencia?

Si la fe en Cristo Resucitado no vale para transformar y salvar el mundo, la familia y los individuos, ¿para qué vale? Con nuestra pobre aportación facilitémosle a Jesús su acción omnipotente de sanación y salvación universal.

Isaías 43, 18-19. 20-22. 24-25

Así habla el Señor: No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta? Sí, pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa, para dar de beber a mi Pueblo elegido, el Pueblo que Yo me formé para que pregonara mi alabanza. Pero tú no me has invocado, Jacob, porque te cansaste de mí, Israel. ¡Me has abrumado, en cambio, con tus pecados, me has cansado con tus iniquidades! Pero soy Yo, sólo Yo, el que borro tus crímenes por consideración a mí, y ya no me acordaré de tus pecados.

¿Quién puede afirmar que nunca ha abrumado a Dios con sus pecados de palabra, obra y omisión, incluso apoyados tal vez en la injuriosa confianza de que al fin “el buen Dios lo perdona todo”? Pero cuando, tarde o temprano, nos alcanzan las consecuencias del pecado personal y social: la enfermedad, las desgracias, la muerte que nos ronda, etc., nos abruma la convicción de que nuestros pecados son imperdonables. Así se pasa de la ligereza a la desesperación, a cuál más pecaminosa, pues ambas nos alejan de Dios.

Entonces debemos abrir nuestros oídos, mente y corazón a la voz misericordiosa de Dios: “Sólo yo puedo borrar tus crímenes y sepultar tus pecados, en consideración a mí, porque tú eres hijo mío, y me dueles”. Lo único que espera de nosotros, hijo pródigos, es que nos volvamos a él pidiéndole perdón, y que se lo agradezcamos con una vida mejor.

Pero se cierra al perdón quien pretende encubrir o disimular los propios pecados con prácticas religiosas externas, de puro cumplimiento sin corazón ni conversión, pues eso es querer manipular a Dios, y constituye una abominación, una hipocresía que atraerá mayores males, tal vez irremediables por cerrarse a la misericordia.

Por otra parte el perdón de Dios no se debe a méritos propios, sino a su amor misericordioso y gratuito, y actúa en vista de nuestro deseo y petición sincera de perdón, de lo contrario nos merecemos el reproche: “Tú no me has invocado porque te cansaste de mí”. Digámosle más bien con humildad: “No merezco tu perdón, pero lo necesito... Perdóname mis pecados como yo perdono a quienes me ofenden... No me dejes caer en la tentación”.

Y Dios nos responderá: “No importa lo que fuiste, sino lo que decidas ser de ahora en adelante”. ¿Puede haber mayor misericordia, consuelo, paz y alegría?

Corintios 1, 18-22

Hermanos: Les aseguro, por la fidelidad de Dios, que nuestro lenguaje con ustedes no es hoy «sí», y mañana «no». Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros hemos anunciado entre ustedes --tanto Silvano y Timoteo, como yo mismo-- no fue «sí» y «no», sino solamente «sí». En efecto, todas las promesas de Dios encuentran su «sí» en Jesús, de manera que por Él decimos «Amén» a Dios, para gloria suya. Y es Dios el que nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las primicias del Espíritu.

Pablo había cancelado su visita prometida a los corintios, porque la comunidad no había reaccionado como era debido ante un grave escándalo. Entonces alguien aprovechó maliciosamente para descalificarlo como apóstol y descalificar su predicación, por haber dicho “no” después de haberles prometido ir a visitarlos, faltando así a la palabra dada.

Pero el apóstol reacciona afirmando con fuerza que la fe en Jesucristo, anunciado por la predicación, no está sujeta a un simple cambio humano, sino que está inconmoviblemente fundada en Dios y en sus promesas, que se realizan en Jesús, el “Sí” del Padre al hombre.

¡Cuántos cristianos apoyan su fe en los pastores y evangelizadores, y la pierden abandonando a Cristo y a su Iglesia si algunos de ellos no cumple como es debido o como esperaban! Se podría decir que tales cristianos tienen una fe clerical, no una fe cristiana.

Pero la fe no la dan los ministros ni se funda en ellos, sino que viene de Dios a través de ellos, y se fundamenta en Cristo resucitado, que “es el mismo hoy, ayer y siempre”. Sin embargo, es necesario que los ministros sean fieles en el decir y en el vivir, para facilitar a los fieles la sinceridad en la fe y en la vida.

P. Jesús Álvarez, ssp

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