Sunday, December 09, 2007

CONVERSIÓN A DIOS Y AL PRÓJIMO

CONVERSIÓN A DIOS Y AL PRÓJIMO


Domingo 2° de Adviento-A/9-12-2007


Por aquel tiempo se presentó Juan Bautista y empezó a predicar en el desierto de Judea. Este era su mensaje: "Conviértanse de su mal camino, porque el Reino de los Cielos está cerca". A Juan se refería el profeta Isaías cuando decía: “Una voz grita en el desierto: Preparen un camino al Señor; hagan sus senderos rectos”. Venían a verlo de Jerusalén, de toda la Judea y de la región del Jordán. Y además de confesar sus pecados, se hacían bautizar por Juan en el río Jordán. Juan vio que un grupo de fariseos y de saduceos habían venido donde él bautizaba, y les dijo: "Raza de víboras, ¿cómo van a pensar que escaparán del castigo que se les viene encima? Muestren los frutos de una sincera conversión, pues de nada les sirve decir: "Abrahán es nuestro padre". Yo les aseguro que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán aun de estas piedras. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no da buen fruto, será cortado y arrojado al fuego". Mateo 3,1-12

El mensaje de Juan Bautista coincide con el de Jesús: “Conviértanse”. La exigencia de conversión entraba también en la predicación de los fariseos y saduceos. Pero estos proponían sólo un cambio teórico de pensamiento, mientras la conversión exigida por el Bautista y por Jesús es mucho más: un cambio real de vida, mejorando la relación interior y exterior con Dios y con el prójimo. Es lo mismo que Jesús nos pide hoy a cada cual, y lo que necesitamos de verdad.

La verdadera relación con Dios y con el prójimo debe traducirse en una conducta conforme a la voluntad divina, conducta de hijos de Dios, a fin de producir “frutos de verdadera conversión”. Que si el árbol –imagen de la persona humana- no produce frutos, será cortado y arrojado al fuego, a menos que empiece a producir verdaderos frutos de bien, de conversión real.

Convertirse a Dios y al prójimo, exige dejar esas felicidades engañosas, egoístas, pasajeras, que impiden acceder a las verdaderas y permanentes, que nadie nos puede quitar, ni siquiera la muerte; la cual sólo será puerta de la felicidad eterna, por la resurrección, para quienes pasen por esta vida haciendo el bien a imitación de Jesús.

Convertirse no es sólo alejarse del mal, sino, además, hacer el bien y vivir de fe. Por eso la “vida en Cristo”, la unión con él, es la expresión de la verdadera conversión, la que nos hace cristianos auténticos, y que da paso a la real relación liberadora y salvífica con Dios y con el prójimo.

No nos engañemos, como los fariseos y saduceos - que creían merecer la salvación sólo por ser “hijos de Abrahán”-. No nos creamos cristianos sólo porque estamos bautizados, somos religiosos, sacerdotes, porque vamos a misa, comulgamos, rezamos el rosario, tenemos imágenes en casa, leemos la Biblia, formamos parte de grupos parroquiales… Todo eso, sin conversión auténtica -vuelta amorosa a Dios y al prójimo-, no nos valdría de nada. Esas cosas sólo son medios o consecuencias de la vida cristiana, pero lo esencial es la unión real con Cristo, la que nos hace cristianos.

Mientras los judíos esperaban un futuro reino de Dios, Juan bautista lo anunciaba ya presente en Jesús: en él Dios se ha vuelto, se ha convertido a los hombres, y por eso los hombres podemos y debemos volvernos, convertirnos a Dios y al prójimo, imagen suya.

Volver a Dios como Padre y al prójimo como hermano, hijo del mismo Padre y con el mismo destino eterno en su casa eterna. De lo contrario nos quedaríamos como los judíos: sin Cristo. Que no merezcamos la imprecación de Jesús: “¡Raza de víboras…, muestren frutos de verdadera conversión!” Quien se creyera que no tiene nada de qué convertirse, es justo de los más necesitados de conversión.

El bautismo de verdadera conversión, “el bautismo del Espíritu”, es posible para todos, sin distinción de clases sociales o religiosas, de razas y naciones. El bautismo en el Espíritu se traduce en conversión a la presencia y experiencia personal de Dios y el prójimo como hijo de Dios.

Isaías 11,1-10

Una rama saldrá del tronco de Jesé, un brote surgirá de sus raíces. Sobre él reposará el Espíritu de Yavé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de prudencia y valentía, espíritu para conocer a Yavé y para respetarlo, y para gobernar según sus preceptos. No juzgará por las apariencias ni se decidirá por lo que se dice, sino que hará justicia a los débiles y defenderá el derecho de los pobres del país. Su palabra derribará al opresor, el soplo de sus labios matará al malvado. Tendrá como cinturón la justicia, y la lealtad será el ceñidor de sus caderas. El lobo habitará con el cordero, el puma se acostará junto al cabrito, el ternero comerá al lado del león y un niño chiquito los cuidará. La vaca y el oso pastarán en compañía y sus crías reposarán juntas, pues el león también comerá pasto, igual que el buey. El niño de pecho jugará sobre el nido de la víbora, y en la cueva de la culebra el pequeñuelo meterá su mano. No cometerán el mal, ni dañarán a su prójimo en todo mi cerro santo, pues, como llenan las aguas el mar, se llenará la tierra del conocimiento de Yavé.

El adviento no es sólo espera del Salvador, apertura a él y salida a su encuentro, sino también esperanza comprometida en la construcción de su reino de paz y justicia, de vida y verdad, de libertad y amor..., donde al fin desaparecerán las tiranías, las enemistades y brutalidades de los hombres entre sí, entre los hombres y los animales, entre el hombre y la creación. Porque el hombre adquirirá sabiduría y prudencia, un mayor conocimiento de Dios y del hombre, que es su imagen.

¿Creemos que está en nuestras manos hacer algo para que este mundo cambie, empezando por nuestra persona, por nuestro hogar, nuestro ambiente? Por nosotros es imposible “Sin mí no pueden hacer nada”, nos asegura Cristo mismo.

Creamos a la palabra infalible de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”, aunque no sepamos cómo, ni dónde, ni cuándo ni para quién. Y creamos con san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me da fortaleza”.

Una humanidad fraternal donde nadie haga daño a nadie, no es sólo un sueño ilusorio o una utopía, sino una promesa infalible de nuestro Padre, una realidad futura necesaria, cuya realización nosotros podemos adelantar con la vida, la oración, el dolor como eficaz colaboración unidos a Cristo, Rey y Salvador, Centro y Restaurador del mundo.

Romanos 15,4-9

Todas esas escrituras proféticas se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que, perseverando y teniendo el consuelo de las Escrituras, no nos falte la esperanza. Que Dios, de quien procede toda perseverancia y consuelo, les conceda también a todos vivir en buen acuerdo, según el espíritu de Cristo Jesús. Entonces ustedes, con un mismo entusiasmo, alabarán a una sola voz a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Acójanse unos a otros como Cristo los acogió para gloria de Dios. Entiéndanme: Cristo se puso al servicio del pueblo judío para cumplir las promesas hechas a sus padres, porque Dios es fiel. ¿Y los otros pueblos? Esos darán gracias a Dios por su misericordia. Lo dice la Escritura: “Por eso te bendeciré entre las naciones y alabaré tu nombre”.

San Pablo nos enseña una verdad tal vez a menudo ausente pero necesaria en nuestra vida cristiana: que la Palabra de Dios ha sido escrita no sólo para los primeros destinatarios, sino también para cada uno de nosotros, para nuestra enseñanza, seguridad, consuelo y esperanza.

Y no sólo para los otros. ¿No es frecuente razonar así?: Esta Palabra de Dios le iría bien a mi consorte, a mis hijos, vecinos, amigos, y olvidamos que nos va bien ante todo a nosotros, que fue pronunciada y escrita para nosotros, como carta de Quien nos ama más que nadie.

El compartir la Palabra de Dios nuestro Padre nos pone de acuerdo a todos, como hijos suyos, a quienes está dirigida esa carta, sin distinción de cargos, edad, sexo, cultura, opiniones..., e incluso de religión, pues incluso los paganos tienen derecho a ella, y tenemos que hacérsela llegar por todos los medios posibles.



P. Jesús Álvarez, ssp.

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