Sunday, September 13, 2009

QUIEN DÉ LA VIDA POR MÍ, LA SALVARÁ


QUIEN DÉ LA VIDA POR MÍ, LA SALVARÁ


Domingo 24º tiempo ordinario-B / 13/09/2009


Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: «Algunos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías o alguno de los profetas.» Entonces Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Pero Jesús les dijo con firmeza que no conversaran sobre él. Luego comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los notables, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley, que sería condenado a muerte y resucitaría a los tres días. Jesús hablaba de esto con mucha seguridad. Entonces Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo por lo que había dicho. Pero Jesús, dándose la vuelta de cara a los discípulos, reprochó a Pedro diciéndole: «¡Pasa detrás de mí, satanás! Tus intenciones no son las de Dios, sino de los hombres.» Luego Jesús llamó a sus discípulos y a toda la gente y les dijo: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, y el que dé su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. Marcos 8,27-35.

Pedro, en nombre propio y de los discípulos, reconoce en Jesús al Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Y Jesús se apoya en esa fe para revelarles su muerte inminente como paso hacia la resurrección y la gloria eterna.

Eso de la resurrección no entraba en las categorías de los discípulos. La muerte en la cruz, sí, sobre todo porque desbarataba su esperanza de un reino temporal presidido Jesús, en el que ellos serían los ministros.

Por eso Pedro se lleva al Maestro a parte y lo reprende diciéndole que no puede someterse a la muerte. Pero Jesús, delante de todos, le llama satanás a Pedro, pues se opone al plan de Dios que consiste en que el Cristo, mediante la muerte, alcance la resurrección y la gloria para sí mismo, para ellos y para la humanidad.

La respuesta, hecha a vida, a la pregunta de Jesús: “Ustedes ¿quién dicen que soy yo?”, nos sitúa a los cristianos en dos grandes categorías: - los bautizados que creen en Cristo y se esfuerzan por vivir con él y como él, - y los bautizados que dicen creer en Cristo, pero en realidad lo excluyen de su vida práctica, del hogar, de la educación, del trabajo, de las penas y alegrías; e incluso lo excluyen de sus prácticas de piedad, al hacerlas por cumplir, no para encontrarse y comprometerse con él. Son cristianos sin Cristo, no cristianos.

Resulta imperativo hacernos sinceramente la pregunta: “Jesús, ¿quién eres tú en realidad para mí en mi vida diaria?” Y responderse con la misma sinceridad, sin escudarse en una religiosidad de apariencias, de cumplimiento, de costumbre.

Jesús nos dice sin rodeos: “Quien no está conmigo, está contra mí. Quien conmigo no recoge, desparrama”. “Quien trate de reservarse la vida, la perderá; y quien pierda la vida por mí, la salvará”. “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y se venga conmigo”, camino de la resurrección.

Creyentes y no creyentes reconocen en Jesús a un personaje extraordinario, un líder, un súper-estrella. Y admiran sus enseñanzas. Mas no van más allá: acoger su doctrina y vivirla imitándolo.

El cristiano de aunténtico –persona que cree y ama a Cristo, y vive unida a él-, se siente acompañado por él, que prometió: “Yo estoy con ustedes todos los días”; lo escucha, lo reconoce en Eucaristía, en la Biblia, en el prójimo, en la oración, en la vida, en la creación, en las alegrías, en el dolor…

Jesús es el Compañero resucitado de nuestro caminar hacia la vida eterna. Sólo él hace eternas nuestras alegrías, alivia nuestras cruces y elimina la muerte con la resurrección, mediante la cual nos lleva a compartir su misma felicidad eterna.

La fe viva en Cristo resucitado presente y en la propia resurrección, es el distintivo del verdadero cristiano.

Isaías 50, 5-9

El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor vino en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado. Está cerca el que me hace justicia: ¿quién me va a procesar? ¡Comparezcamos todos juntos! ¿Quién será mi adversario en el juicio? ¡Que se acerque hasta mí! Sí, el Señor viene en mi ayuda: ¿quién me va a condenar?

Es fácil olvidar que la vida temporal es sólo un brevísimo anticipo de la vida eterna y, en consecuencia, volcarse sobre los bienes y placeres terrenales como si fueran eternos, con el riesgo de perder los temporales y los celestiales. Por eso Jesús nos alerta: “¿Qué le importa al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?”

El Siervo sufriente de Isaías afronta el sufrimiento sabiendo que Dios vendrá en su ayuda, estará con él y no quedará confundido, sino que le devolverá la plena felicidad y la gloria eterna en desbordante compensación a su fidelidad.

El sufrimiento no es enemigo de la felicidad, sino una fuente ineludible de la felicidad temporal y eterna. Renunciar a poner los bienes y goces temporales en lugar o por encima de Dios, supone sufrimiento, pero es la condición necesaria para que los bienes terrenos se hagan eternos, y la cruz termine en resurrección.

El sufrimiento no viene Dios, sino que Dios viene al sufrimiento y a la muerte del hombre, como hizo con el sufrimiento y la muerte de su Hijo, devolviéndole la vida mediante la resurrección.

Sólo esta perspectiva nos da valor para aceptar y ofrecer el sufrimiento y la muerte por nuestra salvación, la de los nuestros y de muchos otros, unidos a Cristo, lo cual constituye el amor más grande, que es “dar la vida por los que se ama”. Dios viene en ayuda de quien sufre amando: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.

Gran mérito es ofrecer a Dios, sobre todo en la Eucaristía, en unión con los sufrimientos de Cristo, nuestras cruces, las del prójimo y las del mundo entero, para que contribuyan a la salvación universal. Eso es también ser misioneros.

Santiago 2, 14-18

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta. Sin embargo, alguien puede objetar: «Uno tiene la fe y otro, las obras». A éste habría que responderle: «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe».

Cuando hablamos de fe, hay que saber en qué consiste la fe auténtica, la fe que salva, que no se limita a creer verdades, a creer lo que no vemos, sino que supone el amor a Dios en quien creemos y el amor al prójimo a quien Dios ama.

Ni las buenas obras solas ni la fe sola pueden salvarnos. Las obras sin fe-amor están muertas, sin fuerza para producir vida eterna; y la fe sin obras-amor no da señales de vida, no existe.

No basta decir que se cree, que se reza, que no se hace daño a nadie, sino que son necesarias obras de amor que confirmen como verdaderas la fe y la oración.

Jesús nos lo advierte: “No todo el que me dice: ‘¡Señor, Señor!’, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos”.

Y la voluntad de Dios es que lo amemos a él “sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”; amores que sólo pueden existir si se expresan en la voluntad efectiva de hacer el bien en concreto, aun cuando cueste y duela.



P. Jesús Álvarez, ssp.

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