Sunday, November 15, 2009

Vigilancia y esperanza, sí; terror, no


Vigilancia y esperanza, sí; terror, no



Domingo 33º del tiempo ordinario-B / 15 -11-2009.



Dijo Jesús a sus discípulos: Después de una gran tribulación llegarán otros días; entonces el sol dejará de alumbrar, la luna perderá su brillo, las estrellas caerán del cielo y el universo entero se conmoverá. Y se verá al Hijo del Hombre venir en medio de las nubes con gran poder y gloria. Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro puntos cardinales, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprendan de este ejemplo de la higuera: cuando sus ramas están tiernas y le brotan las hojas, saben que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que todo se acerca, que ya está a las puertas. En verdad les digo que no pasará esta generación sin que ocurra todo eso. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Por lo que se refiere a ese día y cuándo vendrá, no lo sabe nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre. (Marcos. 13, 24 - 32).

Lo que pretende Jesús al hablar de su venida gloriosa al fin del mundo, es prevenirnos para que estemos vigilantes y preparados, gozosamente esperanzados y no aterrorizados, pues ni un solo cabello se nos caerá sin permiso del Padre, y porque se acerca la hora de ir en sus brazos hacia la resurrección y la vida eterna.

Estamos en buenas manos: las de Quien nos ama más que nadie. Por eso, más que temer aquel momento, hay que prepararlo para que la muerte y el fin del mundo sean para nosotros triunfo de resurrección y de gloria con Jesús Resucitado.

En realidad este mundo termina para cada uno de nosotros en el momento de la muerte, la cual nos abre las puertas de la resurrección y del mundo eternno, de felicidad sin fin para quienes hayan pasado poor este mundo haciendo el bien. De lo contrario...

Jesús no es profeta de calamidades, sino mensajero de amor y de esperanza, de salvación gloriosa, por encima de las catástrofes y sufrimientos del presente, de nuestra muerte y del fin del mundo. “Los padecimientos de este mundo no tienen comparación con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”, asegura san Pablo.

Dejemos de lado a los falsos profetas de desastres, que fijan fechas para el fin del mundo, sin que nunca acierten (gracias a Dios), y que hasta de los acontecimientos calamitosos sacan provecho económico y proselitista, cerrándose a la esperanza, al amor y a la misericordia infinita de Dios Padre.

Al fin del mundo ¿será destruido el planeta tierra o el inmenso universo con sus millones y millones de astros, planetas, y galaxias? Eso poco nos importa. Lo decisivo es el Reino nuevo de Cristo: “He aquí que hago todo nuevo”, y que seamos admitidos en ese Reino eterno.

La historia de este mundo está en manos del Padre, quien, como hizo con su Hijo a través del Calvario, la va conduciendo a través de un doloroso alumbramiento hacia el triunfo total de la resurrección en Cristo. Guerras, calamidades, epidemias, desgracias, enfermedades y muerte, constituyen un penoso parto, pero nadie puede saber la fecha del final de nuestro lindo planeta, sólo Dios la conoce.

Dios quiere que seamos testigos de su Hijo resucitado en un mundo que vive de espaldas a Él, y que lo acojamos cada día, pues prometió estar con nosotros todos los días con su presencia infalible. La unión con él nos garantiza frutos de salvación; mientras que todo lo que no se fundamente en Él, será destruido.

En medio de la lucha y del sufrimiento, sólo de la mano con Jesús encontraremos el sentido de la vida, la esperanza gozosa y el triunfo sobre el dolor y la muerte mediante la resurrección. Se requiere vigilancia y optimismo invencible, con el apoyo en la oración, como trato permanente de amistad con Dios, que no puede fallarnos.

Jesús nos pide que no nos dejemos contagiar con este mundo que, atrapado por la cultura de la muerte, está empeñado en autodestruirse sin esperanza de futuro, y vive de espaldas al Dios de la Vida y del Amor, de la Alegría, de la Paz y de la Felicidad, pretendiendo encontrar esos bienes prescindiendo de su Fuente. Pero nos pide nuestra colaboración para salvar al mundo.


Daniel 12, 1 - 3

En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe, que defiende a los hijos de tu pueblo; porque será un tiempo de calamidades como no lo hubo desde que existen pueblos hasta hoy en día. En ese tiempo se salvará tu pueblo, todos los que estén inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el lugar del polvo despertarán, unos para la vida eterna, otros para vergüenza y horror eternos. Los que tengan el conocimiento, brillarán como un cielo resplandeciente, los que hayan guiado a los demás por la justicia, brillarán como las estrellas por los siglos de los siglos.

Las lecturas nos van marcando el final del año litúrgico, sugiriéndonos que también se acerca día a día el final de nuestra carrera terrena y el final de este mundo. Daniel nos recuerda que nos esperan días difíciles: calamidades y tal vez persecuciones, la experiencia de la enfermedad, de la agonía y de la muerte.

Sin embargo, todo contribuye para el bien de los que aman a Dios y al prójimo. Y ese bien culmina en el máximo bien de la resurrección y en la gloria eterna, pues sus nombres están escritos en el Libro de la Vida. El amor a Dios y al prójimo lo transforma todo en felicidad temporal y eterna, y nos libra de la “vergüenza y del horror eterno”.

Quienes adquieran un conocimiento amoroso de Dios y, con su palabra y ejemplo, enseñen a otros el camino de la vida, brillarán como estrellas por toda la eternidad. Y eso está a nuestro alcance.

Sólo se requiere asumir en serio la responsabilidad salvífica sobre la propia vida y la de aquellos que Dios ha puesto a nuestro alcance, y que constituyen nuestra parcela personal de salvación.


Hebreos 10, 11 - 14.

Hermanos: los sacerdotes del culto antiguo estaban de servicio diariamente para cumplir su oficio, ofreciendo repetidas veces los mismos sacrificios, que nunca tienen el poder de quitar los pecados. Cristo, por el contrario, ofreció por los pecados un único y definitivo sacrificio y se sentó a la derecha de Dios, esperando solamente que Dios ponga a sus enemigos debajo de sus pies. Su única ofrenda lleva a la perfección definitiva a los que santifica. Pues bien, si los pecados han sido perdonados, ya no hay sacrificios por el pecado.

En el Antiguo Testamento se creía que los sacrificios de animales borraban automáticamente los pecados, incluso sin una verdadera conversión a Dios y al prójimo. Y muchos católicos siguen creyendo lo mismo respecto de la confesión, la Eucaristía, las procesiones, novenas y otras prácticas externas.

Lo cual resulta evidente, pues a pesar de un fiel cumplimiento externo de prácticas piadosas, en nada mejoran su relación con Dios y con el prójimo. Sin la conversión del corazón y de la vida, la fe se reduce a un “cumplo-y-miento”, a un mentir a Dios, al prójimo y a sí mismos.

Eso mismo le sucedió al fariseo que oraba cerca del altar contándole a Dios sus méritos y despreciando al publicano que, en el fondo del templo, pedía sinceramente perdón con el propósito firme de enmendar su vida. Este salió perdonado y aquel con un pecado más: el de orgullo.

Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, con su vida, pasión, muerte y resurrección nos mereció el perdón total de nuestros pecados. Sin embargo, es necesario que creamos en su perdón, lo pidamos y agradezcamos, demostrando nuestra sinceridad con la conversión real vivida día a día, y perdonando a los que nos ofenden.

Usemos agradecidos el sublime privilegio de compartir con Cristo su Sacerdocio supremo a favor de los que amamos o debiéramos amar, ejerciendo activamente nuestro sacerdocio bautismal con la ofrenda de oraciones, de sacrificios inevitables, y en especial ofreciéndonos en el Sacramento de la reconciliación perfecta: la Eucaristía.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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