Sunday, December 11, 2005

EL PROFETA Y LOS PROFETAS


EL PROFETA Y LOS PROFETAS

Domingo 3° Adviento-B / 11-12-2005

Vino un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino para dar testimonio, como testigo de la luz, para que todos creyeran por él. Aunque no fuera él la luz, le tocaba dar testimonio de la luz. Este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén para preguntarle: "¿Quién eres tú?" Juan lo declaró y no ocultó la verdad: "Yo no soy el Mesías." Le preguntaron: "¿Quién eres, entonces? ¿Elías?" Contestó: "No lo soy." Le dijeron: "¿Eres el Profeta?" Contestó: "No." Le preguntaron de nuevo: "¿Quién eres, entonces? Pues tenemos que llevar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?" Juan contestó: "Yo soy, como dijo el profeta Isaías, la voz que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor." Los enviados eran del grupo de los fariseos, y le hicieron otra pregunta: "¿Por qué bautizas entonces, si no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Les contestó Juan: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno a quien ustedes no conocen, y aunque viene detrás de mí, yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia." (Jn 1,6-8. 19-28).

En tiempo de Juan Bautista estaba muy viva la esperanza de la inminente venida del Mesías Salvador. Y al aparecer Juan proclamando que el reino de Dios estaba cerca, y que era necesario convertirse para acogerlo dignamente, muchos empezaron a preguntarse si no sería Juan el Mesías esperado.

Por eso los jefes religiosos le envían una comisión para que se identifique: si es o no es el Mesías esperado. La ocasión era inmejorable para que Juan se hiciera pasar por el Mesías Rey esperado. Le bastaba decir un sí. Pero dijo un rotundo no.

Juan había asimilado muy bien su misión, según la profecía de su padre Zacarías: “Y a ti, niño, te llamarán Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos”, y por eso ratificó con firmeza que él no era el Mesías, sino un simple mensajero encargado de prepararle el camino al Salvador. Ejemplo admirable para todo predicador, catequista, evangelizador, pastor, maestros y padres cristianos...

Juan no perdía ocasión para declarar que ya estaba en medio de ellos el verdadero Mesías que esperaban, y cuyo bautismo sería muy superior al suyo. Así se lo señaló con el dedo a sus mismos discípulos, que empezaron a irse con Jesús. El Bautista, en su gran humildad declaró: “Conviene que él crezca y yo desaparezca”. Y así sucedió: fueron disminuyendo sus discípulos, hasta quedar solo, terminando encarcelado y degollado, confirmando su fe con el martirio, que le abrió las puertas de la vida eterna, en premio de su misión cumplida.

La vocación del Bautista es la de todo cristiano: ser profetas, testigos de Cristo e indicarlo presente en el mundo, con un testimonio coherente, con la vida, palabras, actitudes y obras reflejen a Cristo por la unión viva con él, pues en eso consiste el ser cristiano.

Lo más importante en la vida de una persona no es lo que hace, sino lo que es, lo que vive y, en consecuencia, las obras que surgen de sus convicciones y motivaciones profundas, continuamente alimentas por el trato personal con Cristo resucitado y presente.

Una práctica religiosa sin convicciones sólidas y sin experiencia personal de Cristo Resucitado, es un edificio sin fundamentos que se derrumba ante el viento de la primera crisis o dificultad. Y esto puede constatarse en las comuniones, confirmaciones y celebraciones en masa, que una vez realizadas, también en masa se abandonan, sin escrúpulo alguno, los sacramentos, la oración, la Eucaristía, la formación permanente, cuyo objetivo ineludible no puede ser otro que el encuentro vivo con el Resucitado presente y con el prójimo necesitado.

Sólo estos dos protagonistas acogidos en persona pueden hacer que la vida cristiana sea cristiana de verdad.

Isaías 61, 1-2. 10-11

El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor. Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios. Porque Él me vistió con las vestiduras de la salvación y me envolvió con el manto de la justicia, como un esposo que se ajusta la diadema y como una esposa que se adorna con sus joyas. Porque así como la tierra da sus brotes y un jardín hace germinar lo sembrado, así el Señor hará germinar la justicia y la alabanza ante todas las naciones.

El pueblo sufre las consecuencias de su idolatría, pues al expulsar a Dios de la vida familiar, social y hasta de la fe religiosa, ya no hay motivos para respetar al prójimo, su dignidad y sus bienes. El hombre sin Dios, no es de fiar, pues es capaz de toda crueldad y destrucción. Y las primeras víctimas son siempre los más pobres e indefensos. Mas los agentes de la destrucción serán víctimas fatales de su propia maldad y de sus trampas.

Sin embargo, en el corazón de este panorama desolador siempre suscita Dios profetas de su misericordia, de su perdón, liberación y salvación; profetas que preparan el camino al Salvador universal, el Ungido de Dios, y lo señalan presente en el mundo.

Pero el Salvador se ha querido rodear profetas y ungidos que colaboren directamente con él en la liberación y salvación de la humanidad esclavizada por los ídolos del poder, del tener y del placer. Son los ungidos con una consagración especial y también todos los cristianos ungidos en el bautismo como profetas, sacerdotes y reyes.

La primera y máxima ungida por su propio Hijo, el Ungido de Dios, es María, que reconoce y agradece su excelsa vocación con el Magníficat, calcado sobre el cántico de Isaías: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, desbordo de alegría en el Señor, porque se ha fijado en la insignificancia de su esclava”. Todo cristiano está llamado a imitar a María, acogiendo a Cristo en su persona para darlo al mundo. Y así vivir su misma alegría y gratitud.

Tesalonicenses 5, 16-24

Hermanos: Estén siempre alegres. Oren sin cesar. Den gracias a Dios en toda ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos ustedes, en Cristo Jesús. No extingan la acción del Espíritu; no desprecien las profecías; examínenlo todo y quédense con lo bueno. Cuídense del mal en todas sus formas. Que el Dios de la paz los santifique plenamente, para que ustedes se conserven irreprochables en todo su ser --espíritu, alma y cuerpo-- hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo. El que los llama es fiel, y así lo hará.

Alegría, oración y gratitud marcan la vida del verdadero cristiano, justo porque esa es la voluntad de Dios, y porque sabemos que el Salvador esperado ya ha venido, está presente y actúa la liberación y salvación de quienes a él se acogen.

La alegría, la oración y la gratitud que no aflojan en las horas difíciles y de sufrimiento, ya que esas tres expresiones de la vida cristiana no se tambalean porque no están a merced de las dificultades y sufrimientos, sino que se apoyan en la roca firme e inamovible, que es Cristo resucitado en persona, unido a la vida y persona de sus discípulos.

Alegría porque él está presente y guía hacia la victoria segura a quienes se le unen; oración, para mantener e intensificar la unión amorosa con él; y gratitud gozosa por su presencia y por sus dones, para librarnos de las idolatrías que tratan de seducirnos a cada momento y por doquier. Alegría, oración y gratitud: las tres expresiones de la santidad real.

Pablo pide cuidarnos del mal en todas sus formas, porque a veces es fácil sentirnos muy satisfechos de cosas que hacemos bien, y creernos con derecho a hacer otras cosas mal.

P. Jesús Álvarez, ssp

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