Sunday, June 18, 2006

FIESTA y BANQUETE

FIESTA y BANQUETE

Corpus Christi A / 18-06-2006

Dijo Jesús a los judíos: - Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y lo daré para la vida del mundo. Los judíos discutían entre sí: - ¿Cómo puede este darnos a comer su carne? Jesús les dijo: - Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que es vida, me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo. Pero no como el de vuestros antepasados, que comieron y después murieron. El que coma este pan vivirá para siempre. Jn 6, 51-59.

Jesús, una vez vuelto al Padre en la ascensión, vive una presencia universal, como él mismo lo asegura: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Su presencia y su caminar con nosotros todos los días tiene la expresión máxima en la Eucaristía, ofrenda y banquete de vida eterna, donde él se nos da como Pan de la Palabra y Pan eucarístico.

Sin embargo, la Eucaristía, “Pan vivo bajado del cielo”, sólo produce en nosotros frutos de transformación, vida y resurrección, si a la vez nosotros nos abrimos y nos hacemos presentes a él con la fe, la acogida gozosa, la imitación. Nuestra ausencia ante esta presencia personal y amorosa de Cristo vivo, es la que hace infructuosas tantas misas, comuniones, visitas eucarísticas, oraciones, procesiones..., que no logran causar ningún efecto transformador de la persona en su relación con el prójimo y con Dios, porque de hecho ni Dios ni el prójimo están en la base y en la cima de sus intereses.

San Pablo advierte a los fieles de Corintio - y a nosotros -: “Que cada uno, antes de comer este pan y beber esta copa, tome conciencia de lo que hace, porque si come o bebe indignamente, se come y bebe su propia condenación” (1Cor 11, 27-29).

La prueba de una verdadera comunión con Cristo en la Eucaristía, es la comunión efectiva y afectiva con él en otras realidades donde también está presente: la Palabra de Dios, el prójimo necesitado, la creación... Estas realidades son signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica de Jesús, y la comunión amorosa con ellas nos merecen también su promesa: “Yo lo resucitaré el último día”.

Que la Eucaristía sea siempre para nosotros lo que debe ser: un encuentro real de amistad con quien más nos ama y con nuestros hermanos en la fe; una acción de gracias a Dios en unión con Cristo. Y que la comunión sea una acogida de amor que salva, de gozo festivo compartido, de adhesión amorosa a Jesús que entra a vivir en nuestra persona. “Quien me come, vivirá por mí”. Que podamos decir con san Pablo: “Mi vida es Cristo”.

Estos efectos salvíficos de la comunión eucarística se dan también en la comunión espiritual de deseo, cuando la comunión sacramental no es posible. El verdadero deseo y súplica a Cristo resucitado para que entre a nuestra vida, hogar, trabajo, alegrías, sufrimientos..., produce los mismos efectos que la comunión sacramental, simplemente porque es la misma Persona, Cristo vivo, la que se hace presente en nosotros mediante ambas formas de comunión. Y la comunión espiritual no tiene límites de leyes morales, canónicas o religiosas.

Es necesario promover la comunión espiritual, que también llevará a muchos a la comunión sacramental, pues ambas son la respuesta acogedora y vital a la promesa de Jesús: “Sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”; “Venga a mí todos los que están casados y agobiados, y yo los aliviaré”. “Al que venga a mí, no lo rechazaré”. La comunión eucarística es la que une realmente a los católicos auténticos. Y será la causa de la unión con y entre los cristianos de otras confesiones, que ya están unidos entre ellos y con nosotros por la misma fe en Cristo, por el mismo bautismo y por la misma Palabra de Dios. Y la comunión espiritual ¿no podría ser el punto de partida para esa unión?

PROTAGONISTAS NO ESPECTADORES

Asistir a la Eucaristía como espectadores, o hacer de la misa y de la comunión un asunto personal, equivale a deformar la misa y la comunión. Atengámonos a la palabra del mismo Jesús: “Yo soy el pan bajado del cielo para la vida del mundo” (Jn 6, 33), y: “El pan que yo daré, es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 52). Y en la consagración se ofrece el cuerpo y la sangre de Cristo “por ustedes y por todos los hombres”, no sólo por los que asisten o por los católicos.


La Eucaristía es el portentoso acontecimiento de alcance universal en el que compartimos con Cristo resucitado la salvación del mundo y nos hacemos “cuerpo vivo y real de Cristo”, la Iglesia universal, celebrando y ofreciéndose junto con Cristo por la redención de la humanidad: es la obra máxima de apostolado salvífico y de la vida de la Iglesia.


La Eucaristía actualiza verdaderamente la presencia real de Cristo resucitado en persona, y se nos brinda la ocasión privilegiada para compartir -como “pueblo sacerdotal”, “nación santa, pueblo elegido, linaje escogido, sacerdocio real”-, el supremo Sacerdocio de Jesús, ejerciendo el sacerdocio bautismal junto con el sacerdocio ministerial, ambos indispensables y complementarios para que la celebración eucarística no sea un simple espectáculo ritual.


En la celebración activa de la Eucaristía, al ofrecernos junto con Jesús por la salvación del mundo, nos hacemos protagonistas y sacerdotes unidos a Cristo, cada cual según su condición.


La Eucaristía es la máxima obra sacerdotal de Cristo resucitado y de su Cuerpo, la Iglesia. En ella Cristo en persona se hace presente como celebrante principal, y comparte con la Iglesia su misión sagrada. Así la Iglesia realiza, en unión con Cristo, cuanto él realizó en su vida terrena: la santificación-salvación de los hombres y la glorificación de Dios.


La obra sacerdotal de Cristo es la obra de la Encarnación que él llevó a cabo en toda su vida como sacerdote-mediador entre Dios y los hombres. Esta obra culminó en el misterio pascual, en el que el Padre cumplió sus promesas: la resurrección y la gloria eterna para su Hijo, y que Jesús desea compartir con los hombres: “Padre, quiero que donde yo estoy, estén también los que me diste”.


Así, lo que Jesús hizo se nos atribuye también a nosotros como hecho por nosotros. Lo que fue hecho por Cristo mediante la naturaleza humana de todos, en la cual se encarnó, ahora se ejerce por cada una de las personas reunidas en la unidad de su Cuerpo, la Iglesia.


Jesús obró la glorificación de Dios mediante la santificación y salvación del hombre; es decir, dio culto a Dios reconduciendo hacia él a los hombres purificados, reconciliados y santificados. Así en la Eucaristía es santificado el hombre al unirse con Cristo para que pueda dar gloria al Padre (reconocerlo, amarlo y agradarle). La santidad es vida en Cristo, como lo testimonia san Pablo: “Mi vida es Cristo”.Ojalá asimilemos y vivamos este maravilloso y portentoso acontecimiento de la Eucaristía, y nos hagamos auténticos adoradores de Dios en espíritu y en verdad, porque en nosotros, mediante la Eucaristía, obra y adora Cristo mismo en el Espíritu.

Estas líneas están inspiradas en la constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia. La imagen ha sido tomada de www.mercaba.org .

P. Jesús Álvarez, ssp

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