Sunday, June 11, 2006

SANTÍSIMA TRINIDAD

SANTÍSIMA TRINIDAD

Ciclo B - 11-06-2006

En aquellos días los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, dudaban. Y Jesús, acercándose, les dijo: - Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a vivir todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. Mt 28, 16-20

La Trinidad es la Familia Divina, origen y destino de toda familia humana y de todo cuanto existe en el mundo visible e invisible. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están en continua y eterna actividad animada por el amor: la creación en continua evolución y renovación, la conservación y salvación de la humanidad y de todo lo creado.

El Misterio de la Trinidad, misterio de amor infinito, se refleja y transparenta en muchas “trinidades” presentes en la creación, obra de su sabiduría, de su amor y de su omnipotencia. Por ejemplo: el mundo material es uno, pero son tres sus constituyentes: aire, agua y tierra. El árbol es uno, pero copa, tronco y raíz.

El hombre es la imagen viva de la Trinidad, con sus tres facultades constitutivas: mente, voluntad y corazón, fuentes del conocimiento, de la libertad y del amor. El hombre es parecido a Dios trino, porque “lo hizo a su imagen y semejanza”, es su obra maestra en la creación visible. Y lo ama tanto, que lo hace su propio templo, como dice san Pablo: “¿No saben que son templos de la Santísima Trinidad?” Y Jesús afirma: “A quien me ame, lo amará mi Padre, vendremos a él y moraremos en él”.

La familia humana unida en el amor y constituida por el padre, la madre y los hijos, es otra imagen de la Familia Divina, en la que tiene su origen y modelo. De hecho, cuando padre, madre e hijos se aman de verdad, decimos que son una sola cosa, pero ninguno solo hace familia. La familia humana, lo mismo que la Familia Trinitaria, se constituye por la vida, el amor, y la felicidad.

En base a estas imágenes “trinitarias” creadas podemos vislumbrar que la Trinidad no es un frío absurdo, sino un entrañable misterio de amor infinito, de vida, de felicidad, paz y belleza, que nuestra pequeña inteligencia no puede comprender, pero sí puede adorar, contemplar, amar, desear y gozar para siempre.

Jesús no está ni obra nunca solo. Jesús obra y vive en la Familia Trinitaria, con el Padre y el Espíritu Santo. Jesús les manda también a sus discípulos que obren, evangelicen y bauticen, no en nombre propio, sino “en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, continuando por todo el mundo su misión salvadora a favor de los hijos de Dios, con destino a la Familia Trinitaria.

Pero es necesario vivir agradecidos esta pertenencia gratuita y privilegiada a la Familia Trinitaria, para no perderla. Jesús nos indica cómo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”.

Todos podemos y debemos evangelizar escuchando y practicando la Palabra de Dios allí donde vivimos, trabajamos, sufrimos, amamos y gozamos, enseñando con la vida, con la palabra y la acción a vivir lo que Jesús ha mandado.

Creer en la Trinidad para llegar a su Hogar eterno, es vivir en relación de amor y gratitud con las tres divinas Personas: con el Padre que nos ama, con el Hijo que nos salva y con el Espíritu Santo que nos sana. Los tres viven y actúan de continuo en nosotros, que somos templos vivos de la Trinidad.

Abramos las puertas a nuestra Familia Trinitaria, a su amor, a su vida, a su felicidad en el tiempo para alcanzarla en su casa eterna, el paraíso.


Deuteronomio 4, 32-34. 39-40

Moisés habló al pueblo diciendo: Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir? ¿O qué dios intentó venir a tomar para sí una nación de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con mano poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu Dios, lo hizo por ti en Egipto, ante tus mismos ojos? Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios --allá arriba, en el cielo, y aquí abajo, en la tierra-- y no hay otro. Observa los preceptos y los mandamientos que hoy te prescribo. Así serás feliz, tú y tus hijos después de ti, y vivirás mucho tiempo en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre.

Moisés invita al pueblo a reflexionar sobre la presencia amorosa de Dios en su historia; presencia de privilegio manifestada con prodigios y hazañas que no realizó con ningún otro pueblo, demostrando así que él es el único y verdadero Dios del cielo y de la tierra. Todos los demás pretendidos dioses, no son nada.

Mas lo que Moisés dijo al pueblo es sólo figura de lo que dijo e hizo Jesús, lo que sigue diciendo y haciendo al nuevo pueblo predilecto de Dios, y al mundo. Jesús mismo es el milagro y hazaña suprema de Dios a favor del hombre: su encarnación, nacimiento, vida, predicación, muerte, resurrección y ascensión.

Y su permanencia infalible entre nosotros en la Eucaristía y en los demás sacramentos, en su Palabra, en la alegría y en el sufrimiento, en el mundo, está confirmada con incontables milagros a través de la historia, en la vida de los santos y no tan santos, en sus apariciones y en las apariciones de la Virgen María.

La fe es un don, pero hay que pedirlo y abrir los ojos de la mente y del corazón a tantas maravillas de Dios presente, maravillas en nuestra propias vida. Para quien cree, sobran las pruebas; para quien no cree, no le basta ninguna.

Romanos 8, 14-17

Hermanos: Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios «iAbbá!», es decir, «iPadre!» El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con Él para ser glorificados con Él.

Todas las otras religiones, incluida la judía, tratan de hacerse propicio a Dios y alcanzar la salvación con ritos y con esfuerzos en el cumplimiento de normas y leyes. Pero los seguidores de Cristo –cristianos- saben que han recibido la filiación divina por obra del Espíritu Santo en el bautismo, quien los hizo hijos de Dios en su propio Hijo Jesús, nuestro hermano. Y nos aseguramos su benevolencia con sólo llamarle “Padre”, pero de corazón y con fe, y viviendo como hijos suyos.

Sólo el Hijo de Dios, podía asegurarnos que Dios es también nuestro Padre: “Padre mío y Padre de ustedes”, “Padre nuestro, que estás en el cielo”. Y que no sólo podemos, sino que debemos llamarle Padre, viviendo todo lo que ese nombre implica: confianza filial, ternura, cariño, misericordia, ayuda, cercanía amorosa… Y la consiguiente salvación: coherederos de la gloria eterna con el Hijo de Dios: “Padre, donde yo esté, quiero que estén también ellos conmigo”.

Pero esta eterna herencia gloriosa está condicionada al sufrimiento ofrecido en unión con Cristo. Sufrimiento exigido por la renuncia a todo lo que pone en peligro esa herencia; y por la lucha para vivir de modo que seamos “glorificados con él porque sufrimos con él”.

P. Jesús Álvarez, ssp

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