Sunday, October 22, 2006

EL PRECIO DE LA VIDA ETERNA

EL PRECIO DE LA VIDA ETERNA

Domingo 29º Tiempo Ordinario-B / 22-10-2006


Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: - Maestro, concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando estés en tu reino. Jesús les dijo: - Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber la copa que yo estoy bebiendo o ser bautizados como yo soy bautizado? Ellos contestaron: - Sí, podemos. Jesús les dijo: - Pues bien, la copa que yo bebo, la beberán también ustedes, y serán bautizados con el mismo bautismo que yo estoy recibiendo; pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde a mí concederlo; eso ha sido preparado para otros. Los otros diez se enojaron con Santiago y Juan. Jesús los llamó y les dijo: Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones actúan como dictadores, y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Por el contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos, y el que quiera ser el primero, se hará esclavo de todos. Sepan que el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por todos. Mc 10,32-45

Mientras un padre agonizaba entre indecibles dolores, sus cinco hijos se peleaban por la herencia. Algo así sucedía con los discípulos de Jesús: se peleaban por los primeros puestos del ansiado reino temporal de Jesús, mientras él vivía la angustia de la muerte inminente. No podían creer que la victoria total del Maestro por la resurrección sería el resultado de su fracaso parcial en la cruz.

Y también hoy, mientras Cristo sufre y muere en millones de seres humanos, hijos del mismo Padre, una buena parte de los mismos cristianos viven indiferentes, e incluso cómplices, ante el sufrimiento y muerte de sus hermanos, y se enredan en una lucha mezquina por el poder, el dinero y los privilegios.

Jesús pregunta a los ambiciosos discípulos si están dispuestos a pagar el precio de lo que piden: "beber el cáliz”, compartir su pasión y muerte. Ellos responden que sí, sin saber lo que dicen. Pero beberán el cáliz del martirio, a imitación de Cristo, que les dará infinitamente más de lo que pedían: les dará la resurrección, la vida eterna e insospechados puestos de gloria en su reino eterno.


También Iglesia hay quiénes ambicionan mezquinamente puestos, poder, y privilegios. Pero la autoridad en la Iglesia no puede ser sino un servicio ejercido a imitación y en nombre de Cristo muerto y resucitado. O se vive y ejerce en la lógica de la cruz, de la resurrección y del servicio en el amor, o se pervierte en dominio indigno. El máximo honor es para quien más ama, no para quien más poder tiene. La autoridad se hace cruz de servicio en el amor, hasta imitar a Jesús en el máximo servicio: dar la vida por los que ama, para así resucitar con ellos.


Pero dar la vida no significa sólo morir, sino proyectar la vida entera como donación por el bien y la salvación de los hombres, para así recuperarla en total plenitud por la resurrección.

Jesús, pagando el precio de su muerte por nuestra vida, adquirió para sí y para la humanidad la victoria total y definitiva sobre su muerte y la nuestra con su resurrección.

Los guías religiosos no han sido elegidos “para ser servidos, sino para servir y dar la vida por sus hermanos”, como Cristo. A servicio total, premio total.

Jesús nos pide vivir en el amor sin dominio posesivo sobre los demás. Y si tenemos alguna autoridad, usémosla como él: con amor servicial, sin evadir responsabilidades y exigiendo el cumplimiento de responsabilidades a quienes nos han sido encomendados.

Is 53,10-11

Quiso Yavé destrozarlo con padecimientos, y él ofreció su vida como sacrificio por el pecado. Por esto verá a sus descendientes y tendrá larga vida, y el proyecto de Dios prosperará en sus manos. Después de las amarguras que haya padecido su alma, gozará del pleno conocimiento. El Justo, mi servidor, hará una multitud de justos, después de cargar con sus deudas.

La expresión del profeta: “Quiso Yavé destrozarlo con padecimientos”, hoy la entendemos así: “El Padre lo asistió cuando era destrozado con padecimientos”, pues Dios no es un padre sádico que se ensaña contra el que más ama: su Hijo predilecto. El Dios-Amor no puede querer el mal de sus hijos; pero sí entra en el sufrimiento de sus hijos para convertirlo en bien, felicidad y vida eterna.

El Padre no planeó ni aprobó el sufrimiento de Jesús, sino la fidelidad en el amor a él y a los hombres a pesar del sufrimiento: dio su vida por librarnos del pecado, de la muerte y del infierno, y ganarnos la resurrección y la vida eterna.

Los sufrimientos de Cristo fueron como dolores de parto, pues con ellos engendró a sus hermanos para la vida sin fin en la Familia eterna de la Trinidad, según su plan de salvación a favor de los hombres, nosotros.

También nosotros estamos llamados a realizar lo mismo: a compartir con Cristo nuestros sufrimientos, incluida la misma muerte, para engendrar, en unión él, a muchos hermanos, compartiendo así la paternidad-maternidad universal del Padre en favor de los pecadores, empezando por los más cercanos.

Acojamos con gozo esta vocación casi “corredentora”, asociando nuestros sufrimientos inevitables, y los ajenos, a los de Cristo, presentándonos “como ofrenda agradable al Padre”, especialmente en la celebración de la Eucaristía, donde Cristo realiza de nuevo cada día el misterio de la salvación.

Heb 4,14-16

Tenemos, pues, un Sumo Sacerdote excepcional, que ha entrado en el mismo cielo, Jesús, el Hijo de Dios. Esto es suficiente para que nos mantengamos firmes en la fe que profesamos. Nuestro sumo sacerdote no se queda indiferente ante nuestras debilidades, pues ha sido probado en todo igual que nosotros, a excepción del pecado. Por lo tanto, acerquémonos con plena confianza al Dios de bondad, a fin de obtener misericordia y hallar la gracia del auxilio oportuno.

El Sumo Sacerdote israelita entraba en el Tabernáculo, para expiar ante Dios los propios pecados y los del pueblo. Jesús, el nuevo Sumo Sacerdote, se presenta ante el Padre cargado con nuestros pecados y sufrimientos.

Si Cristo ha hecho tanto por nosotros, es justo que nos acerquemos a él con plena confianza suplicando perdón, conversión, resurrección y vida eterna, puesto que para eso se encarnó, trabajó, predicó, sufrió, murió y resucitó. ¿Qué más podría hacer por nosotros, sus hermanos? Nos declara san Pablo: Ustedes han sido comprados a un gran precio (1Cor 6,20).

Necesitaremos toda la eternidad para agradecer tan inmensos favores. Pero debemos agradecerlos también ya en esta vida, compartiendo el Sacerdocio de Jesús mediante el sacerdocio que nos ha conferido en el bautismo: Él confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo (Prefacio de Jesús Sumo Sacerdote).

Ejercer el sacerdocio bautismal es imitar a Cristo: Él entregó la vida por nosotros; y también nosotros debemos dar ahora la vida por nuestros hermanos (1 Jn 3,16). Puesto que de todos modos debemos darla, démosla sacerdotalmente junto con Cristo, para recuperarla resucitada por él.

P. Jesús Álvarez, ssp

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