Sunday, February 18, 2007

LA MEDIDA CON QUE MIDAS, SERÁS MEDIDO

LA MEDIDA CON QUE MIDAS, SERÁS MEDIDO

Domingo 7º del tiempo ordinario / 18-02-2007

Habló Jesús a sus discípulos: - Yo les digo a ustedes que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande, y serán hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los pecadores. Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará; se les echará en su delantal una medida colmada, apretada y rebosante. Porque con la medida que ustedes midan, serán medidos ustedes. (Lucas 6,27-38).

La puesta en práctica de la recomendación de Jesús: “Den y se les dará con abundancia”, nos merece ser ayudados cuando estemos en necesidad física, moral o espiritual. El Señor no se deja vencer en generosidad cuando lo socorremos por amor en el prójimo, con el cual él se identifica: “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron”.

Este paso evangélico proclama la cultura de la vida y la civilización del amor. No juzgar, no condenar, perdonar, orar por quienes nos hacen mal y hacerles el bien, implica defender el derecho sagrado de la persona a la vida y a la libertad, a la dignidad y buena fama. Implica el amor total para con el hombre, a imitación de Dios. Derecho y amor que la cultura de la muerte y sus promotores niegan a muchos, sobre todo a pobres, indefensos e inocentes.

Hoy, cuando se rechaza la pena de muerte para adultos, no se repudia de la misma manera la matanza masiva de niños inocentes abortados, sino que incluso se justifica y defiende en nombre de intereses políticos, económicos, sociales, racistas, personales...

Las palabras y la vida de Jesús nos indican cómo podemos escapar a la cultura de la muerte y del odio, tan extendida en el mundo y en todos los ambientes. Sus enseñanzas reflejan lo que él mismo hizo y vivió. Cuando lo torturaron y clavaron en la cruz, soportó el sufrimiento y la muerte sin vengarse ni maldecir a sus verdugos y asesinos, sino que, compadecido, suplicó perdón para aquellos mismos que lo torturaban y asesinaban.

Pero el Padre le dio la razón a Jesús, devolviéndole, cambio del sufrimiento y de la vida física, la vida resucitada y gloriosa. Vida gloriosa ganada por él también para cuantos le imitan haciendo el bien, perdonando y amando incluso a los enemigos.

El amor a los enemigos, la oración por los que nos hacen sufrir, es una característica exclusiva de la fe cristiana. Es la victoria sobre el odio y la muerte, pues quien opta por la imitación de Cristo, merece de él, infaliblemente, la resurrección y la vida gloriosa para siempre. “Hagan a los otros lo que desean que los otros hagan por ustedes”. Es la regla de oro de la vida cristiana y humana.

Jesús huyó de la muerte varias veces, hasta que le llegó la hora inevitable. A nadie se le puede pedir que se deje maltratar o matar, ni buscar el sufrimiento por sí mismo. Pero cuando nos llega el dolor y la muerte inevitables, entonces es la hora de darle sentido y valor eterno de redención y resurrección, ofreciéndolos y asociándonos a la pasión de Cristo por la salvación propia y la de muchos otros. Imitar así a Cristo es la condición esencial para hacernos cristianos; o sea: semejantes a Cristo.

Imitar a Cristo en el amor y perdón al prójimo, no es un imposible sino una necesidad que él mismo hace posible con su presencia infalible en nuestra vida. Sólo si perdonamos seremos perdonados y salvados. Pues el mismo trato que demos a los otros, es el que de Dios recibiremos. Y aun mejor, porque Dios no se deja vencer nunca en generosidad.

Pero perdonar no equivale a olvidar, pues olvidar no está a nuestro alcance. Significa renunciar a la venganza, no desear el mal sino el bien a quienes nos ofenden, orar por su conversión y salvación; desear gozar incluso de su compañía, gratitud y amor por toda la eternidad. He ahí la prueba del perdón total.

1 Samuel 26,2-23

Saúl bajó inmediatamente al desierto de Zif con tres mil hombres selectos de Israel; fue en busca de David al desierto de Zif. David y Abisaí llegaron pues de noche hasta el campamento. Saúl dormía en el centro del campamento y su lanza estaba clavada de pie a su lado, y todos sus hombres dormían a su derredor. Abisaí dijo entonces a David: "Hoy puso Dios a tu enemigo en tus manos. Déjame clavarlo en tierra con su lanza, no tendré necesidad de hacerlo por segunda vez". Pero David respondió a Abisaí: "¡No lo hieras! ¿Quién podría poner su mano en el ungido de Yavé y quedar sin castigo?" David tomó la lanza y la cantimplora que estaban al lado de Saúl y se fueron. Nadie lo vio, nadie lo supo, nadie se movió; todos dormían porque Yavé les había enviado un sueño muy pesado. David pasó al otro lado y se puso bien distante en la cima del cerro; los separaba un gran espacio. David le dijo: Aquí está tu lanza, señor, que venga uno de tus muchachos a buscarla. Yavé recompensará a cada cual según su justicia y su fidelidad. Hoy Yavé te había puesto en mis manos y yo no quise poner mi mano encima del que Yavé consagró.

David, nueve siglos antes de Cristo, cumple ya y vive a la letra el mandato de Jesús a sus seguidores y amigos: “Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen” (Mateo 5, 44). Es conmovedor también su dolor y llanto cuando se enteró de la muerte de su enemigo Saúl.

Pero después de la enseñanza de Jesús, ¿cuántos de los que se han considerado y se consideran seguidores de Cristo – cristianos - cumplen su mandato de amar a los enemigos y orar por ellos? Y que quien no cumple este mandato, no es verdadero cristiano.

¿Quién ama a sus enemigos? Quien no les devuelve mal por mal, no los odia, no toma revanchas, sino todo lo contrario: pide a Dios que les perdone, ora y ofrece sacrificios por su salvación. Así imita a Cristo – se hace y se demuestra cristiano – que desde la cruz oraba por sus asesinos: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”, cumpliendo así su enseñanza: “No hay amor más grande que el de quien da la vida por los que ama”, por los amigos y por los enemigos hechos amigos mediante el perdón. Recordemos a santa María Goretti que pidió y consiguió la conversión y salvación de su asesino.

Y esa es también la mejor manera de conseguir el perdón de los propios pecados: “Si ustedes perdonan, serán perdonados”. Tal vez tengamos que pedir con insistencia la fuerza y la voluntad de perdonar. Pero perdonar no significa no sentir dolor ante la ofensa recibida, incluso durante largos años o tal vez por toda la vida.

1 Corintios 15,45-49

Así dice la Escritura: “El primer hombre, Adán, se convirtió en un ser viviente”; pero el último Adán, en cambio, será espíritu que da vida. La vida animal es la que aparece primero, y no la vida espiritual; lo espiritual viene después. El primer hombre, sacado de la tierra, es terrenal; el segundo viene del cielo. Los cuerpos de esta tierra son como el hombre terrenal, pero los que alcanzan el cielo son como el hombre del cielo. Y del mismo modo que ahora llevamos la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.

En el orden de la creación, Dios, que es espíritu, crea primero la materia, luego la vida animal, a la cual añade la vida humana, y por fin da al hombre la vida espiritual que vivifica y sostiene la vida humana y la hace eterna.

El primer hombre, Adán, hecho de la tierra, por la fuerza del Espíritu de Dios que da la vida, se convirtió en ser viviente, pero sometido a la muerte a causa del pecado. Jesús, el segundo Adán, primero es espíritu eterno, segunda persona de la Trinidad, y luego asume el cuerpo humano corruptible para hacerlo incorruptible y celestial, mediante la resurrección.

Jesús, con la muerte y la resurrección de su cuerpo mortal, ha ganado para todos la resurrección de nuestro cuerpo mortal, que él hará cuerpo celestial, como el suyo. Cristo hará surgir de nuestro cuerpo muerto un cuerpo glorioso; como de la semilla surge una planta nueva, muy superior a la semilla que se pudre. Vale la pena vivir y caminar unidos a él, preparándonos así a la resurrección y a la gloria con él.

P. Jesús Álvarez, ssp.

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