Sunday, February 04, 2007

PESCADORES DE HOMBRES

PESCADORES DE HOMBRES


Domingo 5° durante el año – C / 04-02-2007


En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y Él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes. Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: “Navega mar adentro, y echen las redes”. Simón le respondió: “Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si Tú lo dices, echaré las redes”. Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”. El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”. Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron. (Lucas 5, 1-11).

Pedro vive con sus compañeros el disgusto de no haber pescado nada en toda la noche. Pero con gusto pone su barca a disposición del Maestro para que la gente lo escuche mejor, y él se sienta a su lado para no perderse ni una palabra suya.

Al terminar el discurso, Jesús le dice a Pedro que reme mar adentro para lanzar las redes. Pedro es un pescador experimentado, y sabe cuáles son los tiempos y lugares de la pesca en el lago de Genesaret: durante la noche, como lo habían hecho, pero sin haber encontrado ni un solo pez. Y Jesús, que no era pescador, sino carpintero, le pide un contrasentido: echar las redes en pleno día.

El patrón del Genesaret, sin esperanza de éxito, echa las redes al agua, donde Jesús le indica. Pedro estaba profundamente impresionado por el discurso de Jesús a la gente, y no podía discutir su orden, que era bien precisa.

Pedro, como a regañadientes, renuncia a la lógica de su oficio y de su experiencia y entra resignado en la lógica ilógica del Maestro. Pero la sorpresa de la abundante pesca lo desconcierta: reconoce la grandeza de Jesús y su propia pequeñez y pecado, hasta el punto de verse indigno de estar ante el Señor. Pero Jesús lo hace blanco de su “absurda” lógica al transformarlo de pescador de peces en pescador de hombres con las redes de la Palabra salvadora de Dios.

No es discípulo de Jesús quien sólo está a su lado, sino quien además se fía de él, aun en contra de las evidencias humanas; y descubre en Jesús a alguien tan extraordinario y tan grande, que se siente indigno de estar en su presencia, la que él nos aseguró con palabras infalibles: “Estoy con ustedes todos los días”.

Fiarse de Jesús es pasar a una nueva situación, subir de la lógica humana a la lógica sobrenatural, desde la propia pequeñez e indignidad. Todo cristiano (=discípulo de Cristo unido a él), es llamado a ser “pescador de hombres”; o sea: colaborar con Jesús en la salvación de sus hermanos y de todos los hombres, con la vida, la palabra, las obras, el sufrimiento, la oración, el ejemplo, pero unido él.

Isaías 6, 1-2. 3-8

El año de la muerte del rey Ozías, yo vi al Señor sentado en un trono elevado y excelso, y las orlas de su manto llenaban el Templo. Unos serafines estaban de pie por encima de Él. Cada uno tenía seis alas. Y uno gritaba hacia el otro: «¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria». Uno de los serafines voló hacia mí, llevando en su mano una brasa que había tomado con unas tenazas de encima del altar. Él le hizo tocar mi boca, y dijo: «Mira: esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado». Yo oí la voz del Señor que decía: «¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?» Yo respondí: «¡Aquí estoy: envíame!»

Tantas veces pronunciamos u oímos la palabra SANTO referida a Dios, sin quizás saber qué significa: admirable, insuperable, omnipotente, infinitamente amable y bello, inalcanzable, y a la vez el más cercano a nosotros. Es el Creador y cuidador del universo material, donde las distancias se expresan en millones de años luz; y de la diminuta tierra, que en un solo metro cuadrado puede contener millones de seres vivos que él cuida desde hace millones de años. Él hizo nuestro corazoncito, que realiza 36 millones de latidos al año, bombeando más de 2 millones de litros anuales de sangre por 100 mil kilómetros de venas y arterias. Y es el Hacedor del mundo invisible, celestial, inmensamente superior al mundo material. E infinitamente por encima de todas sus obras admirables, está él.

¿Cómo no sentirse indignos y anonadados ante nuestro Dios y Padre que, a pesar de nuestro pecado, se enorgullece de elevarnos a la dignidad de hijos suyos, hacernos colaboradores de su obra creadora y redentora, y además nos llama a compartir su felicidad en mansión celestial por toda la eternidad?

Sin embargo, no creemos en él lo suficiente, y con nuestra ceguera opacamos su presencia y la hacemos incomprensible. Mas nuestra indignidad no nos excusa de la responsabilidad de creerle, amarlo y respetarlo, y de ser puentes entre él y nuestros hermanos que no le creen ni le aman ni lo respetan, para su propio mal. Tenemos que responder como Isaías: “Aquí estoy: envíame”.

1 Corintios 15, 3-8. 11

Hermanos: Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Cefas y después a los Doce. Luego se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto. Además, se apareció a Santiago y a todos los Apóstoles. Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto. En resumen, tanto ellos como yo, predicamos lo mismo, y esto es lo que ustedes han creído.

San Pablo es el apóstol por excelencia de Cristo muerto y resucitado. La resurrección de Jesús, o mejor, Jesús resucitado, es el centro vivo y la fuerza de toda su predicación. Él no elabora cuentos, sino que habla de hechos reales narrados por testigos presenciales y de la experiencia vivida por él mismo.

Pero hoy se está difundiendo una cristología a base de hipótesis que tratan de demostrar que Cristo no resucitó, sencillamente porque la resurrección no es razonable ni demostrable; pero, en el fondo, porque Cristo resucitado exige cargar con la cruz cada día para merecer seguirlo hacia la resurrección y la gloria.

Olvidan que la fe no es razonable ni demostrable. Y que “si Cristo no resucitó, es vana la fe y la predicación”, y en espcial la de ellos, que además resulta fatal para la fe de los sencillos. Y que “si Cristo no ha resucitado, somos los más necios y desgraciados de los hombres”, pues nuestra fe se apoyaría en una gran mentira, en uno cualquiera que ha muerto definitivamente; sería una fe absurda, inútil.

Cultivemos, pues, y vivamos asiduamente nuestra fe en quien nos dijo: “Estoy con ustedes todos los días”, resucitado, presente, actuante.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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