Sunday, March 25, 2007

NO VUELVAS A PECAR

NO VUELVAS A PECAR

Domingo 5° de Cuaresma- C/25-03-2007.

Los maestros de la Ley y los fariseos le presentaron a Jesús una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La colocaron en medio le dijeron: "Maestro, esta mujer es una adúltera y ha sido sorprendida en el acto. En un caso como este, la Ley de Moisés ordena matar a pedradas a la mujer. Tú, ¿qué dices?" Le hacían esta pregunta para ponerlo en dificultades y tener algo de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como ellos insistían en preguntarle, se enderezó y les dijo: "Aquél de ustedes que no tenga pecado, que le arroje la primera piedra." Se inclinó de nuevo y siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos, hasta que se quedó Jesús solo con la mujer, que seguía de pie ante él. Entonces se enderezó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, señor." Y Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar." Juan 8,1-11.

Los acusadores de la mujer adúltera tienen más interés en condenar a Jesús que a la adúltera, y le tienden una trampa bajo pretexto de amor la Ley.

Si se pone a favor de apedrear a la adúltera, su fama de hombre bueno se desmorona, y puede ser encarcelado por los romanos, que habían privado a los judíos del derecho a aplicar la pena de muerte. Si se pronuncia en contra de la Ley, que manda apedrear a las adúlteras, lo denunciarán a los jefes religiosos, que se las arreglarán para eliminarlo, que en realidad fue lo que al fin hicieron.

Los acusadores están seguros de que la trampa no va a fallar. Pero Jesús, en lugar de responderles, se pone a escribir con el dedo en el suelo, tal vez una lista de pecados de los acusadores, incluido el adulterio. Así sienta a los jueces en el banquillo de los acusados.

Al fin Jesús responde: “Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra”, con lo cual les niega el derecho a erigirse en jueces y se niega a condenar a la mujer.

Avergonzados, se retiran uno tras otro. Empezando seguro por los adúlteros presentes, que merecían la misma muerte que pedían para la adúltera.

¡Cuán a menudo Jesús podría presentarnos la lista de nuestros pecados con motivo de los juicios condenatorios en contra de otros pecadores, con lo cual merecemos la misma condena que dictamos contra ellos! ¿Cómo podemos rezar con sinceridad el Padrenuestro? Al pedir perdón sin perdonar, pedimos no ser perdonados. Debemos millones a Dios y reclamamos centavos al prójimo.

Jesús no condena a la adúltera, pero tampoco aprueba su conducta, sino que le pide conversión: que deje de hacerse daño a sí misma y a otros. Con las palabras y la mirada misericordiosa de Jesús se ve curada para siempre. Ya no tendrá más necesidad de llenar el vacío de su vida con pecados y con pecadores.

Debemos ser testigos de la conducta misericordiosa de Jesús. El perdón es la única medicina contra el pecado. No es cristiano – seguidor de Cristo – quien condena al pecador y deja de luchar contra todo mal y todo pecado, con el ejemplo, la oración, la palabra, el perdón y la conversión personal.

Tenemos que dejar ese oficio mezquino de confesar y condenar los pecados ajenos. Y cambiarlo por el trabajo a favor de la cultura del amor, de la misericordia y del perdón. Es el mejor servicio al mundo, a la sociedad, a la familia, al prójimo. El perdón es la necesidad más grande que todos tenemos.

Isaias 43,16-21

Esto dice Yavé, que abrió un camino a través del mar como una calle en medio de las olas; que empujó al combate carros y caballería, un ejército con toda su gente: y quedaron tendidos, para no levantarse más; se apagaron como mecha que se consume. Pero no se acuerden más de otros tiempos, ni sueñen ya más en las cosas del pasado. Pues yo voy a realizar una cosa nueva, que ya aparece. ¿No la notan? Sí, trazaré una ruta en las soledades y pondré praderas en el desierto. Los animales salvajes me felicitarán, ya sean lobos o búhos, porque le daré agua al desierto, y los ríos correrán en las tierras áridas para dar de beber a mi pueblo elegido. Entonces el pueblo que yo me he formado me cantará alabanzas.

Dios acompañaba al pueblo de Israel, lo sostenía y lo libraba de peligros, y a menudo ese mismo pueblo olvidaba a su Dios y se comportaba con ingratitud y desprecio hacia él durante el camino hacia la tierra prometida.

Si cada uno de nosotros repasa con sinceridad y sin prejuicios la propia vida, descubrirá cuántas veces ha intervenido e interviene Dios para librarnos de peligros y proporcionarnos lo necesario para vivir. Siempre nos ha dado, nos da y nos cuida mucho más de lo que le pedimos y pensamos. La respuesta suele ser la ingratitud y la falta de correspondencia amorosa y gozosa a ese amor infinito.

Seamos agradecidos a sus bendiciones, siendo a la vez nosotros bendición para muchos otros: orando, ofreciendo y ayudando para que al fin nos conceda el máximo don: la resurrección y la vida eterna, nuestra “tierra prometida”.

Filipenses 3,8-14

Todo lo considero al presente como peso muerto en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. A causa de él ya nada tiene valor para mí y todo lo considero relativo mientras trato de ganar a Cristo. Y quiero encontrarme en él, no teniendo ya esa rectitud que pretende la Ley, sino aquella que es fruto de la fe de Cristo, quiero decir, la reordenación que Dios realiza a raíz de la fe. Quiero conocerlo, quiero probar el poder de su resurrección y tener parte en sus sufrimientos; y siendo semejante a él en su muerte, alcanzaré, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos. No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante; y olvidando lo que dejé atrás, corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de Dios en Cristo Jesús.

San Pablo tuvo la suerte de conocer directamente a Cristo Jesús en el camino de Damasco y en muchas otras ocasiones, como cuando fue arrebatado al “tercer cielo”. De su propia boca recibió el Evangelio. Por eso se enamoró totalmente de Jesús y se hizo testigo excepcional de su muerte y resurrección.

Consideraba como máxima felicidad el “superconocimiento” amoroso de Cristo, y anhelaba encontrarse con él por la resurrección, pero a la vez se sentía dichoso de compartir sus sufrimientos a favor de la salvación de los hombres. Llegó a decir: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.

Mas no por eso se consideraba perfecto ni en posesión del conocimiento total del Salvador, sino que era consciente de que debía continuar la carrera para conquistar a Cristo como Cristo lo había conquistado a él. Sabía que le faltaba mucho, y no podía perder tiempo mirando para atrás, sino que se lanzaba hacia lo que todavía le faltaba alcanzar en el acercamiento, conocimiento, amor y gozo de su Señor. Que este ejemplo maravilloso aumente en nosotros el ansia de conocer a Cristo, amarlo y compartir su muerte y su resurrección.

P. Jesús Álvarez, ssp.

No comments: