Sunday, March 04, 2007

TRANSFIGÚRANOS, SEÑOR, TRANSFIGÚRANOS

TRANSFIGÚRANOS, SEÑOR, TRANSFIGÚRANOS

2º domingo de cuaresma, 4 marzo 2007


Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a un monte alto. A la vista de ellos su aspecto cambió completamente. Incluso sus ropas se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: - Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía, porque estaban desconcertados. En esto se formó una nube que los cubrió con su sombra, y desde la nube se oyeron estas palabras: - Este es mi Hijo, el amado. ¡Escúchenlo! Y de pronto, mirando a su alrededor, no vieron ya a nadie; sólo Jesús estaba con ellos. Lucas 9, 28-36

Jesús anuncia a sus discípulos que su muerte está ya próxima, pero también su resurrección gloriosa. Mas ellos no comprenden ni creen ni les interesa lo de la resurrección, cegados por la ambición del reino terrenal de Cristo. Ellos, como Jesús, se sienten afligidos por ese inminente desenlace fatal. Pero con la transfiguración el Padre les muestra, a los discípulos y a Jesús, un anticipo de la resurrección. Y el Maestro ha querido que sus discípulos predilectos estén presentes, para que se animen viendo cuál es el sentido real de su muerte, como él les había anunciado: Y al tercer día resucitaré.

Los discípulos dudan de si Jesús no estará equivocado, si no está yendo hacia el fracaso total. Por eso el Padre, en la Transfiguración, quiere dar les una prueba más, hablándoles desde la nube: Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo. Quiere decir: “Créanle. Es cierto lo que dice: que al tercer día resucitará, porque es mi verdadero Hijo”.

El sufrimiento y la perspectiva de la muerte engendran tristeza y desesperanza en nosotros, si no miramos más allá: la resurrección. La tristeza sin la luz de la esperanza, no es cristiana: es contraria a la fe en la resurrección, la primera y fundamental verdad de nuestra fe.

Desde que Jesús sufrió, murió y resucitó, todo sufrimiento, y la muerte misma, tienen destino de resurrección y de vida, de felicidad y gloria sin fin. Nos lo asegura san Pablo: "Si sufrimos con Cristo, reinaremos con él; si morimos con él, viviremos con él”. Cada sufrimiento se nos compensará con un enorme peso de gozo y de gloria, si lo asociamos con fe y esperanza a los sufrimientos de Jesús. Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación alguna con el peso de gloria que se nos ha de manifestar, declara el mismo Apóstol.

En Cristo se verifican diversas transfiguraciones, incluso a la inversa. La primera fue la gran transfiguración de la encarnación: el Hijo de Dios se hace a la vez hijo de María. La otra gran transfiguración se verifica en la Eucaristía: el paso del Dios-hombre a pan y vino, para pasar a los hombres su vida divina: Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él. Y la última gran transfiguración de Jesús es la resurrección: el paso de Cristo muerto a Cristo resucitado y glorioso. Transfiguración que él nos ha ganado también para nosotros.

En la Eucaristía se verifica otra doble transfiguración: el hombre se transfigura en Cristo, y Cristo se transfigura en hombre y mujer, pobre y rico, anciano, joven y niño..., como anota san Pablo: Hasta que se forme Cristo en ustedes.

Si creemos en la presencia transfigurada de Jesús bajo las especies eucarísticas, debemos creer también en su presencia transfigurante bajo las especies humanas de los hombres, hermanos suyos y nuestros, con quienes él se identifica: Todo lo que hagan a uno de estos mis pequeños hermanos, a mí me lo hacen. E igualmente debemos creer en su presencia transfiguradora en nosotros mismos.

Convertirse es transfigurarse en Cristo por el amor, la fe viva y la unión real con él. Y es amar al prójimo, no sólo como a nosotros mismos, sino como él lo ama: hasta dar la vida por quienes amamos. Es vivir con la gozosa esperanza de la resurrección en medio de las vicisitudes gozosas y penosas de este mundo, que está en dolores de parto para engendrar un mundo nuevo, transfigurado, resucitado.

Génesis 15,5-12. 17-18

Yavé sacó a Abram afuera y le dijo: "Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Así será tu descendencia." Y creyó Abram a Yavé, el que lo tuvo en adelante por un hombre justo. Yavé le dijo: "Yo soy Yavé, que te sacó de Ur de los Caldeos, para entregarte esta tierra en propiedad." Abram le preguntó: "Señor, ¿en qué conoceré yo que será mía?" Le contestó: "Tráeme una ternera, una cabra y un carnero, todos ellos de tres años, y también una paloma y un pichón." Abram trajo todos estos animales, los partió por mitad, y puso una mitad frente a la otra; las aves no las partió. Las aves rapaces se lanzaban sobre la carne, pero Abram las ahuyentaba. Cuando el sol estaba a punto de ponerse, Abram cayó en un profundo sueño y se apoderó de él un terror y una gran oscuridad. Cuando el sol ya se había puesto y estaba todo oscuro, algo como un calentador humeante y una antorcha encendida pasaron por medio de aquellos animales partidos. Aquel día Yavé pactó una alianza con Abram diciendo: "A tu descendencia daré esta tierra desde el torrente de Egipto hasta el gran río Éufrates”.

Abram es anciano y no tiene descendencia. Situación muy penosa en aquellos tiempos. Pero Dios le promete una descendencia inmensa. Por la fe en la palabra de Dios, el “padre de los creyentes” engendra a un hijo, en el que será padre de multitudes a través de los siglos.

¿Quién no ha probado la tristeza de sentirse estéril en su vida, aunque haya tenido hijos de la propia carne? En especial cuando los hijos olvidan y abandonan a sus padres, y cuando además no se los ha engendrado en la fe, de modo que se pueden parafrasear con angustia las palabras de Jesús: ¿De qué me vale haber tenido hijos, si al final los pierdo para siempre?

¿Podrá ser auténtica la fe de los padres que no influye para en la vida de sus hijos? Aunque siempre es tiempo de empezar en serio, recurriendo a la oración, al ejemplo, al sacrificio ofrecido, a obras y actitudes de fe, y especialmente a la Eucaristía ofrecida por ellos y ofreciéndose con Cristo por ellos, con lo cual se ejerce el sacerdocio bautismal a su favor.

Y esta paternidad que, en unión con Cristo, engendra hijos para la vida eterna, se puede y se debe extender a toda la familia, amistades, vecinos... y a muchos otros. Así nos hacemos, en verdad, padres y madres de multitudes. A cada uno de nosotros Dios le ha asignado su parcela de salvación. Y debe cuidarla como un gran privilegio de salvación propia y ajena.

Filipenses 3,17-21. 4, 1

Sean imitadores míos, hermanos, y fíjense en los que siguen nuestro ejemplo. Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando. La perdición los espera; su dios es el vientre, y se sienten muy orgullosos de cosas que deberían avergonzarlos. No piensan más que en las cosas de la tierra. Nosotros tenemos nuestra patria en el cielo, y de allí esperamos al Salvador que tanto anhelamos, Cristo Jesús, el Señor. Pues él cambiará nuestro cuerpo miserable usando esa fuerza con la que puede someter a sí el universo, y lo hará semejante a su propio cuerpo, del que irradia su gloria.

San Pablo llora porque muchos convertidos a la fe en Cristo crucificado y resucitado, volvían al placer desordenado, convirtiendo el estómago y el sexo en ídolos de sus vidas, haciéndose así “enemigos de la cruz de Cristo”, y por tanto indignos de su resurrección.

¿Sobre cuántos cristianos lloraría san Pablo hoy? ¿También sobre mí y sobre ti? Vale la pena verificar con seriedad si nos estamos arrodillando o no ante esos ídolos, que hacen pasar por felicidad lo que sólo es gusto o placer, y al final privan de la felicidad eterna para siempre.

Si creemos que nuestra patria es el cielo, tenemos que echar mano de los medios para conquistarla. Y el medio esencial nos lo propone Jesús: Si alguno quiere ser mi discípulo, que cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Con él por el calvario hacia la resurrección.

Felizmente el sufrimiento y la cruz no son nuestro destino, sino sólo el camino por donde se sigue a Cristo hacia el destino que anhelamos: la resurrección y la gloria inmensa sin fin. La cruz es el sustancioso pan cotidiano de quien renuncia a gozar a costa del sufrimiento ajeno y a costa de su propia vida eterna; de quien decide arrancar las cruces de los que sufren y opta por ser leal a Dios, al prójimo y a sí mismo. Pero es una cruz que sana, salva y produce vida, alegría y felicidad, a semejanza de los dolores de parto de una madre amante de la vida que espera.

P. Jesús Álvarez, ssp.

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