Friday, April 06, 2007

VIERNES SANTO




VIERNES SANTO



El Padre no planificó la muerte de Jesús.

El Padre acudió al sufrimiento y muerte de su Hijo tramada por los hombres, para convertir la cruz en causa de victoria sobre el sufrimiento y sobre la muerte por la resurrección para la gloria. Dios opuso su plan de amor y vida al plan de odio y muerte de los hombres y de las fuerzas del mal. Y el amor y la vida triunfaron.

“Me amó y se entregó por mí”, exclama agradecido san Pablo. Ante todo, debemos gratitud a Cristo por haber asumido nuestras culpas y así podamos recibir el perdón y la vida eterna; y es necesario creer en el amor que Dios nos tiene, expresado en la entrega que nos hace de su propio Hijo. El amor es más fuerte que la muerte, pues nos merece la resurrección.

Y la más provechosa manera de gratitud nos la señala san Juan evangelista: “Como Cristo dio su vida por nosotros, así también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”. (1 Juan 3, 16). Porque en eso consiste el amor más grande, también hacia los nuestros: “Nadie tiene un amor tan grande como el que da la vida por los que ama”, afirma Jesús. Porque la salvación es el máximo bien que podemos conseguir para los nuestros: pues: “¿Qué le importa al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” Y podríamos añadir: “¿Si pierde a los suyos?”

El valor del sufrimiento.

Tarde o temprano, el sufrimiento y la muerte se hacen inevitables y tenemos que sufrirlos queramos o no. Pero el sufrimiento no tiene valor por sí mismo. Sólo cobra su valor máximo cuando se acoge y ofrece con amor y esperanza, asociando a la cruz de Cristo, ya desde ahora, todo dolor y la misma muerte por la salvación de los nuestros y del mundo entero; porque esa es la mejor manera de salvarnos también a nosotros mismos. Además es la única forma de que el sufrimiento se alivie con la esperanza en la resurrección y la gloria. Sin esperanza el sufrimiento se recrudece horriblemente en la desesperación.

No imitemos al avestruz que, ante el peligro, esconde la cabeza en la arena. Hay que afrontar el sufrimiento y la muerte de la única manera de convertirlos en éxito de salvación eterna: suplicando a Dios que nos dé la fuerza para soportarlos y ofrecerlos con fe, esperanza y amor. En las horas de sufrimiento, la intimidad con Dios es el único recurso, la única salida: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Dada nuestra condición de pueblo sacerdotal, podemos y debemos ofrecer también los sufrimientos de los nuestros y de toda la humanidad, asociándolos a los de Cristo por la salvación de todo el mundo

¿Por qué el sufrimiento?

Es un misterio con proyección de eternidad. Ahí está el porqué del sufrimiento del más inocente de los hombres: Cristo Jesús, que por la cruz ganó la resurrección y la gloria eterna para él y para nosotros. Ahí está también el porqué del sufrimiento de los inocentes, a los cuales les aguarda “un peso ingente de gloria”, como dice san Pablo.

El sufrimiento no viene jamás de Dios, sino de las limitaciones, errores y pecados humanos y de las poderosas fuerzas ocultas del mal.

El sufrimiento es ocasión de la presencia especial de Dios, que acude al dolor para convertirlo en fuente de de salvación y de felicidad. Los sufrimientos son como dolores de parto que nos engendran a nosotros mismos y engendran hijos para la Familia de la Trinidad.

Además el sufrimiento nos ayuda a valorar el bienestar, la salud, la felicidad temporal y eterna, pues los dones de Dios se aprecian sobre todo cuando sufrimos la privación de los mismos.

¿Por qué Dios no impide tantos sufrimientos?

Porque en el fondo el sufrimiento no es un mal en sí mismo, sino que se puede convertir en bien al ofrecerlo como Cristo, por amor. “Felices los que viven en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación”, decía san Francisco de Asís.

Porque Dios ha dado a los hombres el poder de evitar, curar y aliviar el dolor, pero muchos hombres y mujeres eligen todo lo contrario, y en lugar de arrancar cruces, las multiplican a millones por todo el mundo.

Porque se excluye a Dios de la vida, de la familia, de la política, de la enseñanza, del trabajo, de la sociedad, en la que se promueve la cultura de la muerte y la misma muerte, sobre todo en los hospitales abortivos, y para colmo, se le echa a Dios la culpa de todos los males. En una sociedad donde se mata impunemente a los inocentes porque estorban o porque su muerte da ganancias, ¿qué extraño es que se mate a cualquiera por los mismos motivo dentro y fuera de los hospitales? ¿Qué extraño que unas naciones maten a otras o se maten entre sí?

Viernes Santo y Eucaristía.

En la Eucaristía Cristo resucitado actualiza para nosotros, de forma incruenta, su pasión redentora. Y la máxima eficacia salvadora de la Eucaristía se logra cuando nos ofrecemos a nosotros mismos y nuestros sufrimientos junto con Cristo, como ofrenda agradable al Padre, por nuestra salvación, la de los nuestros y del mundo entero. Así ejercemos en la Eucaristía el sacerdocio bautismal conferido a todos los bautizados.

La Eucaristía no es un rito mágico o supersticioso que nos reparte bendiciones gratuitas o mágicas. Para que la Eucaristía resulte eficaz, es necesario colaborar con Cristo Resucitado a la propia salvación y la salvación del mundo. No hay mejor manera de lograr nuestra salvación que colaborando en la salvación de los demás, empezando por los de casa.


La Eucaristía supone la fe en la cruz, pues en ella Cristo sigue aplicándonos la eficacia salvadora de la cruz. Como se humilló en la pasión poniéndose en manos de los hombres, así se humilla en la Eucaristía poniéndose a disposición de los hombres en forma de pan. La Eucaristía supone fe en Cristo resucitado y presente, que la hace sacramento de salvación.


P. Jesús Álvarez, ssp.