Sunday, August 31, 2008

PERDER LA VIDA PARA GANARLA

PERDER LA VIDA PARA GANARLA

Domingo 22º tiempo ordinario- A /31 agosto 2008

Jesucristo comenzó a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y que las autoridades judías, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley iban a hacerlo sufrir mucho. Que incluso debía ser muerto y que resucitaría al tercer día. Pedro lo llevó aparte y se puso a reprenderlo: ¡Dios no lo permita, Señor! Nunca te sucederán tales cosas. Pero Jesús se volvió y le dijo: ¡Aléjate de mí, Satanás! Tú me harías tropezar. Tus ambiciones no corresponden a la voluntad de Dios, sino a la de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que entregue su vida por causa mía, la hallará. ¿De qué le serviría a uno ganar el mundo entero si se destruye a sí mismo? ¿Qué dará para rescatar su vida? Sepan que el Hijo del Hombre vendrá con la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno según su conducta. (Mateo. 16, 21-27).

Por la confesión de Pedro, los discípulos se afianzan en la fe de que Jesús es el verdadero Mesías, el Hijo de Dios, el único Salvador del mundo. Y Jesús se apoya en esa fe para revelarles su camino: la resurrección y la gloria a través del sufrimiento y la muerte. Pero la resurrección de Jesús no entraba en las ambiciones de los discípulos, y la muerte de Jesús suponía para ellos el fracaso total de sus sueños de grandeza y poder en el supuesto reino terreno de Jesús, en el cual ellos ocuparían los más altos cargos.

Por eso Pedro se lleva a Jesús aparte y lo reta diciéndole que no puede someterse a la muerte. Pero Jesús reprocha a Pedro duramente, llamándole “satanás” delante de todos, -no obstante lo haya nombrado fundamento de la Iglesia- pues se opone al plan de Dios, contrario a los planes de grandeza y poder humano de los discípulos.

Los cristianos, discípulos de Jesús hoy, ¿no merecemos también ser llamados “satanás” cuando nuestros planes egoístas cuentan a menudo más que los que Dios tiene para nosotros, para nuestra máxima felicidad en el tiempo y en la eternidad?

El mayor peligro para la Iglesia no está fuera de ella, sino dentro. Peligro que consiste en traicionar a Cristo, reduciendo el cristianismo a una religiosidad de cumplimientos, poderes y privilegios, normas y verdades teóricas aprendidas de memoria, pero sin influencia práctica de Jesús en la vida diaria, en la relación con el prójimo, en el trabajo, en las alegrías y penas. Y eso por ausencia de trato y compromiso personal de amistad con Cristo Resucitado presente en nuestras vidas, que es lo que nos hace cristianos auténticos.

Ser cristiano de verdad es una fiesta y un gozo insuperable, pero sólo para quienes viven de fe, de amor y esperanza; para quienes son libres y generosos, y no se acomodan a este mundo; para quienes Jesucristo es una persona viva, presente y actuante, a quien viven unidos.

Ese “gozo insuperable” de ser cristiano –persona unida a Cristo-, Jesús lo condiciona a la participación en sus sufrimientos: “El que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y se venga conmigo”. Y es la única manera de que nuestra cruz nos resulte liviana, sea fuente de felicidad en el tiempo y en la eternidad, y se realice en nosotros la paradoja de perder la vida para ganarla mediante la muerte herida de muerte por la resurrección.

Ir con Cristo, no es terminar en la muerte, sino ir a la resurrección y a la vida eterna mediante la muerte, llevando con Él, en paz, esperanza, amor y gozo, nuestra cruz diaria, como participación en su plan de salvación. “Felices los que viven en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación”, dice san Francisco de Asís.

Pero si estas verdades no nos conmovieran ni nos decidieran a vivir como cristianos auténticos, pensemos seriamente en las consecuencias: “¿De qué le serviría a uno ganar el mundo entero si al final se pierde a sí mismo?”

Jeremías 20, 7-9.

¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido! Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí. Cada vez que hablo, es para gritar, para clamar: «¡Violencia, devastación!» Porque la palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día. Entonces dije: «No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su nombre». Pero había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía.

Toda vida cristiana es vocación activa, como lo fue la vida de Jeremías. Dios nos llama y quiere “seducirnos” con promesas de paz, felicidad, resurrección y gloria eterna, y nos facilita la respuesta, pero no nos ahorra todas las dificultades y problemas que genera esa vocación-respuesta.

La verdadera respuesta a la vocación toca lo más hondo de nuestra persona, y produce desgarrones interiores de apegos que deforman nuestra vida cristiana y nos cierran a la vida eterna.

Ceder ante la crítica, la burla, la calumnia, la marginación, al qué dirán, es fracasar ante Dios y ante los hombres; obedecer a Dios será nuestro éxito eterno, y el de muchos otros, y tal vez la salvación de quienes no quieren ni vernos. Jesús se entregó también por sus verdugos.

La opción por Dios es opción por el hombre, incluso por el hombre enemigo, pero hermano a la vez por ser también él hijo de Dios.

No podemos dejar de secundar la Palabra de Dios con nuestra palabra y con nuestra vida, que es la palabra más elocuente. No hacerlo, nos lleva al fracaso total de la vida en el tiempo y en la eternidad. Decidámonos por la resurrección.

Romanos 12, 1-2

Hermanos, yo los exhorto, por la misericordia de Dios, a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer. No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

En este texto san Pablo, aunque no lo diga expresamente, indica lo que constituye la esencia del sacerdocio bautismal: “Ofrecerse a sí mismos como víctima viva, santa y agradable a Dios”, como Cristo se ofreció en el Calvario y se ofrece en la Eucaristía, pues así compartimos con él la salvación del mundo.

San Juan (1: 3, 16) lo dice de otra manera: “En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros; por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”.

Tarde o temprano, la vida tenemos que entregarla inevitablemente por la muerte. La podemos dar libremente y por amor ya desde ahora, asociándola a la muerte de Jesús por la salvación de los otros y la nuestra, y así recuperarla gloriosamente por la resurrección. O entregarla a regañadientes y maldiciendo para nuestra perdición.

Es decisivo elegir ya desde ahora, conscientemente, porque la muerte nos va a sorprender sin aplazamientos posibles, para abocarnos a la resurrección para la gloria o para la eterna “muerte segunda”.

El sacerdocio bautismal de los miembros del Pueblo de Dios, se ejerce en la vida ordinaria, haciéndolo y ofreciéndolo todo en nombre de Jesús en el altar del propio corazón.

Pero la expresión máxima del sacerdocio bautismal se verifica en la Eucaristía, donde compartimos el Sacerdocio supremo de Cristo, ofreciéndonos junto con él como ofrenda agradable, y orando con él por la salvación del mundo entero. Por su sacerdocio bautismal, los fieles también celebran la Eucaristía: no son simples asistentes o espectadores.

P. Jesús Álvarez, ssp.

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