Sunday, September 07, 2008

FRATERNIDAD RESPONSABLE

FRATERNIDAD RESPONSABLE

Domingo 23º tiempo ordinario-A / 07-09-2008

Dijo Jesús a sus discípulos: Si tu hermano ha pecado, vete a hablar con él a solas para hacérselo notar. Si te escucha, has ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo una o dos personas más, de modo que el caso se decida por la palabra de dos o tres testigos. Si se niega a escucharlos, informa a la asamblea. Si tampoco escucha a la iglesia, considéralo como un pagano o un publicano. Yo les digo: Todo lo que aten en la tierra, se mantendrá atado el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra, se mantendrá desatado el Cielo. Asimismo yo les digo: si en la tierra dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir alguna cosa, mi Padre celestial se lo concederá. Pues donde están dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Mateo 18, 15-20.

La Iglesia promueve la paternidad responsable, pero también la fraternidad responsable, que se responsabiliza y solidariza con bien y el mal ajeno: el bien que se recibe y se goza, y el mal que se padece y el que se hace.

Un componente esencial de la fraternidad responsable es la corrección fraterna, que ya se recomendaba en el Antiguo Testamento. Pero la corrección resulta eficaz si es de verdad fraterna, amorosa, pues si se hace con enojo, irritación, desprecio, amenazas, ironía, tono autoritario o de revancha, resulta inútil e incluso contraproducente.

La forma negativa de echar en cara los fallos, suele ser un recurso para ocultar defectos propios que no queremos reconocer ni corregir, una manera de desahogo, revancha, o ansia de superioridad, que se intenta afirmar a costa de rebajar al otro.

El objeto de la corrección debe ser un mal o daño real, un daño a sí mismo o a otra persona, a un grupo, a la naturaleza, al Creador…; no una simple forma de pensar, de vivir o de actuar diferente. La referencia para valorar el mal a corregir tiene que ser la Palabra de Dios, el bien del prójimo, de la creación, los valores del reino, y no los propios criterios, intereses o frustraciones.

La corrección será fraterna sólo si está hecha con amor, delicadeza y humildad, deseando de verdad el bien del otro, de los otros. Y quien corrige debe ser consciente de sus fallos y pecados, que tal vez le cuesta reconocer. Nos advierte Jesús: “Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra”; “Sácate primero la viga de tu ojo y luego verás para quitar la del ojo ajeno”. Es la regla de oro de la corrección fraterna.

Para corregir con amor, hay ver las virtudes del otro y no sólo sus defectos, y tener presentes los propios defectos y no sólo las virtudes. Y además imitar el ejemplo de Jesús, que nunca exigió que se le pidiese perdón, sino que siempre se adelantó a ofrecer el perdón; y pidió perdón para los mismos que le crucificaban.

La persona que, para sentirse superior, necesita de los fallos ajenos, si no lo encuentra, los inventa, cayendo en la calumnia con tal de rebajar a los otros.

Al final del evangelio de este domingo Jesús nos asegura que cuando dos o más se ponen de acuerdo para pedir algo en su nombre, Dios los escuchará, porque Jesús mismo estará en medio de ellos orando con ellos al Padre, por medio del Espíritu Santo, que “ora en nosotros con voces inefables”.

¡Qué importante y eficaz sería ponerse de acuerdo para pedir en nombre de Jesús la conversión de quien falla! A menudo es el único remedio posible, sobre todo cuando quien hace el mal se cree en lo justo.

Dios escucha siempre la oración hecha en nombre de Cristo y con Cristo presente, porque se pide lo mismo que él quiere, y el Espíritu Santo nos apoya.

Que Dios nos conceda la bendición de saber corregir fraternalmente, de aceptar y agradecer la corrección fraterna; de perdonar; de orar en grupo, en familia, pidiendo, agradeciendo y alabando a Dios en nombre de Jesús.

Ezequiel 33, 7-9.

Así habla el Señor: Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte. Cuando yo diga al malvado: «Vas a morir», si tú no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Si tú, en cambio, adviertes al malvado para que se convierta de su mala conducta, y él no se convierte, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida.

El profeta es como un centinela que vigila la ciudad y otea el horizonte para advertir sobre cualquier peligro que se presente. Y si ve al enemigo y no habla, se juega la vida.

Es una gran lección que es necesario aprender y vivir, pues todos somos profetas-centinelas en nuestro ambiente y en otros ambientes donde podemos llegar con la palabra y ejemplo de advertencia y salvación. No podemos callar ante el mal y el peligro ajeno alegando que no nos incumbe. Como tampoco se puede callar cuando se presenta la ocasión de mejorar las condiciones de vida de los otros.

Pero también hay que saber callar cuando el peligro o el pecado no son reales, sino inventados por la tendencia enfermiza a fustigar defectos ajenos para encubrir los propios y no corregirlos. Pero si el peligro o el pecado son reales, debemos hablar de parte de Dios, y no porque nos sentimos molestos.

Y una vez que hayamos hablado claro y sencillo, ya hemos cumplido con nuestra responsabilidad ante Dios. La insistencia machacona es contraproducente.

Por otra parte, a menudo es más eficaz cerrar la boca y abrir el libro de nuestra vida con el ejemplo, que suele hablar con más fuerza que la palabra.

Y no nos apoyemos en el viejo dicho: “Sálvese quien pueda”, ni apelemos a la excusa de Caín: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?”, porque sólo nos salvaremos si ayudamos a otros a salvarse, aunque parezca inútil nuestra ayuda: con el ejemplo, la oración, el sufrimiento ofrecido, las buenas obras, la palabra…

Romanos 13, 8-10.

Hermanos: Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. Porque los mandamientos: «No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás», y cualquier otro, se resumen en éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El amor no hace mal al prójimo, sino que busca sólo su bien. Por eso el amor es la plenitud de la Ley.

La deuda más grande con nuestros semejantes es el amor, que es don de Dios para los otros, lo máximo y más duradero –eterno- que podemos darles. No hay nada más valioso y placentero que el amor verdadero. Con el amor damos nuestra persona, que supera todo lo demás que podamos dar. Por eso hay que evitar el error fatal, tan común, de hacer pasar por amor el egoísmo o la utilización sensual.

El amor resume todos los mandamientos, pues quien ama no puede hacer daño a quien ama, sino que le hará todo el bien posible, aun a costa de los propios intereses, gustos y tendencias instintivas. He ahí la garantía del verdadero amor.

El que ama no se contenta con no hacer mal a nadie, sino que asume las exigencias del amor haciendo el bien a los más posibles, sobre todo ayudándoles a alcanzar el máximo bien: la salvación eterna; mas sin excluir la ayuda en otras necesidades cuyo remedio esté a nuestro alcance.

Jesús nos señaló la cuota del amor verdadero: “Ámense los unos a los otros como yo los amo”; o sea: hasta dar la vida por los que se ama, que a la vez es la mejor forma y garantía de salvarla para siempre. Y eso está al alcance de todos.

El amor con que Jesús nos ama, es el mismo amor con que el Padre lo ama a él. ¡Qué inmenso privilegio para agradecer en el tiempo y eternamente!

P. Jesús Álvarez, ssp.

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