Sunday, November 30, 2008

¡QUE NOS ENCUENTRE DESPIERTOS!

¡QUE NOS ENCUENTRE DESPIERTOS!

Domingo 1º de Adviento - B / 30-11-2008.

Decía Jesús a sus discípulos: Estén preparados y vigilantes, porque no saben cuándo será el momento. Cuando un hombre viaja al extranjero, dejando su casa al cuidado de los sirvientes, cada cual con su tarea, al portero le encarga estar vigilante. Lo mismo ustedes: estén vigilantes, ya que no saben cuándo vendrá el dueño de casa: si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo o de madrugada; no sea que llegue de repente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes, se lo digo a todos: estén despiertos. Marcos 13, 33-37.

El Adviento es tiempo especial de tomar más en serio nuestro destino eterno; tiempo de vigilancia, silencio fecundo, oración con gozosa apertura al Mesías que viene y se queda cada día en nosotros, entre nosotros.

El Adviento es tiempo privilegiado para aprender a vivir en continua conversión, despiertos y abiertos a la presencia del Resucitado, compañero de camino, y así prepararnos para el momento inesperado en que nos llame a entrar por la muerte a la resurrección y al paraíso eterno, a recibir el puesto de gloria que tiene preparado para quienes pasan por la vida haciendo el bien.

Vivir despiertos ante Cristo resucitado implica sobre todo vivir abiertos cada día ante las incontables necesidades del prójimo: en el hogar, en el trabajo, grupo, educación, evangelización, comunidad, hospital, cárcel, Iglesia, sociedad, política, medios de comunicación… El día que nos llame nos juzgará sobre la ayuda que le prestamos o negamos en el prójimo necesitado, con quien él se identifica.

Vivir dormidos, es vivir indiferentes ante el sufrimiento humano, hacer sufrir y, peor aun, vivir gozando a costa del dolor ajeno, del inocente, del indefenso, del pobre, del enfermo, del ignorante, del niño desvalido, del anciano.

Que Dios nos libre de ese fatal letargo y nosotros hagamos lo posible para despertarnos de ese nefasto sueño. Nos examinará sobre lo que hicimos mal, pero sobre todo sobre el bien que no hicimos, habiendo podido hacerlo.

Adviento no significa esperar un nuevo nacimiento de Cristo, que nació una sola vez hace más de dos siglos, y hoy se revive o conmemora. No se puede esperar a quien ya vino y está con nosotros, según su explícita promesa: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. No podemos imitar a los judíos que lo siguen esperando, anclados en el Antiguo Testamento.

El objetivo verdadero del Adviento como preparación a la celebración conmemorativa de Navidad y a la última venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos, consiste en acogerlo en su venida real y continua a nuestra vida de cada día, e intensificar la unión viva con él, para que “se forme en nosotros” y en nosotros se transparente en las más diversas situaciones y personas.

Así él nos acogerá en su venida al final de nuestros días terrenos y nos tendrá a su derecha en su última venida gloriosa al fin de los tiempos.

Esa venida permanente de Cristo resucitado a nuestra persona y a nuestra vida, él mismo la confirma con su palabra infalible: “Estoy a la puerta y llamo; si alguien me abre, entraré y comeremos juntos”. “Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él”. “Quien me come, vivirá por mí”.

La Eucaristía es el acontecimiento admirable donde se realiza el “adviento” privilegiado, si la vivimos y acogemos de verdad a Cristo en la comunión.

La apertura diaria del Mesías Salvador y la ayuda al prójimo por amor a él, es la que proporciona eficacia salvadora a nuestra vida y a todo lo que vivimos, gozamos, sufrimos y hacemos en su nombre. Es el camino hacia la dichosa y gloriosa Navidad eterna en la Casa del Padre. ¡Que él no permita que la perdamos!

Isaías 63, 16-17. 19; 64, 2-7.

¡Tú, Señor, eres nuestro Padre, «nuestro Redentor» es tu Nombre desde siempre! ¿Por qué, Señor, permites que nos desviemos de tus caminos y se endurezcan nuestros corazones dejando de temerte? ¡Vuelve, por amor a tus servidores y a las tribus de tu herencia! ¡Si rasgaras el cielo y descendieras, las montañas se disolverían delante de ti! Cuando hiciste portentos inesperados, que nadie había escuchado jamás, ningún oído oyó, ningún ojo vio a otro Dios, fuera de ti, que hiciera tales cosas por los que esperan en Él. Tú vas al encuentro de los que practican la justicia y se acuerdan de tus caminos. Tú estás irritado, y nosotros hemos pecado, desde siempre fuimos rebeldes contra ti. Pero Tú, Señor, eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla, y Tú, nuestro alfarero: ¡todos somos la obra de tus manos!

Los israelitas no saben explicarse cómo ellos han llegado a tales extremos ni cómo Dios lo haya consentido y les oculte su rostro, dejándolos a merced de sus pecados. Sin embargo, en medido de tanto sufrimiento, se abre paso la esperanza y la súplica confiada a Dios: reconocen sus culpas, le piden perdón y lo invocan como Padre, tal y como enseñaría Jesús de Nazaret cinco siglos más tarde.

Un padre no puede desear el mal de sus hijos ni permanecer insensible ante su desgracia, por más culpable que sea. Sin embargo, Dios no obliga al hombre a recibir su perdón. Sólo quien lo pide y acoge, puede ser perdonado por él.

Una lección muy actual, pues la gran mayoría de los humanos expulsan a Dios de su vida individual, familiar, social, ¡e incluso religiosa, negándolo con la vida mientras lo proclaman con la palabra o con ritos! Y no solamente lo expulsan, sino que lo culpan neciamente de sus propios males. Así terminan sufriendo las desastrosas consecuencias de los pecados propios ajenos, como vemos día a día.

Sin embargo, la única solución posible está sólo en volverse a Dios, reconociendo la culpa propia y la ajena; pedir perdón, convertirse a él y apelarse a su entrañable ternura de Padre, a su amor. Y suplicar y esperar la intervención divina, que no puede fallar, pues “si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.

1 Corintios, 1, 3-9.

Hermanos: Llegue a ustedes la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. No dejo de dar gracias a Dios por ustedes, por la gracia que Él les ha concedido en Cristo Jesús. En efecto, ustedes han sido colmados en Él con toda clase de riquezas, las de la palabra y las del conocimiento, en la medida que el testimonio de Cristo se arraigó en ustedes. Por eso, mientras esperan la Revelación de nuestro Señor Jesucristo, no les falta ningún don de la gracia. Él los mantendrá firmes hasta el fin, para que sean irreprochables en el día de la Venida de nuestro Señor Jesucristo. Porque Dios es fiel, y Él los llamó a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor.

El panorama que presenta san Pablo es totalmente opuesto al presentado por Isaías. Pablo augura a la comunidad de Corinto "la gracia y la paz" del Padre y del Hijo. La gracia es el don que el Padre hace al mundo y al hombre, al entregarle a su propio Hijo, el Príncipe de la paz; paz que él transmite a quienes lo acogen.

Jesucristo es el compendio viviente de todos los bienes mesiánicos anunciados por los profetas, y abre para el hombre la experiencia de una nueva relación filial con Dios, Padre de Jesús y Padre nuestro. El mismo Jesús nos garantiza: “El amor con que el Padre me ama a mí, los amo yo a ustedes”. ¡Infinita dignación que jamás podríamos imaginar ni podremos agradecer lo suficiente!

Viviendo esta relación filial en comunión con Jesús, que nos prometió estar todos los días con nosotros, él nos “mantendrá firmes e irreprochables hasta su venida”. Dice san Pablo en otro texto: “Sé de quién me he fiado”. Que así sea.

P. Jesús Álvarez, ssp.

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