Sunday, January 11, 2009

BAUTISMO Y CONVERSIÓN


BAUTISMO Y CONVERSIÓN


Bautismo del Señor - B / 11-1-2009


En aquel tiempo Juan proclamaba este mensaje: “Detrás de mí viene uno con mayor poder que yo, y yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias arrodillado ante Él. Yo les he bautizado con agua, pero Él los bautizará en el Espíritu Santo”. En aquellos días llegó Jesús de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Al momento de salir del agua, Jesús vio los cielos abiertos: el Espíritu bajaba sobre Él en semejanza de paloma, mientras se escuchaban estas palabras del cielo: “Tú eres mi Hijo, el Amado, mi Elegido”. (Marcos 1, 7 -11).


Juan presenta a Jesús ante la gente, pero a la vez se considera indigno de ayudarle a sacarse las sandalias; y todavía se ve más indigno de bautizarlo. Sólo acepta por mandato expreso de Jesús. Luego el mismo Padre celestial confirma la palabra de Juan presentando a su Hijo: “Tú eres mi Hijo amado, mi Elegido”. Ante Cristo, ¿nos sentimos indignos como Juan?


En la transfiguración el Padre presenta a Jesús con las mismas palabras a los tres discípulos predilectos. Luego lo acogerá en la cruz por nuestra salvación, lo resucitará en la Pascua y lo sentará a su derecha el día de la Ascensión. En su gloria espera y acoge a la humanidad redimida por su vida, muerte y resurrección. Allí nos espera para cumplir su promesa: "Me voy a prepararles un puesto y luego vendré a buscarlos".


Jesús, el Hijo de Dios, no recela ponerse a la cola con los pecadores para ser bautizado por Juan, y conferir, por su bautismo, fuerza salvadora todas las aguas del mundo. Él cargará con nuestros pecados camino del calvario y nos justificará por su resurrección.


Con el bautismo, Cristo inicia su misión mesiánica de liberar al pueblo y al mundo de sus esclavitudes, penas y pecados, y así abrirle las puertas de la resurrección y la vida eterna.


Jesús sigue hoy mezclándose entre nosotros, pecadores, para arrancarnos del pecado. Se pone medio nosotros en la Eucaristía, en su Palabra, en el prójimo, en la creación, en el sufrimiento y en la alegría. Pero sin renunciar a su real y oculta condición divina, pues sólo desde su divinidad puede quitarnos el pecado y resucitarnos.


La Iglesia, pecadora en sus miembros (nosotros), pero santa en su Cabeza (Jesús), continúa la misión liberadora, santificadora y salvífica de Cristo. La Iglesia debe encarnarse y humanizarse como su Cabeza, pero sin olvidar su condición divina gracias a su unión con el Hijo de Dios, el único que puede salvar, sirviéndose de la Iglesia.


Si la Iglesia –pueblo y pastores- olvidara esta su condición divina, haría traición a su misión, al pueblo de Dios y a Dios mismo, pues cerraría las puertas de la salvación en lugar de abrirlas. Los ministros y los miembros de la Iglesia no son los que libran del pecado y salvan, sino que es Cristo Resucitado quien libra y salva por medio de ellos, si están de verdad unidos a él.


El bautismo nos une al bautismo de Jesús, nos hace miembros de su Cuerpo místico, la Iglesia, y nos asocia a su misión sacerdotal para salvación de la humanidad. El bautismo purifica y salva a condición de que se abrace una vida cristiana auténtica, la cual exige un compromiso de libertad frente a las seducciones del poder, del placer y del dinero.


Los bautizados en la infancia logramos la madurez del bautismo asumiéndolo con una fe consciente, adulta, que es amor a Dios y amor-servicio al prójimo. Fe que es acogida al Hijo, gratitud al Padre y apertura al Espíritu Santo, que nos bautiza con el fuego de su amor.


Sólo puede considerarse cristiano quien escucha a Cristo, está unido a él y sigue su camino cumpliendo su Palabra. En el Bautismo Jesús se consagró como hombre para los demás; y el bautismo nos hace también a nosotros personas para los demás, amándolos como Cristo los ama.


Una vida egoísta, centrada en uno mismo, es negación del bautismo, negación de Cristo y del prójimo, negación de la fe y renuncia a la salvación.


Amar a Cristo, ser cristiano, vivir el bautismo, es escuchar su palabra y llevarla a la práctica: “Quien me ama, cumple mis palabras”. Es vivir el mandato de Dios Padre: "Este es mi Hijo amado; escúchenlo".


Isaías 55, 1-11


Así habla el Señor: ¡Vengan a tomar agua, todos los sedientos, y el que no tenga dinero, venga también! Coman gratuitamente su ración de trigo, y sin pagar, tomen vino y leche. ¿Por qué gastan dinero en algo que no alimenta y sus ganancias, en algo que no sacia? Háganme caso, y comerán buena comida, se deleitarán con sabrosos manjares. ¡Busquen al Señor mientras se deja encontrar, llámenlo mientras está cerca! Que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva al Señor, y Él le tendrá compasión, a nuestro Dios, que es generoso en perdonar. Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos -oráculo del Señor-.


Todo el mundo está sediento de felicidad, pero la gran mayoría busca la felicidad en donde no está, y acude a beber en charcas envenenadas, que ofrecen felicidad ficticia, y al fin terminan siendo tumbas de la felicidad.


Se gastan energías, dinero, salud y la misma vida en procurar placeres y satisfacciones que siempre dejan insatisfechos, creando una adicción que exige cada vez más, incluso a costa del sufrimiento y la muerte del prójimo y la propia. Lo cual no sucede sólo con la droga, el alcohol, el sexo idolatrado, sino también con otros placeres y gratificaciones que suplantan a Dios en sus hijos, y que tarde o temprano dejan las manos vacías y privan de la verdadera felicidad en el tiempo y en la eternidad. “No hay nada tan infeliz como la felicidad del pecador”.


Ante esta situación, Dios invita a tomar gratuitamente agua pura y manjares exquisitos en la misma fuente de toda felicidad, que es él. Si las cosas caducas que salen de sus manos pueden dar algo de felicidad pasajera, ¡cuán grande, pura y perenne será la felicidad nos dará él mismo en persona! Dios nos cambia en fuente de felicidad el sufrimiento y la misma muerte, y hace que toda felicidad temporal gozada conforme a su voluntad y con gratitud, se haga mayor felicidad en el tiempo y nos la multiplique al infinito en el paraíso.


Abramos los ojos, la mente y el corazón para no caer en las charcas seductoras pero envenenadas, y para volvernos a la fuente de toda felicidad temporal y eterna: Dios, la felicidad en persona a nuestro alcance, y que nos busca; dejémonos encontrar por él.


1 Juan 5, 1-9


Queridos hermanos: El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y el que ama al Padre ama también al que ha nacido de Él. La señal de que amamos a los hijos de Dios es que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. El amor a Dios consiste en cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga, porque el que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Jesucristo vino por el agua y por la sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio porque el Espíritu es la verdad. Son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo. Si damos fe al testimonio de los hombres, con mayor razón tenemos que aceptar el testimonio de Dios. Y Dios ha dado testimonio de su Hijo.


La fe en Cristo Jesús como único Salvador nuestro y del mundo, es un don de Dios, pues nosotros no podemos ni siquiera pronunciar con amor y convicción el nombre de Jesús, sin la ayuda del Espíritu Santo. Sólo él nos da la luz para comprender quién es Cristo.


No se puede olvidar en la práctica que la fe en sentido bíblico-evangélico, es adhesión amorosa a Dios, en sus tres divinas Personas. La fe sin amor no es verdadera fe, es sólo fe teórica que no salva. La fe sin amor es propia del diablo, pero no les sirve de nada.


El amor a Dios y a los hijos de Dios –dos amores inseparables- se demuestra y se vive cuando se cumplen sus mandamientos, pues los mandamientos son la expresión concreta del amor a Dios y del amor al prójimo. Este doble amor es el que nos hace hijos de Dios en su Hijo.


El amor hace posible que los mandamientos no sean una carga pesada, porque el mismo Dios nos da la fuerza para cumplirlos con gozo en la seguridad del premio eterno.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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