Sunday, January 18, 2009

SEÑOR, ¿DÓNDE VIVES?


SEÑOR, ¿DÓNDE VIVES?


Domingo 2° durante el año – B / 18-01-09


Juan el Bautista se encontraba de nuevo en el mismo lugar con dos de sus discípulos. Mientras Jesús pasaba, se fijó en él y dijo: "Ese es el Cordero de Dios." Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: ¿Qué buscan? Le contestaron: Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Jesús les dijo: Vengan y lo verán. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que siguieron a Jesús por la palabra de Juan. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Kefas (que quiere decir Piedra). Juan 1, 35-42.


Este texto evangélico sugiere el modelo más eficaz de pastoral vocacional, que debe ser la tarea y preocupación primordial de la Iglesia, de las congregaciones religiosas, del clero y del laicado católico: “¡Hemos encontrado a Cristo!” “Vengan y vean”.


Un 90 % de los bautizados en la Iglesia viven descolgados de ella, y son la presa más fácil y cuantiosa del proselitismo de las sectas. Cada día se pasan a “otra confesión” miles de bautizados católicos, -que nunca han vivido a fondo su bautismo y no han conocido a su Iglesia ni a su Cabeza, Cristo resucitado- y por eso se convierten en eficaces agentes de proselitismo, alegando la misma motivación de Andrés: “¡Por fin hemos encontrado a Cristo!” Aunque luego no corresponda a la verdad ni a la realidad.


Los católicos “fieles” desean que haya buenos y abundantes sacerdotes, pues los necesitan para vivir y para morir bien. Pero pocos se interesan en serio de promover las vocaciones sacerdotales y religiosas. Ignoran el mandato apremiante de Jesús: “Rueguen al Dueño de la mies que envíe buenos obreros a su mies”.


“Las vocaciones son un don del Dios providente a una comunidad orante”, y a él hay que pedírselas y en su nombre acogerlas, y cuidarlas, conscientes de la afirmación de Jesús: “Soy yo quien los ha elegido”. La primera e indispensable tarea es ayudar al vocacionable a encontrarse con Cristo, el único que puede llamar y dar la fortaleza para seguirlo.


Las sectas comprometen desde el principio a sus laicos en la tarea de conquistar nuevos adeptos, en el pago de los diezmos y preparan abundancia de pastores. En eso nos dan ejemplo. En nuestra Iglesia católica, al menos en algunas parroquias y congregaciones, están surgiendo grupos de laicos comprometidos en la evangelización, pero son todavía muy pocos. Jóvenes de esos grupos se abrirán al sacerdocio y a la consagración para el Reino.


La Iglesia –jerarquía, clero y laicado– tiene ante sí la tarea más urgente e impostergable: salir en busca del 90% de las ovejas perdidas - católicos sólo de bautismo y nombre - dándoles a conocer todo lo que Jesús ha entregado a su Iglesia para ellos: su presencia viva, la redención, el sacerdocio, el Bautismo, la Eucaristía, y los demás sacramentos, la Biblia, el amor y el perdón de Dios Padre y a Jesús mismo...


Jesús ordenó a los suyos: “Vayan y evangelicen a todos los hombres”, pero “empiecen por los hijos descarriados de la Iglesia”, que son la gran mayoría de los bautizados, saliendo de la reducida y cómoda minoría de los que va a la parroquia, que deben hacerse misioneros.


“Las obras de Dios las hacen los hombres y mujeres de Dios”, que vivan en Cristo –eso es la santidad - y repitan convencidos la invitación de Jesús: “¡Vengan y vean!”, en especial a través de los medios más rápidos, más eficaces y de mayor alcance: los maravillosos medios de masas. Pero siendo a la vez testigos de Cristo resucitado para los cercanos y alejados: “¡Hemos encontrado al Salvador!”


1 Samuel 3,3-10. 19


Samuel estaba acostado en el Templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: «Aquí estoy». Samuel fue corriendo adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Pero Elí le dijo: «Yo no te llamé; vuelve a acostarte». Y él se fue a acostar. El Señor llamó a Samuel una vez más. Él se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Elí le respondió: «Yo no te llamé, hijo mío; vuelve a acostarte». Samuel aún no conocía al Señor, y la palabra del Señor todavía no le había sido revelada. El Señor llamó a Samuel por tercera vez. Él se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Entonces Elí comprendió que era el Señor el que llamaba al joven, y dijo a Samuel: «Ve a acostarte, y si alguien te llama, tú dirás: Habla, Señor, porque tu servidor escucha». Y Samuel fue a acostarse en su sitio. Entonces vino el Señor, se detuvo, y llamó como las otras veces: «¡Samuel, Samuel!» Él respondió: «Habla, porque tu servidor escucha». Samuel creció; el Señor estaba con él, y no dejó que cayera por tierra ninguna de sus palabras.


La vocación de Samuel es modelo de toda vocación cristiana, sacerdotal y consagrada. El primer paso o condición es reconocer la voz de Dios, y luego escucharla y seguirla. El solo bautismo no capacita para reconocer la voz de Dios, sino que se necesita un guía que ayude a reconocer esa voz y a seguirla, y que confiese como Elí: “No soy yo quien te ha llamado, sino Dios, al que debes escuchar y seguir”. La vocación es don de Dios, no propiedad personal.


Todo cristiano recibe en el bautismo la vocación a ser profeta (hablar en nombre de Dios); sacerdote (dar una mano a Dios en la salvación de los hombres) y rey (vivir y contagiar la libertad de los hijos de Dios). La vocación sacerdotal, misionera, consagrada son sólo la radicalización de la vocación bautismal en una unión más intensa con Cristo para compartir con él, en consagración radical, la obra de la liberación y salvación de los hombres. Vivida así, la vida consagrada sí es un encanto.


Pero se necesita el trato asiduo con Cristo resucitado. “Hablen de los hombres a Dios para hablar de Dios a los hombres”, decía Santo Domingo de Guzmán.


1 Corintios 6, 13-15. 17-20


Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros con su poder. ¿No saben acaso que sus cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor se hace un solo espíritu con Él. Eviten la fornicación. Cualquier otro pecado cometido por el hombre es exterior a su cuerpo, pero el que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿O no saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos.


Dios es el autor del placer inherente a la comida, a la bebida, al sexo, al oído, al tacto, al olfato, a la buena salud, etc. Pero el cuerpo no se nos ha dado sólo para el placer físico y temporal, sino principalmente para el placer inmensamente superior de toda la persona en la vida eterna, donde tendremos un cuerpo glorioso como el de Cristo resucitado.


El desorden y abuso del placer contra el sentido y destino que Dios le ha dado, -lo cual es idolatría por ser rechazo a Dios-, no sólo privará del placer temporal para siempre, sino que se perderá el placer inmensamente mayor y eterno del cuerpo resucitado. Quienes se creen dueños de su cuerpo y abusan de él, lo perderán para siempre.


Nuestro cuerpo ha sido comprado por Cristo con su sangre para hacerlo totalmente nuestro por la resurrección. La dignidad de nuestro cuerpo es incomparable, es la obra maestra de Dios en la creación visible, y lo ha hecho templo suyo y miembro de Cristo.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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