Sunday, May 31, 2009

¡VEN, ESPÍRITU SANTO!


¡VEN, ESPÍRITU SANTO!


Pentecostés, 31-05-2009


Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes! Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: ¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también a ustedes. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo: a quienes absuelvan de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos. (Juan. 20,19-23).

Hoy es el cumpleaños de nuestra Madre la Iglesia, que nació el día de Pentecostés por obra del Espíritu Santo, como Jesús había nacido de María.


El Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad, es quien hizo surgir toda la creación y la conserva en vida. No es una simple paloma, figura bajo la que se apareció en el bautismo de Jesús; el día de Pentecostés se manifestó también en forma de llamas de fuego y viento fuerte.


Son muchos otros los signos que representan al Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, y nos dan una idea más apropiada de él: vida, fuego, luz, calor, agua, don, consuelo, dulce huésped, descanso, brisa, viento, gozo, aliento, fortaleza, amor, libertad, paz; y su misión es dar vida, crear, enriquecer, alentar, regar, sanar, lavar, guiar, transformar, liberar, repartir dones, salvar, resucitar…


Jesús dice a sus discípulos –los cristianos somos sus discípulos también- “Como el Padre me envió a mí, así los envío yo a ustedes”. No se trata una consigna en exclusiva para la jerarquía o el clero, sino que compromete a toda la comunidad, a todo cristiano, por el mero hecho de ser cristiano, nombre que significa “portador de Cristo”, “testigo de Cristo resucitado”.


Como el miedo y la cobardía “encerró” a los discípulos de Jesús, así los pastores y los fieles que no crean que Cristo resucitado está presente en medio de ellos con su Espíritu para llenarlos de paz, alegría, fortaleza y seguridad, caerán en la inutilidad y el escándalo. Jesús nos garantiza: “Estoy con ustedes todos los días”. ¡Inmensa dignación! Sólo hace falta que correspondamos a esa promesa entrañable con el gozoso esfuerzo cotidiano de “estar con él todos los días”.


Ser testigos de Jesús no consiste sólo en repetir sus palabras y su doctrina, sino en imitarlo en sus actitudes y obras, acogerlo en la vida, darlo a conocer; lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo en nosotros, como lo afirma san Pablo: “Ni siquiera podemos decir: ‘Jesús es el Señor’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. “Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo”. Sin su ayuda “nada bueno hay en el hombre, nada saludable”.


A pesar de ser débiles, pecadores y deficientes, Jesús nos encomienda su misma misión que había confiado a los apóstoles, en un mundo donde imperan las poderosas fuerzas del mal, que nos superan con mucho. Pero si nos encarga la misma misión que a los apóstoles, también pone a nuestra disposición los dones y carismas necesarios para realizarla, como lo hizo con ellos.


Jesús nos envía el Espíritu Santo y viene con él para que produzcamos mucho fruto, asegurado con promesa infalible: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. Por eso nuestra primera y principal ocupación y preocupación tiene que ser en absoluto la de vivir unidos a Cristo resucitado presente; todo lo demás es relativo, por muy bueno que sea.


San Pablo nos asegura la meta y el premio: “El mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos, vivificará también sus cuerpos mortales por obra de su Espíritu que habita en ustedes”. Ése es nuestro glorioso destino.


Hechos 2, 1-11


Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran. Estaban de paso en Jerusalén judíos piadosos, llegados de todas las naciones que hay bajo el cielo. Y entre el gentío que acudió al oír aquel ruido, cada uno los oía hablar en su propia lengua. Todos quedaron muy desconcertados y se decían, llenos de estupor y admiración: "Pero estos ¿no son todos galileos? ¡Y miren cómo hablan! Cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestras propias lenguas las maravillas de Dios."

Los discípulos, unidos en torno a la Madre de Jesús, compartían el miedo y el sufrimiento, la oración confiada y la esperanza. Estaban cerrados en el Cenáculo, pero abiertos al Espíritu Santo. Por otra parte, si se hubieran dispersado, no habría sido posible el milagro extraordinario de Pentecostés. Luego el milagro se prolonga en las calles y plazas: la gente escucha y se convierte al oír a los apóstoles hablar con valentía de Cristo resucitado.


Antes de la pasión Jesús decía a sus discípulos: “En esto reconocerán que son mis discípulos: en que se amen unos a otros”; y oraba por ellos: “Padre, que sean uno, como tú y yo somos uno, para que el mundo crea”. Vivían unidos y les creían. ¡Cuánta esterilidad y escándalo por falta de unión en el amor!


La unión en el amor de Cristo es la primera condición –y la primera palabra creíble- para la eficacia salvadora en la evangelización y en la catequesis. La unión con y en Cristo es la palabra que todo el mundo entiende.


Grupos, comunidades, catequistas, familias cristianas, clero y laicos, sólo harán creíble el Evangelio si viven esa unión en torno a Cristo resucitado, que sigue enviando su Espíritu a quienes lo desean, lo piden y lo acogen.


El cristiano –clero o laico- unido a Cristo en el Espíritu, “es imposible que no produzca frutos de salvación, como es imposible que el sol no produzca luz y calor” (S. J. Crisóstomo), puesto que lleva en sí al mismo Sol, Cristo resucitado.


1 Corintios 12, 3-7. 12-13


Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.


Parecería que san Pablo exagera al afirmar que por nosotros solos ni siquiera podemos decir: “Jesús es el Señor”. Pero no se refiere a pronunciar la frase, sino a creer amorosamente que Jesús es el Hijo de Dios, muerto y resucitado, vivo y presente entre nosotros. Esa fe no es posible sin la ayuda del Espíritu Santo.


Asimismo, sólo es posible por la acción del Espíritu Santo el que cada cual asuma con gozo, convicción y gratitud activa sus talentos para cumplir su misión en el mundo, en la Iglesia, en la familia, en el grupo o comunidad, como valiosa aportación a la obra de la liberación y salvación encabezada por Cristo en el Espíritu, para “hacer un solo rebaño bajo un solo Pastor”.


Supliquemos los dones del Espíritu, como hicieron los apóstoles en intensa oración unidos con María, la Madre de Jesús y nuestra, Madre y Reina de los Apóstoles.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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