Sunday, August 23, 2009

CREER Y VIVIR EN SU PRESENCIA AMOROSA


CREER Y VIVIR EN SU PRESENCIA AMOROSA


Domingo 21° del tiempo ordinario B – 23-08-2009.


Después de escuchar la enseñanza de Jesús, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?» Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?» Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios» (Juan 6, 60-69).

Jesús había afirmado algo totalmente nuevo: “Yo soy el pan de vida que baja del cielo. El que coma de este pan, vivirá para siempre”. “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes”. Y la mayoría del auditorio se “escandaliza”, no acepta que Jesús, el hijo de un simple carpintero del pueblo, use un lenguaje tan desconcertante, extraño, difícil de admitir. Y la mayoría opta por lo más fácil: abandonar.

Este alejarse de Cristo, Pan de vida, sigue repitiéndose a través de la historia: casi todas las iglesias separadas y las sectas han abandonado la Eucaristía, privando a sus adeptos del don más grande de Dios a los hombres: Cristo hecho Pan de Vida eterna.

Pero lo que más “escandaliza” es que un 90% de los mismos católicos, una vez hecha la primera comunión, abandonan la Eucaristía y la Iglesia. Pero tampoco todos los que van a misa los domingos reciben la comunión, porque, en realidad, no creen en Cristo eucarístico resucitado. Y muchos de los que la reciben, no creen ni aman al que reciben. Aceptan el rito, pero no la Persona viva de Cristo. Prefieren una vida cómoda antes que el esfuerzo de imitar a Jesús, como exige la unión eucarística con él para tener vida y gloria eterna.

La Eucaristía sin fe y sin amor a Cristo y al prójimo, es un fatal contrasentido. Como el beso hipócrita de Judas, con sus desastrosas consecuencias, según afirma San Pablo: “Se tragan la propia condena”. ¡Dios nos libre de tan gran desgracia irremediable!

Quien no cree ni acoge conscientemente a Cristo en la Eucaristía, ¿cómo va a creer que ha resucitado y subido al cielo, y que nos invita a recorrer el mismo camino por él abierto? ¿Cómo podrá reconocerlo y acogerlo cuando se le presente al final de su vida?

Urge, pues, verificar nuestra fe amorosa en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y suplicarle con insistencia un aumento de fe y amor hacia él: Te creo, te amo y en ti espero, mas aumenta mi fe, mi amor y mi esperanza. “Señor mío y Dios mío”.

Por otra parte, Jesús afirma que es imposible unirse a él si el Padre no nos lo concede. Pero nos indica cómo lograr que nos lo conceda: “Pidan y recibirán, porque quien pide, recibe, y quien busca, encuentra”. “Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, él se lo concederá”.

Repitamos con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Creemos más allá de lo que vemos y tocamos. Somos felices por creer y amar sin ver. Esperamos, acogemos y amamos a Cristo como único Salvador, y nos asociamos a su cruz, la cual nos merecerá la resurrección y la vida eterna. Lo tenemos como luz, alegría, paz y salvación; creemos y vivimos en su presencia y amistad infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

La catequesis eucarística suele fallar por la base: se ocupa más de la doctrina y del rito, que de llevar a encuentro real con Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Hay hambre de Cristo, pero también anemia espiritual por falta de real experiencia de Jesús eucarístico.


Josué 24,1-2

Josué reunió en Siquém a todas las tribus de Israel, y convocó a los ancianos de Israel, a sus jefes, a sus jueces y a sus escribas, y ellos se presentaron delante del Señor. Entonces Josué dijo a todo el pueblo: «Si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: si a los dioses a quienes sirvieron sus antepasados al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes ahora habitan. Yo y mi familia serviremos al Señor».
El pueblo respondió: «Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud, a nosotros y a nuestros padres, y el que realizó ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios. Él nos protegió en todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por donde pasamos. Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que Él es nuestro Dios».

Josué nos invita también a nosotros a decidir libre y conscientemente a quién queremos amar y servir de veras: a Dios, fuente de todo bien, de la vida y de la salvación; o a los ídolos del placer desordenado, del dinero injusto y del poder abusivo, que terminan destruyendo a sus mismos adoradores.

Es decisivo, para no jugarnos la vida eterna, reconocer lealmente si servimos o no a Dios en el templo de nuestra persona y de nuestra vida, y no sólo en el templo de piedra o cemento.

Huyamos del autoengaño de dar por supuesto que Dios tiene seguro su trono en nuestro corazón y nuestra vida. Pueden servirnos estas pistas de verificación: “De la abundancia del corazón habla la boca”. “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”. “Por sus frutos los conocerán”, aplicándoselo a uno mismo.


Efesios 5,21-32

Hermanos: Sométanse los unos a los otros, por consideración a Cristo. Las mujeres respeten a su propio marido como al Señor, porque el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo es la Cabeza y el Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo. Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido. Los maridos amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. "Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne". Éste es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia. En cuanto a ustedes, cada uno debe amar a su propia mujer como a sí mismo, y la esposa debe respetar a su marido.

Por este texto se ha tachado de machista a San Pablo. Pero él deja bien claro que la ley suprema del matrimonio es el amor, el único valor que hace iguales, libres y felices a los esposos. Al aconsejar: “Sean esclavos los unos de los otros por amor”, señala la verdadera la libertad, dicha y respeto mutuo en la pareja.

Al decir que “los maridos amen a su mujer como Cristo ama a la Iglesia” y “como a su propio cuerpo”, San Pablo demuele la mentalidad machista de todo tiempo. Leyendo el capítulo 13 de la 1ª carta a los Corintios, se palpa cómo piensa Pablo sobre el amor en el matrimonio y en cualquier relación.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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