Sunday, March 26, 2006

LA SERPIENTE Y LA CRUZ

LA SERPIENTE Y LA CRUZ

Domingo IV cuaresma-B / 26-3-06

Juan 3,14-21.

En aquel tiempo dijo Jesús: - Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él, tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él. Para quien cree en él no hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado, por el hecho de no creer en el Nombre del Hijo único de Dios. Esto requiere un juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues el que obra el mal odia la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas. Pero el que hace la verdad va a la luz, para que se vea que sus obras han sido hechas en Dios.

Jesús invita a recordar la imagen de la serpiente de bronce que Moisés elevó en el desierto sobre un palo para que, al mirarla, quedaran curados quienes eran mordidos por serpientes venenosas. Es un símbolo de la cruz de Cristo, desde la cual cura del pecado y merece la resurrección y la vida eterna a quienes lo miran con fe, amor y esperanza como único Salvador.

Es impensable que algún hebreo se le haya pasado por la mente que la curación milagrosa fuera obra de la serpiente de bronce, pues era sólo un signo visible mediante el cual Dios los curaba al mirarla. Y a él le atribuían la curación, no a la serpiente. Los dones de Dios no pueden atribuirse a imágenes, ni a santos, y ni siquiera a la Virgen María, sino sólo a Dios, que se puede valer –y se vale- de esos intercesores como mediadores de sus dones.

La serpiente de bronce – como lo ángeles del Arca - justifica la veneración, no la adoración de las imágenes en la Iglesia católica, que las considera como un dedo, un signo que indica el sol (Cristo), un símbolo que ayuda al encuentro con Jesús muerto y resucitado, a ejemplo de las personas representadas por las imágenes, que entregaron sus vidas por amor a Dios y al prójimo. Pero es idólatra quien se queda mirando sólo el dedo o el signo, sin orientarse a Dios, lo cual constituye el gran pecado de idolatría, tal vez muy frecuente.

En el Éxodo (cap. 20, 1-5) Dios no prohíbe hacer imágenes, sino darles el culto de latría sólo a Dios debido. Sí: es idolatría suplantar a Dios por una imagen, un objeto o un ser humano cediéndole el lugar que sólo a Él le corresponde en el corazón y en la vida.

Dios mismo le mandó a Moisés fundir la serpiente de bronce, pero no para que la adoraran, como luego adorarían el becerro de oro (Éx 32, 1-5). Y también le mandó hacer dos imágenes de querubines para el Arca de la Alianza (Éxodo 25, 18-20), y a nadie se le ocurrió adorar a aquellos ángeles de oro, sino a Dios, cuya presencia anunciaban.

Es más: Dios mismo hizo y hace millones de imágenes suyas, pues toda persona humana es imagen de Dios, su obra maestra - aunque a menudo muy deformada – a cuya cabeza está su imagen suprema: Cristo, “imagen de Dios invisible”, como afirma san Pablo.

Es evidente que la cruz sola no salva, sino Quien murió clavado en ella para curar de la mordedura del pecado y de la muerte a quienes lo miren y crean en él como único Salvador, y correspondan al amor inmenso del Padre, que lo “envió al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo” de la muerte eterna mediante la cruz y la resurrección.

Orar o contemplar un crucifijo, no es idolatrar al crucifijo, sino orar y adorar a Quien el crucifijo representa: Cristo muerto y resucitado en persona y presente, que pasó por la cruz a la resurrección y al paraíso, mostrándonos y abriéndonos el camino.

Asimismo, rezar ante la imagen de un santo o santa, que siguieron heroicamente a Cristo crucificado y resucitado, no nos aparta de Dios, sino que nos acerca a él y nos estimula en la adoración y amor a Dios a imitación de ellos. Que si ellos pudieron, ¿por qué no podríamos nosotros? Eran personas hechas de nuestra misma pasta.

Crónicas 36, 14-16. 19-23

Todos los jefes de Judá, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando todas las abominaciones de los paganos, y contaminaron el Templo que el Señor se había consagrado en Jerusalén. El Señor, el Dios de sus padres, les llamó la atención constantemente por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos escarnecían a los mensajeros de Dios, despreciaban sus palabras y ponían en ridículo a sus profetas, hasta que la ira del Señor contra su pueblo subió a tal punto, que ya no hubo más remedio. Los caldeos quemaron la Casa de Dios, demolieron las murallas de Jerusalén, prendieron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Nabucodonosor deportó a Babilonia a los que habían escapado de la espada y estos se convirtieron en esclavos del rey y de sus hijos. En el primer año del reinado de Ciro, rey de Persia, para que se cumpliera la palabra del Señor pronunciada por Jeremías, el Señor despertó el espíritu de Ciro, el rey de Persia, y este mandó proclamar de viva voz y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y Él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, de Judá. Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo, ¡que el Señor, su Dios, lo acompañe y que suba!»

Los jefes, los sacerdotes y el pueblo se habían pervertido imitando las abominaciones de los paganos, y Dios los llama al orden por medio de los profetas. Pero ellos desprecian las palabras de Dios, ridiculizan y hasta persiguen y asesinan a sus mensajeros.

Esta situación se repite a través de la historia del mundo y de la misma Iglesia: líderes políticos y religiosos que se venden por un cargo, un poco poder, de dinero y de placer, ridiculizan o persiguen a quienes los denuncian, y arrastran al pueblo a la corrupción .

Pero el hombre no tiene a su alcance el control de las consecuencias de sus acciones perversas: guerras, desastres, holocaustos de inocentes, hogares convertidos en verdaderos infiernos, comunidades religiosas, eclesiales y civiles que agonizan sin remedio por haber abandonado a Dios y traicionado el amor al prójimo.

Sin embargo Dios quiere salvar al pueblo por encima de todo, y al no encontrar en ese pueblo a quien lo guíe en nombre suyo, se vale incluso de paganos para llevar a cabo su plan de salvación, como hizo con el pagano rey Darío, que se reconoce elegido por Dios para gobernar las naciones, salvar al pueblo de Israel y reconstruir el templo. Abramos los ojos…

Efesios 2, 4-10

Hermanos: Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo -¡ustedes han sido salvados gratuitamente!- y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con Él en el cielo. Así, Dios ha querido demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús. Porque ustedes han sido salvados por su gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe. Nosotros somos creación suya: fuimos creados en Cristo Jesús, a fin de realizar aquellas buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos.

La gran falla de muchos que se dicen creyentes, consiste en no creer en el amor de Cristo, y vivir en la indiferencia e ingratitud ante tan inmenso amor, que lo llevó a dar la vida para librarnos de nuestros pecados y de sus consecuencias, sin merecerlo en absoluto.

El perdón de las ofensas es tal vez la mayor demostración de amor, y Jesús nos demostró su amor realizando con nosotros su lema: “No hay amor más grande que dar la vida por los que se ama”, “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

La mayor prueba de amor a quien nos perdona por amor, es la correspondencia a ese amor con la vida y las obras –y el perdón al prójimo-, con tanta mayor generosidad cuanto más graves y numerosos han sido los pecados perdonados. La mayor ofensa a quien ama y perdona es la ingratitud. ¿Nos vemos de verdad libres del pecado de ingratitud a Dios?

P. Jesús Álvarez, ssp.

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