Sunday, April 02, 2006

La MUERTE que engendra VIDA

La MUERTE que engendra VIDA

Domingo 5° de Cuaresma-B / 2-4-06

También un cierto número de griegos, de los que adoran a Dios, habían subido a Jerusalén para la fiesta. Algunos se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron: "Señor, quisiéramos ver a Jesús." Felipe habló con Andrés, y los dos fueron a decírselo a Jesús. Entonces Jesús dijo: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad les digo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que pretenda salvar su vida, la destruye; y el que entrega su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Y al que me sirve, el Padre le dará un puesto de honor. Ahora mi alma está turbada. ¿Diré acaso: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si precisamente he llegado a esta hora para enfrentarme con todo esto! Padre, da gloria a tu Nombre." Entonces se oyó una voz que venía del cielo: "Lo he glorificado y lo volveré a glorificar." Los que estaban allí y que escucharon la voz, decían que había sido un trueno; otros decían: "Le ha hablado un ángel." Entonces Jesús declaró: "Esta voz no ha venido por mí, sino por ustedes. Ahora es el juicio de este mundo, ahora el que gobierna este mundo va a ser echado fuera, y yo, cuando haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí." Con estas palabras Jesús daba a entender de qué modo iba a morir. Jn 12, 20-33

Los paganos griegos que adoran a Dios, piden ver a Jesús y reconocen en él al enviado de Dios. Representan al mundo pagano que recibirá la salvación de Cristo. La “hora” del Maestro – su muerte y resurrección – abrirá el Evangelio a todos los hombres. Jesús no propone una doctrina o una ideología, sino los valores de su reino: vida, verdad, justicia, paz, libertad, amor, dignidad humana, fraternidad universal, alegría de vivir y vida eterna.

Valores que llevan a la plenitud y felicidad imperecedera a quienes los acogen, los viven y los promueven. Por esos valores Jesús nació, vivió, padeció, murió, resucitó y así conquistó la gloria eterna para él y para cuantos con él colaboran en la implantación de esos valores, y pasan por la vida haciendo el bien, a imitación suya, tal vez hasta sin conocerlo.

Los humanos nada tenemos más importante que la vida. Pero nuestra vida implica dos formas de existencia: la biológica, perecedera, y la espiritual, imperecedera, que es la esencia de la persona humana, con destino de eternidad gloriosa; destino que compartirá también el cuerpo de quienes se acogen a la redención de Cristo.

Teniendo en cuenta estas dos vidas, podemos comprender mejor, aclarándola, esa contundente y decisiva afirmación de Jesús: “Quien pretenda salvar su vida (la biológica a costa de la vida espiritual), la perderá (la biológica y la espiritual); pero quien entregue su vida (biológica) por mí y por el Evangelio (por los valores de mi reino), la ganará (la biológica y la espiritual) para la gloria eterna”. Ambas vidas pasan, por la muerte biológica aceptada y ofrecida, a la resurrección y a la gloria. Este fue el camino de Cristo, y lo tiene abierto para todo el que quiera seguirlo, viviendo como cristiano (persona unida a Cristo).

En esta perspectiva se puede comprender también mejor la afirmación de Jesús: “Si el grano de trigo (la envoltura física de la persona) no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” de salvación y vida eterna para sí y para otros.

Y san Pablo clarifica esta realidad que nos toca en lo más vivo: “La semilla que tú siembras, no es lo que nace, sino la planta”. La planta que brota (la persona nueva con cuerpo glorioso) supera con mucho la semilla biológica o cuerpo que se entierra. El labrador renuncia gustoso a comer o vender la semilla destinada para la siembra, y que brotará para poder continuar viviendo; así es necesario no consumir el cuerpo con necio egoísmo.

La vida verdadera sólo está en el amor. El que ama se siente libre y capaz de dar la vida. Y “no hay amor más grande que dar la vida por los que se ama”, como dijo e hizo Jesús.

Dar la vida por los que se ama, es compartir con Jesús la lucha por los valores de su reino, asociando a la suya, ya desde ahora, nuestra vida con sus alegrías, penas, y la muerte, para compartir con él su fiesta de la resurrección y de la gloria eterna.

La vida tenemos que darla, tarde o temprano, queramos o no. Démosla por amor a Cristo y por la salvación nuestra, del prójimo y del mundo, desde ya, a imitación suya.

Jeremías 31, 31-34

Llegarán los días --oráculo del Señor-- en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque Yo era su dueño --oráculo del Señor--. Ésta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días --oráculo del Señor--: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: «Conozcan al Señor». Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande --oráculo del Señor--. Porque Yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado.

Hacer alianza consiste en establecer relaciones de amistad verdadera y duradera. Eso quiso Dios al establecer la alianza con el pueblo israelita, su pueblo escogido, pero que terminó rompiendo esa alianza con la idolatría, la rebelión, el rechazo de su Dios, “Dueño y Amigo”. La rompieron como se rompió la piedra en que estaba escrita.

Pero Dios por su parte no rompe su alianza, sino que promete una nueva alianza escrita, no en piedras, sino en los corazones. Una alianza que no se funda en el cumplimiento de leyes, sino en una relación sincera, leal, dialogante, amorosa entre Dios y el hombre. Y que no se romperá, porque es alianza de perdón y de misericordia, no del castigo.

El centro y garante de la nueva alianza es el mismo Hijo de Dios, que la sella con su propia sangre, no con sangre de animales, como la antigua alianza. Él carga sobre sus hombros el peso de la iniquidad de sus hermanos los hombres, y asume el sufrimiento humano para aliviarlo y hacerlo fuente de salvación y felicidad eterna.

Esta alianza la renueva constantemente con nosotros Cristo resucitado en la Eucaristía.

Hebreos 5, 7-9

Hermanos: Cristo dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquél que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, Él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

En este pasaje de la carta a los hebreos, se presenta a Jesús fiel al plan del Padre y obediente a su voluntad, que no consiste en que su Hijo sufra y muera, sino en que acepte el sufrimiento y la muerte –planeada por los hombres- para vencerla con la resurrección, a fin de que los hombres, sus hermanos, recorran su mismo camino oscuro de cruz hacia la luz de la resurrección. Jesús es la misericordia de Dios en persona.

Probablemente Jesús, previendo la pasión y muerte que le esperaba, había orado muchas veces al Padre para que lo librara de ese trance. Y esa petición alcanza la máxima intensidad en el Huerto de los Olivos, donde ora con gritos y súplicas, con lágrimas y sudor de sangre. Y dice el texto que “fue escuchado por su humilde sumisión”. Sin embargo, termina muriendo en la cruz… ¿Cómo se explica?

Sí, fue escuchado de dos maneras: recibiendo la fortaleza para ser fiel a Dios y al hombre en el sufrimiento y la muerte (se le apareció un ángel consolándolo), y recuperando una vida inmensamente superior mediante la resurrección. Afrontó el sufrimiento en vista del premio que esperaba para él y para sus hermanos los hombres que le obedecen y lo imitan.La oración de Jesús es modelo y luz para nuestra oración: no dejemos nunca de pedir y agradecer, sobre todo la salvación –que es lo que más necesitamos-, aunque nos parezca que Dios no escucha, pues él no desoye jamás una oración sincera, y concede mucho más de lo que pedimos. Y sobre todo, compartamos su Sacerdocio ofreciendo, junto con él, vida, sufrimientos y muerte por la salvación de los hombres, empezando por los de casa. En la Eucaristía es donde compartimos más directamente su sacerdocio, al ofrecernos con él.

P. Jesús Álvarez, ssp.

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