Sunday, April 30, 2006

TESTIGOS DEL RESUCITADO

TESTIGOS DEL RESUCITADO

Domingo III de Pascua-B/ 30-abril-2006

Los dos discípulos contaron lo sucedido en el camino de Emaús y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: "Paz a ustedes." Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: "¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo." Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: "¿Tienen aquí algo que comer?" Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante ellos. Jesús les dijo: "Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí." Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: "Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto”. Lc 24,35-48.

Las cualidades gloriosas de cuerpo resucitado de Jesús desconciertan a sus discípulos: el cuerpo resucitado del Maestro supera las limitaciones de tiempo, espacio y la materia. Entra a puertas cerradas, se presenta y desaparece de improviso en cualquier lugar...

Su aparición inesperada en medio de ellos los asusta, y lo creen un espíritu. Al verlos temblar de miedo, los tranquiliza con cariño: “Paz a ustedes”. Y los invita a tocarlo sin recelos, para que se convenzan de que su cuerpo sigue siendo el mismo, de carne y hueso, no obstante su condición de resucitado. El hecho era tan sorprendente y era tanta la alegría que les causaba la sola posibilidad de que fuera cierto, que les costaba creerlo a pesar de verlo.

Comprendiendo Jesús los sentimientos de ellos, decide darles la prueba irrefutable de que es Él mismo: les pide algo para comer, a fin de que vean que su cuerpo sigue siendo humano, pues los espíritus no pueden comer alimentos físicos.

Y por fin les abre la mente para que entiendan todo lo que sobre Él estaba ya predicho en Sagradas Escrituras: su encarnación, su pasión, muerte, resurrección y vuelta al Padre.

No cuesta mucho creer mentalmente en la resurrección de Jesús y confesarlo de labios afuera; pero lo decisivo es que Él abra nuestras mentes y corazones a su presencia real, y vivamos la increíble alegría de saberlo vivo, presente y actuante en nuestra vida, para ser así sus testigos creíbles mediante la fe en su presencia viva y el consiguiente gozo que contagia fe, al creer y vivir su promesa infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días”.

Jesús mismo nos asegura que son más dichosos quienes creen sin verlo, que quienes creyeron al verlo. Pero es necesario pedirle esa fe y cultivarla cada día hablándole y escuchándole. Es necesario que la catequesis y la predicación se fundamenten decididamente en la persona de Cristo resucitado, de lo contrario no lograrán su objetivo de salvación.

Fe gozosa y pascual que se fomenta y crece sobre todo con la Eucaristía, la lectura de la Biblia y la contemplación de la creación, realidades privilegiadas de la presencia y acción salvadora de Cristo Resucitado. Pero la prueba definitiva de la fe en el Resucitado se realiza en la ayuda amorosa al prójimo necesitado, con el cual él se identifica. De lo contrario, la fe estaría muerta, como la del demonio, que cree, pero no le sirve de nada, porque no ama.

Hechos 3, 13-15. 17-19

En aquellos días, Pedro dijo al pueblo: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, glorificó a su servidor Jesús, a quien ustedes entregaron, renegando de Él delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un homicida, mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes obraron por ignorancia, lo mismo que sus jefes. Por lo tanto, hagan penitencia y conviértanse, para que sus pecados sean perdonados».

Los oyentes de Pedro habían sido cómplices la muerte injusta de Jesús, gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, y habían forzado la decisión de Pilatos para que liberara a un homicida y mataran a Jesús, renegando así del mismo Mesías que esperaban, “el autor de la vida”. Pedro se lo echa en cara sin atenuantes.

Sin embargo, nadie le refuta ni se rebela contra lo que dice, sino que se reconocen verdaderos cómplices. Entonces, viéndolos compungidos, los llama hermanos y minimiza su culpa a causa de su ignorancia, recordando sin duda la oración de Jesús en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

Pedro se gana al auditorio, y lo ve dispuesto a recibir la gran noticia de que es testigos: “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”. Y nadie lo tacha de mentiroso e iluso. Viendo su fe en la resurrección de Cristo, los invita a la penitencia para ser perdonados por aquel mismo que ellos habían condenado.

Y se convertían por miles al oír hablar por boca de los mismos testigos directos de la presencia de Jesús resucitado durante cuarenta días. Desconcierta ver cómo a aquellos “enemigos” de Jesús les costaba menos creer en la resurrección del Señor en base a la palabra de los discípulos, a quienes tanto les había costado creer en la palabra del mismo Cristo sobre su resurrección.

¿No se refleja en todo esto nuestra historia personal, familiar, social? Condenamos a Cristo en el prójimo, lo desconocemos en la Eucaristía y en su Palabra, y lo echamos de todos los ambientes… Y él sigue orando por nosotros: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Recibimos su perdón y su paz, ¿y dudamos de que está resucitado y presente entre nosotros, con nosotros? ¿Llegamos a la fe de aquellos judíos convertidos al oír hablar de Jesús resucitado?

1 Juan 2, 1-5

Hijos míos, les he escrito estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un defensor ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos.

San Juan, el discípulo amado, y el discípulo del amor, nos invita a reconocer el inmenso amor de Jesús por nosotros al merecernos la salvación, la resurrección y la gloria eterna e interceder por nosotros sin cesar. La respuesta justa y necesaria es corresponder con amor, que es la mejor medicina contra el pecado, pues no se ofende a quien se ama. Y se ofende, es que no se ama de verdad.

El amor a Cristo se manifiesta cumpliendo sus mandamientos, el primero y principal de los cuales es el amor, que brota del conocer y valorar la inmensidad de su amor, de sus beneficios impagables. El amor es la mejor reparación del pecado: “Se le perdonó mucho, porque amó mucho”, dijo Jesús de la Magdalena.

P. Jesús Álvarez, ssp.

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