Sunday, September 03, 2006

¿CULTO o HIPOCRESÍA?

¿CULTO o HIPOCRESÍA?

Domingo 22° T.O.-B / 3-09-06

Los fariseos y algunos maestros de la ley de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos se ponían a comer con manos impuras; es decir, sin habérselas lavado. Porque los fariseos y todos los judíos, siguiendo la tradición de sus mayores, no se ponen a comer sin haberse lavado cuidadosamente las manos; y si vienen de la plaza, no comen sin haberse lavado. Y tienen otras muchas prácticas que observan por tradición, tales como lavar copas, jarros y bandejas. Así que los fariseos y los maestros de la ley preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no observan la tradición de los mayores, sino que comen con las manos impuras?» Él les contestó: «Hipócritas, Isaías profetizó muy bien acerca de ustedes, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto enseñando doctrinas que son preceptos humanos’. Ustedes dejan el mandamiento de Dios y se aferran a la tradición de los hombres». Llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Óiganme todos y entiendan bien: Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre, porque del corazón proceden los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricia, maldad, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, soberbia y necedad. Todas esas cosas malas salen de dentro y hacen impuro al hombre». Marcos 7, 1-23

Jesús no les reprocha a los fariseos y maestros de la Ley que se laven las manos, sino que con leyes y tradiciones humanas sustituyan la Ley divina del amor a Dios y al prójimo, hasta el punto de sentirse con derecho a abandonar a sus padres enfermos si daban al templo el dinero necesario para sostenerlos.

La habilidad para sustituir las exigencias del amor a Dios y al prójimo por ritos externos, normas y leyes fáciles, costumbres cómodas, etc., es también hoy el virus fatal de la religión y de las relaciones familiares, humanas y sociales. Muchos pretenden casar la religión con el dogmatismo, el legalismo, el culto al placer, al consumismo, a la moda, al dinero, a las apariencias, a la violencia, a la guerra, al poder, al racismo, al nacionalismo... Fatal hipocresía y perversión de la religión, equivalente a la idolatría, ya que suplanta a Dios por intereses humanos.
El mero cumplimiento del culto externo merece la temible descalificación de Isaías repetida por Jesús: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. El culto es cuestión de corazón o se reduce a hipocresía.

A Dios sólo le agrada el culto vivido en el amor efectivo a él y al prójimo, pues en eso consiste la verdadera religión, que es la fuente de la verdadera felicidad, de la santidad y la salvación: “Les ruego, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como sacrificio vivo y santo, capaz de agradarle; este es el culto verdadero” (Romanos 12, 1); “La religión verdadera consiste en socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Carta del apóstol Santiago 1, 27).

La intención profunda, que brota del corazón, es la que hace grandes o pervierte nuestras obras, palabras, culto, alegrías, penas y la vida. Todo que Dios ha creado es bueno. Nuestro corazón, con sus intenciones, puede consagrar la bondad de las cosas en función del amor a Dios y al prójimo; o pervertirlas con el egoísmo, la hipocresía y la idolatría, sustituyendo a Dios por las apariencias, los ritos, las conveniencias, las costumbres, las ideologías...

Jesús nos invita hoy a una revisión profunda y sincera de nuestro modo de celebrar y vivir el culto en el templo y de proyectarlo a la existencia cuotidiana, desde lo profundo de nuestro corazón, donde acogemos o rechazamos a Dios y al prójimo, donde consagramos o profanamos las cosas, las obras y la vida. La hipocresía y la idolatría nos tientan de continuo, quizás sin darnos cuenta.

Deutoronomio 4, 1-2. 6-8

Y ahora, Israel, escucha las leyes y prescripciones que te voy a enseñar y ponlas en práctica, para que tengan vida y entren a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. No añadirán ni suprimirán nada de las prescripciones que les doy, sino que guardarán los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo os los prescribo hoy. Guárdenlos y pónganlos por obra, pues ellos los harán sabios y sensatos ante los pueblos. Cuando estos tengan conocimiento de todas estas leyes, exclamarán: ”No hay más que un pueblo sabio y sensato, que es esta gran nación”. En efecto, ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros el Señor, nuestro Dios, siempre que le invocamos? ¿Qué nación hay tan grande que tenga leyes y mandamientos tan justos como esta ley que yo les propongo hoy?

Los mandamientos dados por Dios a los israelitas superaban con mucho en sabiduría y equidad a las leyes de los demás pueblos, porque eran obra del Dios verdadero, el único que está real y amorosamente cercano a su pueblo, en medio de él, para escucharlo y socorrerlo siempre que lo invoquen.

Los ídolos eran y son expresión de lejanía y tiranía que comienza con halagos, pero termina en destrucción sin piedad, por haber abandonado a Dios.

Pero Dios llega al máximo de su cercanía y presencia en su nuevo Pueblo, la Iglesia, con la encarnación de Cristo, Dios-hombre; cercanía que se hace identificación inefable con quienes lo acogen, especialmente en el sacramento de la Eucaristía y en el “sacramento del prójimo” necesitado, realidades privilegiadas de la presencia salvadora de Dios uno y trino.

Carta del Apóstol Santiago 1,17-18. 1,21-22. 27

Todo don excelente y todo don perfecto viene de lo alto, del Padre de las luces, en el que no hay cambio ni sombra de variación. Él nos ha engendrado según su voluntad por la palabra de la verdad, para que seamos como las primicias de sus criaturas. Por eso, alejen de ustedes todo vicio y toda manifestación de malicia, y reciban con docilidad la palabra que ha sido plantada en ustedes y que puede salvarlos. Cumplan la palabra y no se contenten sólo con escucharla, engañándose a ustedes mismos. La práctica religiosa pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y en guardarse de los vicios del mundo.

Todo lo bueno: lo que somos, lo que tenemos, lo que amamos, lo que esperamos, todo nos viene del corazón amoroso de la Trinidad. Y el don natural más grande es la vida inteligente, con la que nos sitúa por encima de toda otra criatura de este mundo. Don para agradecer con amor fiel toda la vida y toda la eternidad.

Pero por sobre esa vida está la vida divina que Dios mismo injerta en nuestra vida humana mediante su Palabra viva, Cristo Jesús, que vino para hacernos capaces de su vida y felicidad eternas a través de la resurrección. Si no nos esforzamos en asegurar las condiciones para acceder a esta vida divina a nuestro alcance sin merecerla, más nos valiera no haber nacido.

El infierno consiste en el tormento de haber perdido la gloria eterna que Cristo nos mereció con su vida, muerte y resurrección. No puede haber mayor suplicio que el remordimiento de haber perdido el puesto que Cristo Jesús, por puro amor, nos tenía preparado en el paraíso: “Voy a prepararles un puesto”.

Para no perderlo, tenemos que vivir una “religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre”, que consiste ante todo en ayudar a los necesitados, sin dejarse contaminar por los vicios de este mundo, ni dejarse llevar por un culto de puro cumplimiento y apariencia, sin amor verdadero a Dios y al prójimo.

P. Jesús Álvarez, ssp

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