Sunday, June 08, 2008

MÁS QUIERO MISERICORDIA QUE OFRENDAS


MÁS QUIERO MISERICORDIA QUE OFRENDAS


Domingo 10° tiempo ordinario-A /08-06-08


Jesús, al irse de allí, vio a un hombre llamado Mateo en su puesto de cobrador de impuestos, y le dijo: Sígueme. Mateo se levantó y lo siguió. Como Jesús estaba comiendo en casa de Mateo, un buen número de cobradores de impuestos y otra gente pecadora vinieron a sentarse a la mesa con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al ver esto, decían a los discípulos: ¿Cómo es que su Maestro come con cobradores de impuestos y pecadores? Jesús los oyó y dijo: No es la gente sana la que necesita médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan lo que significa esta palabra de Dios: “Me gusta la misericordia más que las ofrendas”. Pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Mateo 9,9-13.


Mateo era un pecador despreciado, mal visto y odiado. Según los escribas y fariseos, había traicionado a su patria y su religión vendiéndose a los romanos como cobrador de impuestos, cargo que solía aprovecharse para enriquecerse a costa del pueblo.


Pero cuando su mirada se cruza con la mirada profunda y amigable de Jesús (nadie lo había mirado así), se le estremece el corazón, y al escuchar aquel firme y amistoso “sígueme”, siente que toda su persona se librera, y acoge decidido la invitación.


Para agradecer a Jesús el gesto de amistad, lo invita a una comida con sus discípulos y con un buen número de amigos pecadores. Los fariseos, que controlan los movimientos de Jesús, se escandalizan al ver que se mezcla con los pecadores, contaminándose así con sus pecados y aprobándolos, según ellos.


Jesús, oyendo lo que creían y decían los fariseos, que nunca trataban y ni siquiera saludaban a esa clase de pecadores, les recuerda que son los enfermos quienes necesitan al médico, y que ha venido a llamar a los pecadores, no a los justos, ni a los que se creen justos como ellos, siendo en realidad pecadores incorregibles; y que Dios aprecia más la compasión que el culto externo que no lleva a la misericordia y al perdón. Jesús vino para salvar, no para condenar, y nosotros tenemos la misma misión: colaborar con él en la salvación del prójimo y del mundo.


Los fariseos consideran una virtud no tratar con los pecadores, mientras que Jesús considera una necesidad mezclarse con ellos para salvarlos del pecado. Él ve las profundidades del corazón y del alma de cada persona, imagen de Dios.


El Maestro sabe quiénes buscan la verdad y la salvación entre los que lo siguen: los pecadores y marginados; y quiénes le siguen para espiarlo, atacarlo y para acabar con él en la cruz: los que se tienen por piadosos y justos porque cumplen externamente la Ley, pero sus corazones y obras están lejos de la voluntad misericordiosa de Dios.


Hoy sigue sucediendo lo mismo. Y es bueno reconocer a quienes, bajo capa de religiosidad, esconden injusticias, robos, corrupción...; y a quienes buscan al Salvador y al prójimo dentro y fuera del templo. “Por sus obras los conocerán”. Nos conoceremos.


No es difícil encontrar hipócritas también entre los católicos, que desprecian a los pecadores, en especial a ciertos pecadores, en lugar de darles buen ejemplo, orar y ofrecer por su conversión y salvación.


No es ocioso hacernos la pregunta: nosotros, ¿estamos entre los pecadores arrepentidos, amigos verdaderos de Jesús, o entre los pecadores empedernidos, para quienes Jesús no cuenta y el prójimo tampoco?


Empecemos por tener misericordia con nosotros mismos, esforzándonos por vivir de corazón unidos a nuestro único Salvador, que “está con nosotros todos los días”, a pesar de ser pecadores, justo para librarnos cada día de nuestros pecados, si vivimos en conversión continua.


Oseas 6, 3-6.


Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz. Bajará sobre nosotros como lluvia temprana; como lluvia tardía que empapa la tierra. «¿Qué haré de ti, Éfraín? ¿Qué haré de ti, Judá? Vuestra misericordia es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora. Por eso os herí por medio de profetas, os condené con las palabras de mi boca. Porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos.»


¿En qué consiste el esfuerzo por conocer al Señor? En reconocer, recordar, apreciar y agradecer sus inmensos favores: vida, salud, familia, cuerpo, inteligencia, voluntad, corazón; tiempo, naturaleza, aire, tierra, agua, sol, lluvia...; la Biblia, la Eucaristía, el perdón de los pecados, la gracia, la redención, la salvación, la resurrección, la vida eterna...


Sólo el trato asiduo con él mediante la oración, la lectura de su Palabra, la Eucaristía, nos hace capaces de conocerlo y de ser misericordiosos como él.


De este conocimiento y amor de Dios, surge espontáneo el amor al prójimo, hecho de misericordia, perdón, compasión, ayuda, acogida, ejemplo, paciencia, cercanía, diálogo. Esta manera de amar al prójimo es la única prueba evidente de que amamos a Dios.


Pues quien “no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”. El prójimo es sacramento de la presencia de Dios, hijo suyo como nosotros. Y quien ama a su hermano, demuestra su amor también al Padre de ambos.


En el amor al prójimo consiste el primer y principal culto a Dios. Y sólo ese amor al prójimo hace válido el culto y nos merece la vida eterna, como asegura Jesús. El culto vacío de amor y misericordia, es una tapadera de la falta de fe, de justicia y de amor; es una verdadera idolatría que no puede salvarnos y resulta abominable para Dios.


¿Hemos pensado alguna vez que podemos pervertir la misma Eucaristía? Eso sucede cuando simulamos acoger a Cristo comulgando y luego lo rechazamos en el prójimo.


Romanos, 4, 18-25


Hermanos: Abrahán, apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: «Así será tu descendencia.» No vaciló en la fe, aun dándose cuenta de que su cuerpo estaba medio muerto -tenía unos cien años- y que era estéril el seno de Sara. Ante la promesa no fue incrédulo, sino que se hizo fuerte en la fe por la gloria dada a Dios al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete, por lo cual le fue computado como justicia. Y no sólo por él está escrito: «Le fue computado», sino también por nosotros, a quienes se computará si creemos en el que resucitó de entre los muertos, nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación.


Abrahán cree contra toda esperanza – la muerte de la capacidad generativa en él y en Sara- cree en la promesa de Dios, que le asegura una inmensa descendencia. Cree que Dios hace lo que promete: sacar vida de donde la naturaleza no puede hacerla surgir. Con esa fe da gloria a Dios, y Dios le concede el perdón y la gracia de su amistad: lo justifica.


San Pablo relaciona la fe de Abrahán con nuestra fe en la nueva promesa de Dios: la resurrección de Cristo y la nuestra a través de la muerte. Jesús murió para restituirnos la vida de Dios mereciéndonos el perdón, y resucitó para darnos la resurrección.


Creer en Jesús resucitado presente, y esperar que nos resucitará, es dar gloria a Dios y merecer lo imposible: la resurrección, por la muerte y a pesar de la muerte. Solamente a fe en la resurrección nos garantiza la autenticidad de nuestra fe.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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