Sunday, June 01, 2008

LOS REZOS Y LA ORACIÓN


LOS REZOS Y LA ORACIÓN


Domingo 9° durante el año –A / 01-06-2008


Jesús dijo a sus discípulos: No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?» Entonces Yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal». Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero ésta no se derrumbó, porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: ésta se derrumbó, y su ruina fue grande. (Mateo 7, 21-27).


Son rezos -no oración- las fórmulas, ritos, palabras, cumplimientos…, de los que se espera un efecto mágico, supersticioso, prescindiendo de Dios. El rezo no acerca a Dios ni al prójimo; incluso niega al prójimo lo que pide a Dios.


La oración es una realidad bien diferente: “Es encuentro de amistad con Quien sabemos que nos ama”, decía santa Teresa de Ávila. Y ningún ser nos ama tanto como Dios nos ama, pues de él hemos recibido y recibimos cada día todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos.


Es decisivo verificar si nos limitamos a rezos, o buscamos, con gozo y de corazón, encontrarnos con el Padre que nos ama más que nadie, con el Dios de cielos y tierra, que se digna abajarse a nosotros, y encuentra sus delicias en hacernos compañía. Y no es cuestión de buscarlo fuera, lejos, allá arriba…, sino simplemente abrirnos a él con gozo, pues “en él vivimos y nos movemos”.


La oración requiere ante todo sinceridad con Dios y con nosotros mismos. Si pedimos algo, lo pedimos en serio, porque esperamos recibirlo, de una u otra manera, pronto o tarde, pero si es conforme a la voluntad de Dios.


Pero oración no es sólo pedir, sino sobre todo agradecer y adorar a Dios por todo lo que recibimos, gozamos y esperamos, aun sin pedirlo. Es la oración que más agrada a Dios, y la que mejor nos alcanza sus bendiciones, las multiplica y conserva. Es también oración necesaria el ofrecer los sufrimientos de la vida, para que Dios los transforme en causa de felicidad temporal y eterna.


Para que la oración sea verdadera y eficaz, no basta con sólo pronunciar palabras: “¡Señor, Señor!”, sino que es necesario realizar obras de amor al prójimo, en especial en orden a su salvación eterna, que es su máximo bien. Tampoco basta con hacer milagros en nombre de Jesús, pues si se hacen por vanagloria, sin amor a Dios y al prójimo, no sólo no sirven de nada, sino que se convierten en mal: “Apártense de mí, obradores del mal”.


No podemos vanagloriarnos del bien que Dios hace a través de nosotros, sino alegrarnos de que nuestros “nombres estén escritos en el cielo”, gracias a la misericordia de Dios y al amor con que realizamos las obras de Dios.


Pedir, agradecer, ofrecer y cumplir los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, es construir nuestra casa sobre roca firme, pues la oración, la gratitud, la ofrenda y la obediencia a la voluntad de Dios nos fundamentan sobre la Roca firme y Piedra angular, que es Cristo Jesús resucitado.


Toda oración debería empezarse así: “Oh Jesús, mi Dios y Salvador, ten compasión de mí que soy un pecador”; “Espíritu Santo, ora en mí con súplicas inefables”; “Virgen María, toma tú mis voces: presenta al Señor mis oraciones como si fueran tuyas”. Y supliquemos con insistencia el gozo de la oración.


Deuteronomio 11, 18. 26-28. 32


Moisés habló al pueblo y le dijo: Graben estas palabras en lo más íntimo de su corazón. Átenlas a sus manos como un signo, y que sean como una marca sobre su frente. Yo pongo hoy delante de ustedes una bendición y una maldición. Bendición, si obedecen los mandamientos del Señor, su Dios, que hoy les impongo. Maldición, si desobedecen esos mandamientos y se apartan del camino que yo les señalo, para ir detrás de dioses extraños, que ustedes no han conocido. Cumplan fielmente todos los preceptos y leyes que hoy les impongo.


Cuando un texto bíblico exige compromiso arduo en la vida concreta, tendemos a olvidarlo. Tal vez nos pasa a diario, sin que nos demos cuenta siquiera. Eso le sucedía también al pueblo hebreo: escuchaban con gusto las palabras de Dios, prometían cumplirlas; pero al poco tiempo las olvidaban y volvían a los ídolos muertos, porque que eran menos exigentes que el Dios de la Vida.


Por eso Dios les habla en serio y les pide que usen todos los medios para recordar y llevar a la práctica sus mandamientos, que se reducen al amor a Dios y al prójimo. Les expone claramente las consecuencias de la fidelidad y de la desobediencia a sus mandatos.


Consecuencias hoy vigentes para nosotros: si obedecemos amando a Dios y al prójimo, recibiremos las bendiciones de Dios: alegría, paz, salud, felicidad temporal y eterna, que es lo que buscamos desde lo más profundo de nuestro ser y en cada momento, aunque sea de forma inconsciente.


Si desobedecemos ignorando a Dios y poniendo nuestra confianza en los ídolos: dinero, placer, poder, encontraremos todo lo contrario de lo que buscamos: maldición en el tiempo y en la eternidad. Vale la pena considerarlo a diario, sin cansarnos, para alcanzar el éxito eterno de a vida.


Romanos 3, 20-25. 28


Hermanos: A los ojos de Dios, nadie será justificado por las obras de la Ley, ya que la Ley se limita a hacernos conocer el pecado. Pero ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios atestiguada por la Ley y los Profetas: la justicia de Dios, por la fe en Jesucristo, para todos los que creen. Porque no hay ninguna distinción: todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, gracias a la fe.


El mero cumplimiento externo de la Ley de Dios, de los mandamientos de la Iglesia, de las normas rituales, religiosas, morales, cívicas, etc., no pueden merecernos la gracia, la amistad y la salvación de Dios.


Solamente por la fe en Jesucristo, nuestro Salvador, somos liberados del pecado, pues él pagó –y paga- por nosotros con su vida y con su muerte, y nos devuelve la amistad con Dios.


Entonces los mandamientos, las normas y los ritos ¿no valen de nada? Todo lo contrario: cumplidos con fe y amor, como debe ser, son condiciones para adquirir la gracia y la salvación, que sólo Cristo, como fuente y causa, puede darnos. Esperar la gracia y la salvación por el cumplimiento de leyes, normas y ritos, es idolatría, pues se les atribuye lo que sólo Dios puede darnos.


La fe verdadera en Cristo total, Camino, Verdad y Vida, abarca al hombre total: mente, voluntad y corazón. La fe verdadera se verifica en las obras; la justificación y amistad de Dios se acredita en una conducta conforme al Evangelio. En Cristo consiste nuestra segura esperanza de perdón, resurrección y salvación.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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