
Quien tocara o se dejara tocar por un leproso, era considerado impuro y debía marginarse con los leprosos, y el leproso responsable de haber tocado a otra persona, debía morir apedreado.
El leproso que se acercó a Jesús, aun consciente del riesgo para él y para el Maestro, se saltó la Ley y se arrodilló con fe suplicante a los pies de Jesús, sin atreverse a tocarlo para no contagiarlo.
¿No hacemos a menudo lo contrario nosotros? No nos acercamos a personas marginadas de mil maneras, por respeto humano, omitiendo hacer algo para mejorar su situación. Tal vez no tenemos a Cristo para llevárselo, a la vez que nuestra ayuda, para que él las alivie con su presencia, les revele el sentido de la vida y del sufrimiento, o los sane.
Jesús cura al ciego también de sus pecados, “la lepra del espíritu”. Y al sentirse curado de ambas enfermedades, el hombre salta y grita de gratitud y júbilo, proclamando por doquier lo que ha hecho Jesús por él, a pesar de que el Maestro le había prohibido divulgar el milagro.
El pecado es mucho más peligroso que la lepra corporal, es la terrible lepra del mundo, de la que no quiere enterarse. Por eso Jesús ha dado a su Iglesia el poder de perdonar el pecado en su nombre. Y la Iglesia invita presentarse al ministro de la reconciliación para recibir el sacramento del perdón. A ejemplo de leproso al sentirse curado, deberíamos saltar de júbilo y gratitud cada vez que recibimos el perdón, y unirnos al gozo de los ángeles del cielo, que hacen fiesta por cada pecador que se convierte.
Pero, ¿sólo son perdonados y se salvan quienes acuden a la confesión sacramental? ¿No perdonó Jesús sin que le manifestaran los pecados y antes de presentarse a los sacerdotes? Quienes no tienen la posibilidad de acudir a un sacerdote, ¿se condenan sin remedio? No. Dios perdona sin más a todo el que le pide sinceramente perdón, si a la vez se compromete a luchar en serio contra el pecado, reparar, perdonar a los otros, hacer obras de misericordia por amor a Dios y al prójimo, hacer oración, ofrecer el sufrimiento...
Recordemos la frase de Jesús a una gran pecadora: “Se le perdonó mucho porque amó mucho”; y la que dijo a santa Faustina Kowalska: “Cuanto más grande sea el pecador, más derecho tiene a mi misericordia”. Quien pide perdón con sinceridad, lo recibe.
Aunque cada vez hay menos sacerdotes confesores y menos penitentes, si nos negamos a buscar la absolución, ¿no nos cerramos al perdón? Por otra parte, no se ha de olvidar que los pecados no mortales se perdonan con la limosna, la oración, la comunión recibida con fe y amor, el sufrimiento ofrecido..., pero con arrepentimiento sincero y lucha valiente contra todo pecado propio y ajeno. Y cada noche pidamos confiados perdón a Dios para no dormir sobre nuestros pecados.
Todavía el siglo pasado, en la Isla de Molokai (Hawai), había una colonia de leprosos, a cuyo servicio se puso el P. Damián, marginándose con los marginados, hasta caer víctima de la lepra y hacerse mártir del amor más grande al “dar la vida por quienes amaba”, como Jesús.
Hay lepras siempre actuales que marginan de Dios y a Dios, y las principales son el orgullo, el egoísmo y la hipocresía, que suelen ir siempre juntos, y destruyen a la persona desde dentro en sus valores más altos y perennes: el amor, la paz, la alegría del corazón, la justicia, la vida del espíritu y la salvación. ¿Qué puede quedar de esa persona cuando todo lo material se le desplome de improviso? Se quedará en la automarginación total y eterna.
Ésas son también las principales lepras que marginan del prójimo y al prójimo, pues la hipocresía es la mentira de la vida, mentira que destroza toda relación humana; y por su parte el orgullo y el egoísmo ponen por pedestal a los demás por o para creerse superior a ellos.
Pero también se da la automarginación cuando uno se niega a compartir lo que es, lo que sabe, lo que posee, goza y ama, desrozado por la lepra del corazón: el egoísmo.
¡Hay tanta lepra que prevenir y curar! Nuevas lepras físicas, morales y espirituales, que la medicina no logra erradicar, y que sólo la omnipotencia del Médico divino puede curar.
Por lo contrario, seremos motivo de escándalo si aparentamos ser adoradores de Dios y seguidores de Cristo –cristianos-, pero luego no lo reflejamos en las obras, actitudes y conducta. No importa si los que nos observan son cristianos o no creyentes.
El escándalo, igual que el buen ejemplo, podemos darlo tanto en la calle, en la familia, en el trabajo, en la universidad..., como en el templo. Y los mayores escándalos suelen tener relación con la asistencia hipócrita al templo, cuando se acude a él por cumplir y aparentar, y se vive en contradicción vital con la fe y con lo que en el templo se celebra.