Sunday, November 02, 2008

QUIEN HA MUERTO, ESTÁ VIVO


QUIEN HA MUERTO, ESTÁ VIVO


Conmemoración De los fieles difuntos /2-11-2008


El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que Él les decía cuando aún estaba en Galilea: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”». Y las mujeres recordaron sus palabras. Lucas 24, 1-85.


La resurrección de Jesús y la resurrección de los muertos, junto con el amor de Dios para cada uno de nosotros, son las verdades que fundamentan nuestra fe cristiana; de tal modo que quien no cree en esas tres verdades inseparables, no tiene fe cristiana, por más que crea en todas las otras verdades.


San Pablo lo afirma rotundamente: “Si Cristo no hubiera resucitado, si nosotros no vamos a resucitar, vana es nuestra fe, nuestra predicación, y seguiríamos en nuestros pecados”. Nuestra fe sería una simple superstición sin sentido ni valor.


“Si el amor infinito de Dios por nosotros fuera sólo para la vida terrena, seríamos los más desgraciados de los hombres”, pues todo el contenido de nuestra fe y de nuestra esperanza sería una fatal mentira.


Es cierto que la resurrección es una verdad nada fácil de creer, y a los mismos apóstoles les costó mucho aceptarla, porque cae fuera de la experiencia y de nuestras categorías. Pero la fe es un don de Dios que hay que pedir y cultivar, sobre todo en la oración, en la que nos encontramos con el mismo Jesús resucitado en persona, con la Virgen María resucitada, con los santos resucitados, con los ángeles, con nuestros difuntos resucitados…


Decía san Agustín: “Aquellos que nos han dejado, no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas”. Nacemos, vivimos y fallecemos para la vida, no para la muerte.


Los difuntos no están muertos, sino vivos. Jesús afirma: “Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. La muerte no es el final de la vida, sino el principio de la vida sin final. No busquemos a nuestros muertos en el cementerio: allí sólo están sus restos mortales, que terminan siendo polvo de la tierra.


Avanzamos hacia el mismo triunfo pascual y glorioso de Jesús muerto y resucitado. A la hora de la muerte, el mismo Jesús “nos dará un cuerpo glorioso como el suyo”, como afirma san Pablo. Y como le dijo Jesús al ladrón crucificado con él, y que le suplicaba se acordara de él en su reino: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. No hay que esperar al fin del mundo para resucitar.


Como era necesario que Cristo pasara por el sufrimiento y la muerte para resucitar, así nosotros pasaremos por la enfermedad, la agonía y la muerte para resucitar como él.


Por tanto, no es cristiano pensar en la muerte sin pensar en la resurrección. El pensamiento de la resurrección nos dará fortaleza en el sufrimiento y en la misma muerte, como fue para nuestro Salvador.


Pero hemos de pedir cada día, con insistencia incansable, que Dios nos dé fortaleza, fe, amor y esperanza, como se la dio a Jesús en el Huerto de los Olivos, en el camino del Calvario y en la crucifixión, justo porque tenía presente la resurrección que le esperaba a él y a nosotros. Que le digamos con fe, como Jesús: “En tus manos, Padre, encomiendo mi vida”. Y lo mismo hemos de suplicar para los nuestros.


Apocalipsis 21, 1-7


Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más. Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo. Y oí una voz potente que decía desde el trono: «Ésta es la morada de Dios entre los hombres: Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será con ellos su propio Dios. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó». Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tiene sed, Yo le daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la Vida. El vencedor heredará estas cosas, y Yo seré su Dios y él será mi hijo».


En el último día de nuestra existencia terrena, el firmamento, la tierra, el mar y todo lo material desaparecerá de nuestros ojos como por encanto, y nos encontraremos con una nueva y maravillosa realidad eterna.


Entonces, en la nueva Jerusalén celestial, Dios morará con nosotros y nosotros con Dios, quien “secará todas las lágrimas, y no habrá ya más muerte, ni llanto, ni dolor, ni lamento, porque todo lo de antes pasó”.


Y a los que tienen sed de justicia, de paz, de bien, de amor y felicidad, Cristo les “dará de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida”. Al que venza con él por estar unido a él, heredará y gozará todas las maravillas del universo visible e invisible, y será de verdad hijo de Dios, quien lo envolverá en la infinita ternura y felicidad de la Trinidad. Para siempre.


Por tanto, no hemos de lamentarnos por la muerte de nuestros seres queridos, ni reclamarle a Dios por habérselos llevado –eran y son hijos suyos-, sino agradecerle porque nos los ha dado y porque los llama a la vida feliz con él, la que soñaron toda su vida, sin conseguirla aquí abajo.


Lo que procede es la oración y el sufrimiento reparador a favor de ellos, y a la vez esforzarnos por mantener el camino que lleva a donde ellos están ya gozando.


1 Corintios 15, 20-23


Hermanos: Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo, cada uno según el orden que le corresponde: Cristo, el primero de todos, luego, aquéllos que estén unidos a Él en el momento de su Venida.


La muerte vino al mundo por culpa del hombre, mientras que la resurrección nos ha venido por el Hijo de Dios hecho hombre.


Muchos, incluso cristianos, viven en el pesimismo con el presentimiento de que todo y todos caminamos hacia la muerte, mientras que la fe verdadera nos asegura que caminamos hacia la vida. Porque la muerte y resurrección de Jesús nos han hecho más fuertes que la muerte: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, sino que se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal , adquirimos una mansión eterna”.


La muerte, el último y peor enemigo del hombre, ha sido destruida por la resurrección de Cristo. La última palabra sobre nosotros es la resurrección, no la muerte. Nuestro Salvador nos está preparando un puesto en el banquete eterno. Vivamos y obremos de tal manera que no lo perdamos por negligencia.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, October 26, 2008

EL AMOR Y LA LEY

EL AMOR Y LA LEY

Domingo 30º del tiempo ordinario / 26 –10-08

Cuando los fariseos supieron que Jesús había hecho callar a los saduceos, se juntaron en torno a él. Uno de ellos, que era maestro de la Ley, trató de ponerlo a prueba con esta pregunta: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el gran mandamiento, el primero. Pero hay otro muy parecido: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Toda la Ley y los Profetas se fundamentan en estos dos mandamientos. Mateo 22,34-40

Los escribas y fariseos habían inventado 613 mandamientos, pero Dios había dado sólo 10, que Jesús resumió en 2: amar a Dios y al prójimo, que al fin los dos se hacen uno solo.

Pero ellos sustituían con sus mandamientos el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es la tentación de todos los tiempos: aferrarse a normas, leyes, prohibiciones, costumbres, para dispensarse de la ley del amor, el único que justifica toda otra ley que merezca ese nombre. "Quien ama, cumple toda la ley".

Decía san Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Pero sólo si amo a Dios, puedo amar al prójimo de verdad; o sea: querer y procurar en serio el bien de los otros, pues los consideraré dignos de amor gratuito sólo por tenerlos como hermanos míos, porque son hijos del mismo Dios Padre, y porque Dios los ama igual que a mí.

El amor a Dios no debe tener medida: hay que amarlo “sobre todas las cosas y personas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente”, mientras que el amor al prójimo tiene la medida del amor a sí mismo: Y al prójimo como a sí mismo”; aunque Jesús más allá: “Ámense unos a otros como yo los amo”.

El amor al prójimo por encima del amor a Dios, o sin amor a Dios, o en contra de Dios, es egoísmo e idolatría, que termina en traición ante la menor dificultad.

Quien no ama a Dios y al prójimo, se hace el máximo daño a sí mismo, pues prescindiendo de esos amores, se cierra a la eternidad del amor y de la felicidad.

El amor es lo que más necesitamos los humanos: amar y ser amados. Más que dinero y salud, placer o poder, necesitamos amor recíproco. Porque sólo en el amor verdadero se halla la felicidad, la libertad y la paz que ansiamos, tanto en el tiempo como en la eternidad. “Se haría detestable quien quisiera comprar el amor con dinero”.

Son muy pocos los que descubren y viven el verdadero amor. La gran mayoría se deja engañar por apariencias o sustitutos del amor, productos del egoísmo, que se disfraza bajo el sagrado nombre del amor. Gran engaño para la persona, la familia, la juventud, la sociedad.

El mandamiento del amor es el más quebrantado de todos, incluso por gran parte de los cristianos, al olvidar que la esencia de la vida cristiana es el amor auténtico a Dios y al prójimo. Por eso es decisivo cuestionarnos si de veras amamos a Dios sobre todas las cosas y personas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios, y no darlo por supuesto.

El amor a Dios y al prójimo equivale al verdadero amor hacia uno mismo, pues esos dos amores son los únicos que nos hacen felices en el tiempo y en la eternidad. Decía el Cura de Ars: “No hay felicidad más grande en este mundo que la de amar a Dios y sentirse amados por él”.

El amor a Dios se cultiva considerando sus maravillas y sus inmensos beneficios gratuitos, que nos demuestran su infinito amor hacia cada uno de nosotros. El amor es nuestra vocación y misión, nuestra felicidad en el tiempo y en la eternidad.

Éxodo 22, 20-26

Éstas son las normas que el Señor dio a Moisés: “No maltratarás al extranjero ni lo oprimirás, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto. No harás daño a la viuda ni al huérfano. Si les haces daño y ellos me piden auxilio, Yo escucharé su clamor. Entonces arderá mi ira, y Yo los mataré a ustedes con la espada; sus mujeres quedarán viudas, y sus hijos huérfanos. Si prestas dinero a un miembro de mi pueblo, al pobre que vive a tu lado, no te comportarás con él como un usurero, no le exigirás interés. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes que se ponga el sol, porque ese es su único abrigo y el vestido de su cuerpo. De lo contrario, ¿con qué dormirá? Y si él me invoca, Yo lo escucharé, porque soy compasivo”.

Ya en el Antiguo testamento Dios manda no maltratar al extraño, al extranjero, porque también es hijo de Dios, y como tal merece respeto y amor. Y también prescribe no aprovecharse de la debilidad y necesidad de las viudas, niños y pobres, pues, si lo invocan, él mismo Dios saldrá en su favor y devolverá a los explotadores los sufrimientos que infligen a los débiles e indefensos.

Mas para que Dios salga a favor de los débiles y explotados, y en contra de los explotadores y corruptos, es necesario que los afligidos invoquen al Señor, en lugar de maldecir a quienes les hacen daño, y menos maldecir al mismo Dios porque no castiga o impide el mal, pues lo cierto es que Dios sufre con los que sufren, y transformará en felicidad el sufrimiento de quienes lo invocan.

Jesús ratificará: “Todo lo que hagan a uno de estos mis pequeños, a mí me lo hacen”; “tuve hambre y sed, estuve desnudo, encarcelado, enfermo... y ustedes me socorrieron... Vengan, benditos de mi Padre”. Mientras los que hacen sufrir serán rechazados por Dios: “Vayan, malditos, al tormento eterno”.

El Pan de la Palabra y el Pan eucarístico tienen eficacia salvífica si a la vez se vive la comunión con el necesitado, que es el sacramento del prójimo.

Tesalonicenses, 1, 5-10

Hermanos: Ya saben cómo procedimos cuando estuvimos allí al servicio de ustedes. Y ustedes, a su vez, imitaron nuestro ejemplo y el del Señor, recibiendo la Palabra en medio de muchas dificultades, con la alegría que da el Espíritu Santo. Así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya. En efecto, de allí partió la Palabra del Señor, que no sólo resonó en Macedonia y Acaya: en todas partes se ha difundido la fe que ustedes tienen en Dios, de manera que no es necesario hablar de esto. Ellos mismos cuentan cómo ustedes me han recibido y cómo se convirtieron a Dios, abandonando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar a su Hijo, que vendrá desde el cielo: Jesús, a quien Él resucitó de entre los muertos y que nos libra de la ira venidera.

El mayor servicio que se puede hacer al hombre, es comunicarle la Palabra salvadora de Dios. San Pablo consideraba la evangelización como un verdadero culto, pues constituye el servicio al hombre en su máxima necesidad: la salvación eterna, sin la cual de nada le vale haber nacido y gozado de la vida temporal.

La Palabra de Dios es el sacramento universal de salvación que todo el mundo puede recibir y que todos podemos administrar con la vida, el ejemplo y la palabra. Todos podemos decir con verdad como san Pablo: “¡Ay de mí si no evangelizo!”

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, October 19, 2008

AMOR A DIOS y AMOR SOCIAL

AMOR A DIOS y AMOR SOCIAL

Domingo 29º del tiempo ordinario-A / 19-10-08

Los fariseos se reunieron para ver juntos el modo de atrapar a Jesús en sus propias palabras. Le enviaron, pues, discípulos suyos junto con algunos partidarios de Herodes a decirle: Maestro, sabemos que eres honrado, y que enseñas con sinceridad el camino de Dios. No te preocupas por quién te escucha, ni te dejas influenciar por nadie. Danos, pues, tu parecer: ¿Está contra la Ley pagar el impuesto al César? ¿Debemos pagarlo o no? Jesús se dio cuenta de sus malas intenciones y les contestó: ¡Hipócritas! ¿Por qué me provocan? Muéstrenme la moneda que se les cobra. Y ellos le mostraron un denario. Entonces Jesús preguntó: ¿De quién es esta cara y el nombre que lleva escrito? Contestaron: Del César. Jesús les replicó: Paguen, pues, al César lo que es del César, y den a Dios lo que es de Dios. Mateo 22, 15-22.

Los judíos le tienden a Jesús en una trampa política para hacerlo caer y así tener un pretexto para condenarlo, como ya lo tenían decidido. Pero Jesús los sorprende con una respuesta que no se esperaban: a cada cual lo suyo.

Los cristianos pertenecemos a la Iglesia y a nuestro país, a Dios y a la sociedad. Trabajamos por establecer el reino de Dios en un ambiente humano concreto. Tenemos que responder positivamente a Dios y a las autoridades humanas legítimas.

En el Catecismo de la Iglesia se dice que es un deber del cristiano pagar impuestos; como es también un deber exigir al gobierno que utilice los impuestos en favor del pueblo, del bien común, con justicia, y no vayan a engrosar las cuentas individuales.

El cristiano tiene que dar al Estado lo que es del Estado y a Dios lo que es de Dios. Aunque Dios no pide, fuera del amor, pues todo es suyo. Pide que gocemos con gratitud y orden sus dones y apoyemos al prójimo, no sólo con bienes materiales, sino con valores indispensables, como son la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y el amor, la solidaridad y el progreso, la fe y la salvación . Lo que hacemos por el prójimo, Dios lo considera hecho a Él.

El cristiano no puede ser insensible frente a las injusticias, atropellos, violaciones, mentiras, manipulaciones, corrupción, guerras…, que sufren sus hermanos. No puede cruzarse de brazos esperando a que actúen los otros allí donde él puede y debe actuar.

Un ciudadano cristiano que educa y cuida bien a sus hijos, y un político que se interesa de verdad por el bien del pueblo, por la paz y la justicia, hacen buena política, que es a la vez testimonio de su fe y expresión de su amor social anclado en el amor a Dios. Así comparten el proyecto del Reino de Dios, encarnándolo en el proyecto de la sociedad familiar y civil.

El reino de Dios y el servicio al prójimo empiezan por casa y se extienden a todo nuestro ámbito de acción e influencia, mediante la fe demostrada con las obras.

La fidelidad total a esta doble relación de amor a Dios y a la sociedad puso a Jesús en el camino de la cruz, que es camino hacia la resurrección. Lo mismo les sucedió, sucede y sucederá a muchos otros a través de los siglos, en especial a los mártires, que compartieron y comparten hoy heroicamente la cruz de Cristo, para compartir gloriosamente su resurrección.

Ése es también nuestro camino, si queremos vivir el sentido total y feliz de nuestra existencia en la tierra y alcanzar el éxito final a través de la cruz ofrecida cada día, rumbo a la resurrección y a la gloria eterna. No es cristiano temer la muerte sin la esperanza de la resurrección. Es inútil buscar otros caminos, pues no existen.

La coherencia cristiana consiste en preocuparse, como Cristo, por el reino de Dios y el bien social, el bien de los hermanos, que son hijos de Dios. El amor social es amor cristiano al por mayor. Es compartir ampliamente el amor universal de Dios Padre, que es Amor.

Sin embargo, el máximo bien que podemos hacer al prójimo es ayudarle a conseguir la salvación eterna, pues “¿de qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” El bien temporal y la salvación eterna van unidos, y se separan, se pierden ambos.

Isaías 45, 1. 4-6

Así habla el Señor a su ungido, a Ciro, a quien tomé de la mano derecha, para someter ante él a las naciones y desarmar a los reyes, para abrir ante él las puertas de las ciudades, de manera que no puedan cerrarse. Por amor a Jacob, mi servidor, y a Israel, mi elegido, yo te llamé por tu nombre, te di un título insigne, sin que tú me conocieras. Yo soy el Señor, y no hay otro, no hay ningún Dios fuera de mí. Yo te hice empuñar las armas, sin que tú me conocieras, para que se conozca, desde el Oriente y el Occidente, que no hay nada fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro.

Ciro era un rey pagano que no conocía a Dios, y sin embargo Dios lo tenía de su mano sin que Ciro se diera cuenta, para que realizara los planes divinos a favor del pueblo elegido. Un pagano entra en el plan salvador de Dios, como muchas otras veces ha sucedido y sigue sucediendo en la historia de la salvación a favor de la humanidad.

Los creyentes en Cristo resucitado, presente y operante en la Iglesia y en el mundo, conductor de la historia, tenemos que saber descubrir su obra incluso allí donde menos se puede esperar humanamente, e incluso donde se le niega; y secundarlo según nuestras posibilidades.

Millones de personas son instrumentos elegidos por Cristo, sin que lo conozcan, para implantar en el mundo los valores de su reino de verdad y justicia, de paz y libertad, de solidaridad y progreso; y contribuyen también a la salvación eterna de la humanidad.

Pensemos tan sólo en los maravillosos medios de comunicación social, -en gran parte obra de no creyentes- que pueden multiplicar casi al infinito para la humanidad la Palabra salvadora de Dios, y por tanto la salvación, además posibilitar muchos otros inmensos bienes.

Pero los creyentes no podemos conocer al único Dios sólo por lo que hemos oído y leído, sino por la experiencia amorosa de su acción entre nosotros, en la historia de cada día, en la oración. El conocimiento real de Dios sólo puede realizarse en el amor, la gratitud y el gozo.

Tesalonicenses 1, 1-5

Pablo, Silvano y Timoteo saludan a la Iglesia de Tesalónica, que está unida a Dios Padre y al Señor Jesucristo. Llegue a ustedes la gracia y la paz. Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes, cuando los recordamos en nuestras oraciones, y sin cesar tenemos presente delante de Dios, nuestro Padre, cómo ustedes han manifestado su fe con obras, su amor con fatigas y su esperanza en nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia. Sabemos, hermanos amados por Dios, que ustedes han sido elegidos. Porque la Buena Noticia que les hemos anunciado llegó hasta ustedes, no solamente con palabras, sino acompañada de poder, de la acción del Espíritu Santo y de toda clase de dones.

Sólo hay verdadera Iglesia si está unida en Cristo resucitado presente, como hay verdadero cristiano sólo si está unido a Cristo. No basta la unión amistosa en las actividades pastorales y litúrgicas externas, pues resultan fidedignas y salvíficas solamente cuando brotan de esa unión interior en Cristo: “Padre que sean uno para que el mundo crea”. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí no pueden hacer nada”.

La fe viva se manifiesta con obras; el amor, con el esfuerzo valiente por el bien y la salvación de los otros; y la esperanza pascual en Cristo resucitado, con una firme constancia.

Sabemos que somos elegidos de Dios si hemos acogido el Evangelio, no sólo como palabras, teorías y ritos, sino como verdadera Palabra de Dios dirigida con amor a cada uno, acogida y puesta en práctica gracias a la acción del Espíritu Santo en nosotros.

Pero la unión en Cristo –a pesar de que es un don misterioso de Dios- también necesita cauces humanos para sostenerse y crecer: la oración, la información, la comunicación, el diálogo en clima fraternal, la fe pascual en el Resucitado presente y operante.

La Iglesia es la asamblea de los convocados por Cristo a través de los pastores, no sólo por los pastores. Sin fe viva en esta verdad, la Iglesia sería una simple asociación.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, October 12, 2008

Muchos son llamados, mas pocos escogidos.

Muchos son llamados, mas pocos escogidos

28º domingo tiempo ordinario - A / 12-10-2008

Mateo 22: 1 - 14

Tomando Jesús de nuevo la palabra les habló en parábolas, diciendo: «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía otros siervos, con este encargo: Decid a los invitados: "Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda." Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron. Se airó el rey y, enviando sus tropas, dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Entonces dice a sus siervos: "La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda." Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales. «Entró el rey a ver a los comensales, y al notar que había allí uno que no tenía traje de boda, le dice: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?" El se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: "Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son llamados, mas pocos escogidos.»

Isaías 25: 6 - 10

Hará Yahveh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todos los gentes; consumirá a la Muerte definitivamente. Enjugará el Señor Yahveh las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque Yahveh ha hablado. Se dirá aquel día: «Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve; éste es Yahveh en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación.» Porque la mano de Yahveh reposará en este monte, Moab será aplastado en su sitio como se aplasta la paja en el muladar.

Filipenses 4: 12 - 14, 19 - 20

Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en Aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación. Y mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza, en Cristo Jesús. Y a Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Sunday, October 05, 2008

ELEGIDOS y RECHAZADOS

ELEGIDOS y RECHAZADOS

27º domingo tiempo ordinario - A / 5-10-2008

En aquel tiempo dijo Jesús a los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: Escuchen este otro ejemplo: Había un propietario que plantó una viña. La rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar y levantó una torre para vigilarla. Después la alquiló a unos labradores y se marchó a un país lejano. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, el dueño mandó a sus sirvientes que fueran donde aquellos labradores y cobraran su parte de la cosecha. Pero los labradores tomaron a los enviados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. El propietario volvió a enviar a otros servidores más numerosos que la primera vez, pero los trataron de la misma manera. Por último envió a su hijo, pensando: “A mi hijo lo respetarán”. Pero los trabajadores, al ver al hijo, se dijeron: “Ese es el heredero. Lo matamos y así nos quedamos con su herencia”. Lo tomaron, pues, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Ahora bien, cuando venga el dueño de la viña, ¿qué hará con esos labradores? Le contestaron: Hará morir sin compasión a esa gente malvada, y arrendará la viña a otros labradores que le paguen a su debido tiempo. Jesús agregó: ¿No han leído cierta Escritura? Dice así: “La piedra que los constructores desecharon, llegó a ser la piedra angular del edificio; esa fue la obra del Señor y nos dejó maravillados”. Ahora, yo les digo a ustedes: Se les quitará el Reino de los Cielos, y será entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos. Mateo 21, 33-43

La parábola, dicha a un grupo de sacerdotes, escribas y fariseos, es un serio toque de atención para cada uno de nosotros, llamados a trabajar con ilusión y seriedad por la salvación de los demás y la propia. Y no se trata sólo de una simple invitación, sino de un gran privilegio: compartir con Cristo el misterio de la redención en el tiempo y lugar donde nos ha tocado vivir, trabajar, amar, gozar y sufrir, y así acceder a la vida eterna.

Es una llamada de atención a cada uno de nosotros, pues podemos rechazar con la indiferencia o el desprecio a los mensajeros que Dios nos envía, y en ellos a su propio Hijo, Jesús, creyéndonos los únicos propietarios de nuestra vida, de la verdad, de la religión, proclamando a Dios con la boca y en los ritos, pero rechazándolo en la vida.

El mensaje positivo de la parábola es que Dios cuida con gran cariño a su pueblo, a cada uno de nosotros, dándonos grandes dones y posibilidades, el mayor de los cuales es su Hijo, que entregó por nuestra salvación y glorificación eterna.

No estamos en el mundo por casualidad, sino por deseo y amor expreso de Dios Padre, para que seamos testigos de su amor. Nuestra existencia está inscrita en el proyecto salvador de Dios: venimos de su amor infinito y nos llama al destino feliz que él nos ofrece con amor paterno en su casa eterna. Sólo nos pide que lo amemos como Padre y amemos los demás como hermanos - pues todos son hijos suyos-, ayudándoles a conseguir el máximo bien que pueden desear: la vida eterna.

Esta fe, hecha amor concreto, proyecta hacia la eternidad todo lo que hacemos, lo que somos, tenemos, amamos, sufrimos y gozamos. Y hace entrar la eternidad en el tiempo de nuestra vida para eternizarla.

Formar una familia, educar a los hijos, trabajar por el progreso, hacer política de paz, enseñar, socorrer, evangelizar: formas diversas de colaborar al plan salvífico de Dios, unidos a Jesús resucitado presente, la piedra angular rechazada por sus adversarios.

Sin embargo también podemos hacer fracasar el plan de Dios para nosotros y para otros, rechazando a Dios en la vida, en la familia, en trabajo, en la vida sacerdotal o consagrada, e incluso en las prácticas de piedad, aunque aparentemos lo contrario.

Pero Dios no nos impone la salvación, sino que desea la aceptemos y colaboremos libremente con su Hijo en la salvación de los otros; y si no respondemos a su invitación, confiará nuestra misión a otros que produzcan mejores frutos. Nos conviene pensarlo en serio, pues nos jugamos la vida temporal, volviéndola inútil, y la eterna.

Nuestra felicidad, gloria y salvación consisten en reconocer, agradecer, valorar y hacer producir los dones que Dios nos dio, que son otras tantas grandes posibilidades para el bien. Entre ellos: la oración, el ejemplo, el sufrimiento ofrecido, la palabra, las buenas obras, en unión con Cristo resucitado presente, nuestra Piedra angular.

Isaías 5, 1-7

Voy a cantar en nombre de mi amigo el canto de mi amado a su viña. Mi amigo tenía una viña en una loma fértil. La cavó, la limpió de piedras y la plantó con cepas escogidas; edificó una torre en medio de ella y también excavó un lagar. Él esperaba que diera uvas, pero dio frutos agrios. Y ahora, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, sean ustedes los jueces entre mi viña y yo. ¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? Si esperaba que diera uvas, ¿por qué dio frutos agrios? Y ahora les haré conocer lo que haré con mi viña: quitaré su valla, y será destruida, derribaré su cerco y será pisoteada. La convertiré en una ruina, y no será podada ni escardada. Crecerán los abrojos y los cardos, y mandaré a las nubes que no derramen lluvia sobre ella. Porque la viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantación predilecta. ¡Él esperó de ellos equidad, y hay derramiento de sangre; esperó justicia, y hay gritos de angustia!

Toda la Biblia ha sido escrita para instrucción de cada uno de nosotros, a fin de que llevemos una vida que agrade a Dios y nos disponga a recibir el premio de la gloria eterna con él.

Este pasaje de Isaías nos declara con cuánto amor y cuántos cuidados nos trata Dios, para que produzcamos frutos de vida eterna, y no para él, sino para nosotros y los demás, pues su voluntad es que nos salvemos y ayudemos a otros a salvarse.

Pero nosotros podemos hacer fracasar el amor, los cuidados y las esperanzas de Dios sobre nosotros y para nosotros, y llevar nuestras vidas al fracaso eterno, si no reconocemos ni agradecemos ni hacemos producir esos dones y cuidados que Dios nos dispensa, y si los utilizamos y disfrutamos a sus espaldas y en contra de su voluntad.

Dios tiene paciencia infinita, pero si nosotros no reaccionamos para rectificar una eventual conducta desviada, con rechazo al amor de Dios, nuestro bien supremo, y con desinterés por nuestro destino eterno, él también tiene derecho a volvernos la espalda abandonándonos a nuestros egoísmos y disfrutes abusivos de los dones que nos dio.

Démonos cuenta de que una fe sin amor ni gratitud y obediencia a Dios, y sin amor real al prójimo, es una fe engañosa y escandalosa, que no puede salvar, sino que condena. Correspondamos al gran cariño y generosidad de Dios: vivamos según su querer.

Filipenses 4, 6-9

Hermanos: No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús. En fin, mis hermanos, todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos. Pongan en práctica lo que han aprendido y recibido, lo que han oído y visto en mí, y el Dios de la paz estará con ustedes.

“Nuestro corazón anda inquieto mientras no descansa en Dios”, decía san Agustín. Sólo la confianza en Dios nos asegura la serenidad, la paz y la esperanza en medio de las luchas, las dudas, las desgracias, las alegrías, pues esa confianza nos da la seguridad de que “todo concurre al bien de los que aman a Dios”. La confianza es fruto del amor.

Con la confianza en Dios y la perspectiva de la eternidad feliz, todo se hace relativo, pues los bienes más grandes de este mundo terminan esfumándose, y los sufrimientos más penosos se convierten en fuentes de felicidad eterna, e incluso temporal.

Por tanto, no debemos preocuparnos, sino sólo ocuparnos en vivir unidos a Cristo y en realizar todo lo que es bueno, justo, verdadero, laudable, virtuoso..., y así nos dispongamos para recibir el premio eterno. Nada de angustias, que resultan totalmente inútiles.

Es necesario recurrir a la oración como verdadero encuentro de amistad filial con Dios, que nos toma a su cuidado paternal, y no permitirá que se nos caiga ni un cabello sin que él lo disponga. Pero toda oración debe ir precedida por la acción de gracias, que es la oración que más le agrada a Dios y que más bendiciones nos asegura.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, September 28, 2008

SÍ, SÍ, PERO NO; NO, PERO SÍ

SÍ, SÍ, PERO NO; NO, PERO SÍ

Domingo 26 Tiempo Ordinario - A / 28 -09-08

En aquel tiempo dijo Jesús a los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: Díganme su parecer: Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero para decirle: "Hijo, hoy tienes que ir a trabajar en la viña." Y él le respondió: "No quiero". Pero después se arrepintió y fue. Luego el padre se acercó al segundo y le mandó lo mismo. Este respondió: "Ya voy, señor." Pero no fue. Ahora bien, ¿cuál de los dos hizo lo que quería el padre? Ellos contestaron: El primero. Entonces Jesús les dijo: En verdad se lo digo: en el camino al Reino de los Cielos, los publicanos y las prostitutas andan mejor que ustedes. Porque Juan vino a abrirles el camino derecho, y ustedes no le creyeron, mientras que los publicanos y las prostitutas le creyeron. Ustedes fueron testigos de esto, pero no se arrepintieron ni le creyeron. Mateo. 21, 28-32

Es relativamente fácil ser dóciles a Dios cuando todo va bien, pero luego, en los momentos difíciles, tal vez rechazamos sin escrúpulos a Cristo y al prójimo, dejando así de ser cristianos. Podemos decir que sí a Dios con la boca, con el rito o el rezo, pero a la vez decir que no con el corazón, con las obras y con la vida. ¡Lamentable realidad!

Mientras que otros, que no son considerados ni se consideran cristianos, que se sienten pecadores y marginados, terminan diciendo sí a Cristo con la vida y con las obras. Comulgan con Cristo en el hermano, aunque no reciban la comunión sacramental. Los rezos, los ritos, los sacramentos, sólo cuando se ama a Cristo y al prójimo, hacen que la vida no sea un engaño a sí mismos, a los otros, pretendiendo incluso engañar a Dios.

Entonces, ¿mejor no rezar ni confesar ni comulgar? ¡No! Lo mejor con mucho es hacer todo eso, pero de corazón, viviendo con amor y decisión lo que se cree.

Un sí pronunciado con la boca, puede anularse con un no del corazón. Y un no puede ser fruto del temor o de la ignorancia o del mal ejemplo. ¿Cómo saber si somos sinceros y leales? “Por las obras los conocerán”, afirma el mismo Jesús.

En los negocios, en el trabajo, en la política, es muy frecuente la mentira, el encubrimiento, el engaño, la falsedad. Se necesita una gran dosis de discernimiento y valentía para no caer en el engaño, y para amar de verdad a Dios y al prójimo.

La vida se hace mentira cuando la relación con Dios y con el prójimo se falsean por falta de amor auténtico y de fe viva. Cuántas oraciones, ritos, celebraciones, sacramentos, sermones, retiros... se realizan sin una real y personal relación de amor con el Dios de la vida y con el prójimo necesitado, y por tanto sin influencia en la conducta de cada día, en una vida de espaldas a Cristo y de maltrato o indiferencia respecto del prójimo.

Ya Dios se lamentaba en el Antiguo Testamento ante le hipocresía de los ritos y oraciones: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

Los escribas, fariseos y dirigentes religiosos decían sí con los labios y las apariencias, pero con la vida y las obras decían no. Mientras que muchos pecadores, aunque habían dicho no con el pecado, ante la Palabra de Jesús dicen sí con la conversión, acogiendo esa Palabra con un corazón sincero, convertido. ¿En qué grupo estamos? Pero de verdad…

Jesús no puede aceptar la actitud hipócrita y puritana de quienes se creen mejores que los demás y no sienten necesidad de convertirse de nada. Ellos rechazan la Palabra de Dios que los cuestiona, y así se sitúan fuera del camino de la salvación.

A Dios no le duelen tanto las debilidades y pecados como le duele la mentira de la vida de quien prescinde de Cristo en el hogar, en el trabajo, en el sufrimiento, en la alegría, en la relación con los otros... Somos pecadores, pero lo decisivo es ser “pecadores buenos”; o sea: arrepentidos y convertidos, como la Magdalena, Pedro, y miles y millones de otros.

Pidamos con insistencia a Dios la sinceridad de una vida cristiana auténtica, en unión real con Cristo y con el prójimo. Necesitamos una conversión continua – volvernos hacia Dios y hacia el prójimo cada día – con la oración del corazón, con la petición diaria de perdón, con la reparación: ofreciendo nuestras cruces por nosotros y por los otros. “No hay amor más grande que dar la vida por quienes amamos”.

Ezequiel 18, 24-28

Esto dice el Señor: Si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado, ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada: a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá. Ustedes dirán: «El proceder del Señor no es correcto». Escucha, casa de Israel: ¿Acaso no es el proceder de ustedes, y no el mío, el que no es correcto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere; muere por el mal que ha cometido. Y cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida. El ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, ciertamente vivirá, y no morirá.

Hasta el profeta Ezequiel prevalecía la convicción de que los hijos pagaban las culpas de sus padres y antepasados: “Los padres comieron uvas verdes y los hijos sufrieron dentera”. Mentalidad que todavía hoy comparten muchos cristianos, echando la culpa de todos los males a “los otros”: padres, gobierno, sociedad, partido, Iglesia, familia... Los otros pecan y nosotros pagamos las consecuencias.

La comunidad puede frenar o empujar, tanto en el bien como en el mal. Pero la decisión diaria depende de la persona, dotada de libertad inalienable para elegir entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Cada cual es protagonista y responsable de su rumbo y de su destino temporal y eterno.

Sin embargo, la salvación eterna es un don de Dios, don al que nadie puede sentirse con derecho por sus propios méritos. La salvación sólo se alcanza abriéndose a ella y acogiéndola con gratitud. Gratitud que se expresa con la vuelta al amor de Dios y del prójimo, perseverando en la conversión continua, sin desfallecer.

Ni “sálvese quien pueda” ni “sólo nos salvamos en grupo”. La salvación es asunto personal entre Dios y el hombre. Pero los hombres pueden y deben ayudarse en la tarea de la salvación, como Cristo mismo nos ayudó con su vida, pasión, muerte y resurrección:

“Como Cristo dio la vida por nosotros, así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Juan 3, 16). El la mejor manera de abrirnos y acceder a nuestra propia salvación y agradecerla.

Filipenses 2, 1-11

Hermanos: Si la exhortación en nombre de Cristo tiene algún valor, si algo vale el consuelo que brota del amor o la comunión en el Espíritu, o la ternura y la compasión, les ruego que hagan perfecta mi alegría, permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por interés ni por vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos. Que cada uno busque, no solamente su propio interés, sino también el de los demás. Vivan con los mismos sentimientos que hay en Cristo Jesús. Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor».

La comunidad de Filipos vivía una situación de discordia escandalosa a causa de envidas, rivalidades, egoísmo, orgullo, prepotencia... El peor escándalo de las comunidades y familias cristianas es la desunión. Por eso Pablo suplica a los filipenses que se unan en Cristo, con sus mismos sentimientos: humildad, servicio, misericordia, amor.

Jesús mismo ponía la unión como la causa principal de la transmisión de la fe: “Que sean uno, para que el mundo crea que tú me has enviado”. La unión es la primera condición para la eficacia salvadora de la evangelización y de toda pastoral.

Jesús se despojó con humildad de su rango para buscar el interés de los demás. Por eso recibió el ”Nombre-sobre-todo-nombre”. Quien se impone como superior a los demás, suscita discordias, y no agrada a Dios ni a los hombres.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, September 21, 2008

CONTRA ENVIDIA, GENEROSIDAD Y JUSTICIA


CONTRA ENVIDIA, GENEROSIDAD Y JUSTICIA


Domingo 25 Tiempo Ordinario - A / 21-9-08

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Un propietario salió de madrugada a contratar trabajadores para su viña. Se puso de acuerdo con ellos para pagarles una moneda de plata al día, y los envió a su viña. Salió de nuevo hacia las nueve de la mañana, y al ver en la plaza a otros que estaban desocupados, les dijo: «Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo.» Y fueron a trabajar. Salió otra vez al mediodía, y luego a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Ya era la última hora del día, la undécima, cuando salió otra vez y vio a otros que estaban allí parados. Les preguntó: «¿Por qué se han quedado todo el día sin hacer nada?» Contestaron ellos: «Porque nadie nos ha contratado.» Y les dijo: «Vayan también ustedes a trabajar en mi viña.» Al anochecer, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: «Llama a los trabajadores y págales su jornal, empezando por los últimos y terminando por los primeros.» Vinieron los que habían ido a trabajar a última hora, y cada uno recibió un denario (una moneda de plata). Cuando llegó el turno a los primeros, pensaron que iban a recibir más, pero también recibieron cada uno un denario. Por eso, mientras se les pagaba, protestaban contra el propietario. Decían: «Estos últimos apenas trabajaron una hora, y los consideras igual que a nosotros, que hemos aguantado el día entero y soportado lo más pesado del calor.» El dueño contestó a uno de ellos: «Amigo, yo no he sido injusto contigo. ¿No acordamos en un denario al día? Toma lo que te corresponde y vete. Yo quiero dar al último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a llevar mis cosas de la manera que quiero? ¿O te sienta mal que yo sea generoso, porque tú eres envidioso?» Así sucederá: los últimos serán primeros, y los primeros serán últimos. Mateo 20, 1,16.


Esta parábola sigue escandalizando hoy a muchos que se han hecho una imagen de Dios a su a su gusto. Pero los criterios y pensamientos de Dios distan mucho de los nuestros: su justicia se conjuga con su misericordia sin límites.


Los obreros que trabajaron desde la madrugada - ¿los cristianos de siempre y desde siempre? - no protestaron por recibir un salario injusto, pues era lo convenido, sino por envidia, porque el dueño fue generoso con los últimos, viendo su esfuerzo leal y su necesidad de llevar también ellos pan a sus hogares, como los demás. Querían trabajar, pero estaban en el paro y nadie los había contratado.


El valor de nuestra vida no depende del tiempo que vivimos, de largos años, sino de la intensidad del amor y de la generosidad con que vivimos y trabajamos; depende la unión efectiva y afectiva con Cristo, según él mismo afirma: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero separados de mí, no pueden hacer nada”. “Quien conmigo no recoge, desparrama”.


Los dones de Dios y el paraíso no se pueden merecer, sino pedirlos, acogerlos, agradecerlos y hacerlos producir para el bien y la salvación propia y la ajena.


Estamos llamados a trabajar en la viña de Dios esforzándonos por construir su reino de vida y verdad, de justicia y paz, de amor, de libertad y alegría: en el hogar, en el trabajo, en la vida privada y en la pública, en lo placentero y en las penas. Sin envidias, pues la mejor paga es ya trabajar en la viña del Señor. Recibiremos el ciento por uno aquí abajo, y luego la vida eterna como don, no como sueldo merecido.


Es necesario constuir un nuevo rostro de cristiano “discípulo misionero”, un cristiano nuevo, apasionado por Cristo y por el hombre, valiente, optimista, clarividente, testigo de alegría pascual por su real unión con el Resucitado presente. Un cristiano que revele el verdadero rostro de Dios Padre, Dios Amor, Vida, Alegría, Misericordia y gratuidad, según nos lo presentó el mismo Hijo de Dios.


Jesús proclama: “No he venido para condenar, sino para salvar”, y lo mismo es para el cristiano (seguidor de Cristo). No estamos en el mundo para juzgar y condenar, sino para ayudar al prójimo a salvarse. Eso es trabajar en la viña del Salvador.


No hay nada tan contradictorio como un cristiano que no colabore esforzadamente con Cristo en la salvación de sus hermanos y del mundo entero. No sería cristiano, sino un absurdo: un “cristiano-sin-Cristo”. Pues cristiano es sólo quien vive unido a Cristo y de él recibe la fortaleza para imitarlo, incluso en la muerte ofrecida por la salvación ajena.



Isaías 55, 6-9

Los pensamientos de ustedes no son los míos. ¡Busquen al Señor mientras se deja encontrar, llámenlo mientras está cerca! Que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva al Señor, y él le tendrá compasión; a nuestro Dios, que es generoso en perdonar. Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos --oráculo del Señor--. Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes.


Los planes y caminos de Dios distan años luz de los planes de quienes, centrados en su egoísmo, prescinden de él en sus planes y vidas, sin amor, sin fe, sin esperanza, sin perspectiva de eternidad, fuera de la órbita de Dios. Tal vez “cumplan” exteriormente, pero su corazón está lejos de Dios y del prójimo.


En el Antiguo Testamento se buscaba a Dios, quien se manifestaba o se dejaba encontrar en circunstancias o momentos especiales. En el Nuevo Testamento la perspectiva ha cambiado con Jesús, el “Dios-con-nosotros”, que nos busca y acompaña de forma permanente, como él mismo afirma: “Yo estoy con ustedes todos los días”. “Estoy llamando a la puerta, y si alguien me abre, entraré y comeremos juntos”. No hace falta buscarlo, sino abrirse a él.


Lo decisivo es que nosotros nos dejemos encontrar por él, queramos estar con él, abrirle las puertas de la mente, del corazón y de la vida, de las alegrías y las penas. Que dejemos los caminos del egoísmo que no llevan a ninguna parte, las actitudes paganas que prescinden de Dios o lo rechazan, los pensamientos y sentimientos perversos que nos apartan de la fuente de la felicidad en el tiempo y en la eternidad, tal vez sin querer enterarnos siquiera, por preferir las cosquillas a la felicidad verdadera...


Entonces sentiremos el gozo de la compasión y misericordia de Dios, quien nos alcanza con su perdón, que hemos de agradecer con una conversión sincera a él y al prójimo, seguros de que la felicidad dada al otro aumentará nuestra felicidad en el tiempo y en la eternidad.



Filipenses 1, 20-26

Hermanos: Estoy completamente seguro de que ahora, como siempre, sea que viva, sea que muera, Cristo será glorificado en mi cuerpo. Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si la vida en este cuerpo me permite seguir trabajando fructuosamente, ya no sé qué elegir. Me siento urgido de ambas partes: deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo. Tengo la plena convicción de que me quedaré y permaneceré junto a todos ustedes, para que progresen y se alegren en la fe. De este modo, mi regreso y mi presencia entre ustedes les proporcionarán un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús.


En esta carta, escrita desde la cárcel en Roma, Pablo manifiesta lo que Cristo representa para él, y cuán real, profunda y vital es su relación de amor con Jesús, al que Pablo tiene como centro, sentido y destino glorioso.


Es más: su propia vida la identifica con Cristo: “Para mí, la vida es Cristo”. La Vida que vence a la muerte con la resurrección, por la que sabe alcanzará el tesoro infinito de la misma gloria eterna de Jesús, lo cual es con mucho lo mejor que puede desear su discípulo.


Sin embargo el Apóstol está dispuesto a aplazar ese encuentro tan ansiado para ayudar a sus hermanos a lograr y asegurar esa misma gloria en Cristo que él anhela y espera en medio de sus tribulaciones, debilidades, cárcel, y a través de la misma muerte.


Para Pablo lo decisivo es el amor apasionado a Cristo y el amor salvífico a los hombres, y lo demás está en función de estos amores. Por eso desearía “morir para estar con Cristo”.


En su condición de encarcelado, a la espera de un juicio que lo llevará a la muerte, Pablo vive en positivo, con fe y esperanza, las circunstancias en que se encuentra. Y esta debe ser la actitud de todo cristiano ante las dificultades: convertirlas en desafíos y oportunidades para sumarse a la acción salvadora o misterio de Cristo crucificado y resucitado.


El cristiano –persona unida a Cristo resucitado presente- es ciudadano del paraíso, donde Cristo comparte su gloria con sus seguidores de toda condición, lengua y nación.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, September 14, 2008

EL MISTERIO DEL AMOR


EL MISTERIO DEL AMOR


Domingo, 14 de septiembre, 2008 La Exaltación de la Santa Cruz (Fiesta)


En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que bajó del cielo y está en el cielo. Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, pa ra que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él”. Juan 3:13-17.

Números 21: 4 - 9

Partieron de Hor de la Montaña, camino del mar de Suf, rodeando la tierra de Edom. El pueblo se impacientó por el camino. Y habló el pueblo contra Dios y contra Moisés: «¿Por qué nos habéis subido de Egipto para morir en el desierto? Pues no tenemos ni pan ni agua, y estamos cansados de ese manjar miserable.» Envió entonces Yahveh contra el pueblo serpientes abrasadoras, que mordían al pueblo; y murió mucha gente de Israel. El pueblo fue a decirle a Moisés: «Hemos pecado por haber hablado contra Yahveh y contra ti. Intercede ante Yahveh para que aparte de nosotros las serpientes,» Moisés intercedió por el pueblo. Y dijo Yahveh a Moisés: «Hazte un Abrasador y ponlo sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y lo mire, vivirá.» Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida.

Filipenses 2: 6 - 11

El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.

POR EL PERDÓN A LA PAZ


POR EL PERDÓN A LA PAZ


24º domingo ordinario / 14 - 09 - 2008


Pedro se acercó a Jesús preguntándole: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas de mi hermano? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No te digo siete, sino setenta veces siete. Aprendan algo sobre el Reino de los Cielos. Un rey había decidido arreglar cuentas con sus empleados, y para empezar, le trajeron a uno que le deba diez mil monedas de oro. Y puesto que no tenía con qué pagar, el rey ordenó que fuera vendido como esclavo, junto con su mujer, sus hijos y todo cuanto poseía, para así recobrar algo. El empleado, entonces, se arrojó a los pies del rey, suplicándole: «Dame un poco de tiempo, y yo te lo pagaré todo.» El rey se compadeció y lo dejó libre; más todavía, le perdonó la deuda. Pero apenas salió el empleado de la presencia del rey, se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas. Lo agarró del cuello y casi lo ahogaba, gritándole: «Págame lo que me debes.» El compañero se echó a sus pies y le rogaba: «Dame un poco de tiempo, y yo te lo pagaré todo.» Pero el otro no aceptó, sino que lo mandó a la cárcel hasta que le pagara toda la deuda. Los compañeros, testigos de esta escena, quedaron muy molestos y fueron a contárselo todo a su señor. Entonces el señor lo hizo llamar y le dijo: «Siervo miserable, yo te perdoné toda la deuda cuando me lo suplicaste. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero como yo tuve compasión de ti?» Y hasta tal punto se enojó el señor, que lo puso en manos de los verdugos, hasta que pagara toda la deuda. Y Jesús añadió: Lo mismo hará mi Padre Celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano. Mateo. 18, 21-35.


Jesús nos pide que perdonemos sin límites: setenta veces siete. Sabe que el perdón devuelve la paz al corazón del ofendido y del ofensor, al hogar, a la sociedad, al mundo. El verdadero perdón restablece la relación fraternal y el amor mutuo entre los hijos de Dios, y la relación filial con el mismo Dios Padre de todos, que perdona sin condiciones –setecientas veces setenta- a quien de veras quiere y busca el perdón.


El verdadero perdón supone reconciliación y conversión a la vez; o sea, esfuerzo del ofendido y del ofensor por superar el mal causado y recibido por la ofensa. La reconciliación y la conversión son la única solución de la gran mayoría de los problemas y heridas en la convivencia diaria: en la familia, en el trabajo, entre amigos, en la Iglesia, el la sociedad, en el mundo.


El cristiano no exige que le pidan perdón, sino que ofrece el perdón, como hizo Cristo Jesús, que fue más allá: pidió perdón incluso para sus enemigos que lo crucificaban. Y lo mismo tiene que hacer el cristiano. Nuestra deuda con Dios es inmensamente superior a la deuda del prójimo con nosotros


El perdón ofrecido es una de los mayores gestos de amor al prójimo y a Dios –padre del ofensor y del ofendido -, y a la vez garantía del perdón de Dios: “Perdónanos como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Con el perdón la relación humana se convierte en relación salvífica.


Quien busca el perdón de Dios, pero no perdona a su prójimo, no merece perdón: es como el servidor del Evangelio que no quiso perdonar a su compañero una deuda mínima; y por eso mismo Dios le retira el perdón de su enorme deuda.


Perdonar no es olvidar; es voluntad de no tomar revanchas contra el ofensor, sino desearle el bien, y llegar a pedirle a Dios perdón, paz y salvación para él, e incluso ofrecer la vida por él, cuando Dios la pida. Las heridas profundas no se pueden olvidar, porque dejan señal. Perdonar es no irritarlas ni desgarrarlas.


Que el Padre nos conceda la gracia y el gozo de perdonar setenta veces siete, y sentirnos perdonados por él y por el prójimo, en especial por los de casa.


Eclesiástico 27, 30--28, 7


El rencor y la ira son abominables, y ambas cosas son patrimonio del pecador. El hombre vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de todos sus pecados. Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados. Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane? No tiene piedad de un hombre semejante a él, ¡y se atreve a implorar perdón por sus pecados! Él, un simple mortal, guarda rencor: ¿quién le perdonará sus pecados? Acuérdate del fin, y deja de odiar; piensa en la corrupción y en la muerte, y sé fiel a los mandamientos; acuérdate de los mandamientos, y no guardes rencor a tu prójimo; piensa en la Alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa.


El rencor y la ira son fruto del orgullo, que nos hace creernos superiores y mejores, con derecho a un trato de privilegio y al maltrato del prójimo. El rencor y la ira dan como fruto la venganza, que puede terminar en espiral de violencia.


El único justo, Jesús, pidió perdón para sus mismos asesinos y murió para merecernos a cada uno el perdón de Dios. ¿Con qué cara nos dirigiremos a él pidiéndole perdón si no sabemos perdonar al prójimo? Con Jesús debemos suplicar ante las ofensas: “Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen”, pero añadiendo: “Y perdóname también a mí, porque muchas veces tampoco yo sé lo que hago”.


El ofensor puede estar arrepentido y desear el perdón, pero puede no tener valor para manifestar su arrepentimiento y el deseo de perdón. Descubramos en los gestos y las actitudes el deseo de ser perdonado. Y respondamos gozosos perdonando.


Para hacernos más fácil el perdonar, recordemos el perdón que tantas veces nos ha concedido Dios y el perdón que tantas otras veces necesitaremos.


Pero perdonar no significa que uno debe continuar exponiéndose a las ofensas, sino que al perdón concedido debe corresponder una conversión del ofensor, con su esfuerzo sincero para evitar más ofensas. Y si no lo hace, hay que esquivarlo y no darle ocasión a nuevas ofensas, pues puede llegar a sentirse con derecho a ofender.


El perdón es el único camino eficaz para la paz consigo mismo, con el prójimo y con Dios. El perdón a sí mismo y al prójimo son fuente de paz y de salud síquica e incluso física.


Romanos 14, 7-93


Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor: tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de los vivos y de los muertos.


Las discrepancias, conflictos, ofensas, tensiones, rencores..., se minimizan y relativizan ante la convicción de que todo puede adquirir valor de vida, salvación y felicidad en la unión viva con Cristo resucitado, en quien y para quien vivimos, morimos y resucitamos, pues él nos compró con su muerte y nos dio vida con su resurrección.


La pertenencia afectiva y efectiva a Cristo en la vida y en la muerte, que es la puerta de la resurrección, está por encima de todas las vicisitudes de la vida, pues “todo contribuye al bien de los que aman a Dios”. ¡Qué gran paz debe darnos esta realidad!


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, September 07, 2008

FRATERNIDAD RESPONSABLE

FRATERNIDAD RESPONSABLE

Domingo 23º tiempo ordinario-A / 07-09-2008

Dijo Jesús a sus discípulos: Si tu hermano ha pecado, vete a hablar con él a solas para hacérselo notar. Si te escucha, has ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo una o dos personas más, de modo que el caso se decida por la palabra de dos o tres testigos. Si se niega a escucharlos, informa a la asamblea. Si tampoco escucha a la iglesia, considéralo como un pagano o un publicano. Yo les digo: Todo lo que aten en la tierra, se mantendrá atado el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra, se mantendrá desatado el Cielo. Asimismo yo les digo: si en la tierra dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir alguna cosa, mi Padre celestial se lo concederá. Pues donde están dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Mateo 18, 15-20.

La Iglesia promueve la paternidad responsable, pero también la fraternidad responsable, que se responsabiliza y solidariza con bien y el mal ajeno: el bien que se recibe y se goza, y el mal que se padece y el que se hace.

Un componente esencial de la fraternidad responsable es la corrección fraterna, que ya se recomendaba en el Antiguo Testamento. Pero la corrección resulta eficaz si es de verdad fraterna, amorosa, pues si se hace con enojo, irritación, desprecio, amenazas, ironía, tono autoritario o de revancha, resulta inútil e incluso contraproducente.

La forma negativa de echar en cara los fallos, suele ser un recurso para ocultar defectos propios que no queremos reconocer ni corregir, una manera de desahogo, revancha, o ansia de superioridad, que se intenta afirmar a costa de rebajar al otro.

El objeto de la corrección debe ser un mal o daño real, un daño a sí mismo o a otra persona, a un grupo, a la naturaleza, al Creador…; no una simple forma de pensar, de vivir o de actuar diferente. La referencia para valorar el mal a corregir tiene que ser la Palabra de Dios, el bien del prójimo, de la creación, los valores del reino, y no los propios criterios, intereses o frustraciones.

La corrección será fraterna sólo si está hecha con amor, delicadeza y humildad, deseando de verdad el bien del otro, de los otros. Y quien corrige debe ser consciente de sus fallos y pecados, que tal vez le cuesta reconocer. Nos advierte Jesús: “Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra”; “Sácate primero la viga de tu ojo y luego verás para quitar la del ojo ajeno”. Es la regla de oro de la corrección fraterna.

Para corregir con amor, hay ver las virtudes del otro y no sólo sus defectos, y tener presentes los propios defectos y no sólo las virtudes. Y además imitar el ejemplo de Jesús, que nunca exigió que se le pidiese perdón, sino que siempre se adelantó a ofrecer el perdón; y pidió perdón para los mismos que le crucificaban.

La persona que, para sentirse superior, necesita de los fallos ajenos, si no lo encuentra, los inventa, cayendo en la calumnia con tal de rebajar a los otros.

Al final del evangelio de este domingo Jesús nos asegura que cuando dos o más se ponen de acuerdo para pedir algo en su nombre, Dios los escuchará, porque Jesús mismo estará en medio de ellos orando con ellos al Padre, por medio del Espíritu Santo, que “ora en nosotros con voces inefables”.

¡Qué importante y eficaz sería ponerse de acuerdo para pedir en nombre de Jesús la conversión de quien falla! A menudo es el único remedio posible, sobre todo cuando quien hace el mal se cree en lo justo.

Dios escucha siempre la oración hecha en nombre de Cristo y con Cristo presente, porque se pide lo mismo que él quiere, y el Espíritu Santo nos apoya.

Que Dios nos conceda la bendición de saber corregir fraternalmente, de aceptar y agradecer la corrección fraterna; de perdonar; de orar en grupo, en familia, pidiendo, agradeciendo y alabando a Dios en nombre de Jesús.

Ezequiel 33, 7-9.

Así habla el Señor: Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte. Cuando yo diga al malvado: «Vas a morir», si tú no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Si tú, en cambio, adviertes al malvado para que se convierta de su mala conducta, y él no se convierte, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida.

El profeta es como un centinela que vigila la ciudad y otea el horizonte para advertir sobre cualquier peligro que se presente. Y si ve al enemigo y no habla, se juega la vida.

Es una gran lección que es necesario aprender y vivir, pues todos somos profetas-centinelas en nuestro ambiente y en otros ambientes donde podemos llegar con la palabra y ejemplo de advertencia y salvación. No podemos callar ante el mal y el peligro ajeno alegando que no nos incumbe. Como tampoco se puede callar cuando se presenta la ocasión de mejorar las condiciones de vida de los otros.

Pero también hay que saber callar cuando el peligro o el pecado no son reales, sino inventados por la tendencia enfermiza a fustigar defectos ajenos para encubrir los propios y no corregirlos. Pero si el peligro o el pecado son reales, debemos hablar de parte de Dios, y no porque nos sentimos molestos.

Y una vez que hayamos hablado claro y sencillo, ya hemos cumplido con nuestra responsabilidad ante Dios. La insistencia machacona es contraproducente.

Por otra parte, a menudo es más eficaz cerrar la boca y abrir el libro de nuestra vida con el ejemplo, que suele hablar con más fuerza que la palabra.

Y no nos apoyemos en el viejo dicho: “Sálvese quien pueda”, ni apelemos a la excusa de Caín: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?”, porque sólo nos salvaremos si ayudamos a otros a salvarse, aunque parezca inútil nuestra ayuda: con el ejemplo, la oración, el sufrimiento ofrecido, las buenas obras, la palabra…

Romanos 13, 8-10.

Hermanos: Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. Porque los mandamientos: «No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás», y cualquier otro, se resumen en éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El amor no hace mal al prójimo, sino que busca sólo su bien. Por eso el amor es la plenitud de la Ley.

La deuda más grande con nuestros semejantes es el amor, que es don de Dios para los otros, lo máximo y más duradero –eterno- que podemos darles. No hay nada más valioso y placentero que el amor verdadero. Con el amor damos nuestra persona, que supera todo lo demás que podamos dar. Por eso hay que evitar el error fatal, tan común, de hacer pasar por amor el egoísmo o la utilización sensual.

El amor resume todos los mandamientos, pues quien ama no puede hacer daño a quien ama, sino que le hará todo el bien posible, aun a costa de los propios intereses, gustos y tendencias instintivas. He ahí la garantía del verdadero amor.

El que ama no se contenta con no hacer mal a nadie, sino que asume las exigencias del amor haciendo el bien a los más posibles, sobre todo ayudándoles a alcanzar el máximo bien: la salvación eterna; mas sin excluir la ayuda en otras necesidades cuyo remedio esté a nuestro alcance.

Jesús nos señaló la cuota del amor verdadero: “Ámense los unos a los otros como yo los amo”; o sea: hasta dar la vida por los que se ama, que a la vez es la mejor forma y garantía de salvarla para siempre. Y eso está al alcance de todos.

El amor con que Jesús nos ama, es el mismo amor con que el Padre lo ama a él. ¡Qué inmenso privilegio para agradecer en el tiempo y eternamente!

P. Jesús Álvarez, ssp.