Sunday, September 24, 2006

AMBICIÓN Y SERVICIO

AMBICIÓN Y SERVICIO


Domingo 25º durante el año -B / 24- 9- 2006


Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquél que me ha enviado». Mc. 9,30-37

Ante la incomprensión de los discípulos, Jesús les repite el anuncio de su pasión y de su resurrección. Mas para ellos Jesús no puede ni debe ser sino el Mesías victorioso que les asigne los nombre ministros en su reino temporal.

Y mientras Jesús anuncia sufrimientos –que han de ser coronados por la resurrección-, surge entre ellos una vergonzosa contienda por los primeros puestos en el soñado reino terreno de Jesús.

Hoy sigue siendo tan difícil seguir el camino de Cristo: por la cruz a la resurrección y a la gloria eterna, porque la voluntad de poder, de ambición y de placer está muy arraigada en el hombre, y al resultar costosa la renuncia, se camuflan esos vicios bajo apariencias de religiosidad superficial y culto hipócrita.

El fracaso de la cruz –enfermedad, dolor, agonía, muerte ofrecidos en unión con Cristo- sigue siendo para nosotros el único camino a la resurrección y a la gloria, como lo fue para él, la única manera de triunfar sobre el dolor y la muerte.

El fracaso de la cruz es obligado para evitar el fracaso final de la vida y lograr la felicidad y gloria por las que suspira nuestro ser desde sus más profundas raíces. Es necesario asumir la realidad de la cruz para acceder a la resurrección.

También a los discípulos o cristianos de hoy Jesús nos dirige el mismo anuncio que a los de entonces: "Si alguno quiere ser mi discípulo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo".

La cruz del servicio a Dios y al prójimo es ya una cruz pascual, porque Cristo resucitado nos la alivia al cargarla con nosotros, no ya camino del Calvario, sino camino de la resurrección y de la gloria. “Los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con el peso de gloria que nos espera”, dice san Pablo.

Sin embargo, tal vez nos resistimos una y mil veces al servicio generoso y a la renuncia a lo que nos hace "enemigos de la cruz de Cristo", como si la cruz fuera causa de infelicidad, y no causa de resurrección y felicidad, como lo fue para Cristo.

Pero es admirable cómo Jesús, ante las ambiciones y ceguera de los discípulos, no se pone a reprenderlos con enojo, sino que se sienta y los instruye de nuevo con infinita paciencia. ¡Buen ejemplo para los catequistas, padres y pastores!

A los discípulos de entonces y de hoy Jesús les propone como modelo a un niño. Los niños no cuentan, no tienen pretensiones de dominio y grandeza. Están abiertos a todos, sin malicia ni ambición posesiva; son sencillos, pacíficos, felices. Y ante la cruz, no se revelan ni protestan.

Sufren al estilo de Cristo: como corderitos. Pero ¡ay de quienes hacen sufrir a los niños! Dios saldrá en defensa de ellos en contra de sus verdugos, a quienes devolverá con creces los sufrimientos causados.

Lo que hace grandes y nos merece los primeros puestos en el reino de Jesús, no es dominar y ser ricos, sino servir a los más pequeños, pobres y despreciados. Porque todo lo que se hace con ellos, con Cristo mismo se hace. “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre a poseer el reino”.

Sabiduría 2, 12. 17-20

Dicen los impíos: Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Veamos si sus palabras son verdaderas y comprobemos lo que le pasará al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos. Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo visitará.


Los impíos, que son multitud en todos los tiempos y lugares, viven con la esperanza puesta únicamente en las realidades materiales, sobre las que se creen con dominio absoluto; y demás creen tener incluso derecho de vida o muerte sobre sus hermanos. Muerte en sus múltiples formas: desde la indiferencia, el desprecio y la marginación, hasta el asesinato, hoy tan extendido, y tantas veces impune.

El impío no aguanta a una persona honrada, porque el bueno con su conducta denuncia la mala conducta del impío, que hará la guerra de mil maneras al bueno. El sufrimiento y la muerte de los buenos e inocentes, junto con la impunidad temporal de los verdugos, constituyen para muchos la prueba de que Dios no existe, o no es bueno y despreocupa de sus hijos que sufren y mueren.

Quienes hacen el mal porque no creen en Dios al ver que no actúa de inmediato contra ellos a favor de los inocentes; y quienes piden cuentas a Dios o lo acusan porque permite las fechorías de los impíos contra los buenos, pero se quedan de brazos cruzados e indiferentes ante el mal, no creen en la otra vida y, por no creer, la perderán a causa de su fatal autoengaño, que lamentarán eternamente .

El bueno, el inocente que sufre será liberado de sus verdugos a través del sufrimiento y de la misma muerte que le causan, como sucedió con el Bueno y Justo por excelencia: Cristo, liberado y liberador por la resurrección.

Santiago 3, 16 - 4, 3

Hermanos: Donde hay rivalidad y discordia, hay también desorden y toda clase de maldad. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; y además, pacífica, benévola y conciliadora; está llena de misericordia y dispuesta a hacer el bien; es imparcial y sincera. Un fruto de justicia se siembra pacíficamente para los que trabajan por la paz. ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que combaten en sus mismos miembros? Ustedes ambicionan, y si no consiguen lo que desean, matan; envidian, y al no alcanzar lo que preten­den, combaten y se hacen la guerra. Ustedes no tienen, porque no piden. O bien, piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones.

He aquí una radiografía de tantas familias cristianas, comunidades religiosas, grupos parroquiales donde impera la discordia, la rivalidad, las envidias…; y la indicación de las causas vergonzosas de esa situación: pasiones, ambición de poder, e incluso la oración mal hecha, porque con ella se intenta encubrir esas situaciones, en lugar de vivir y promover la unión con Dios y con el prójimo. Juntos para hacer cosas, en lugar de unidos a Cristo para vivir y ayudarse en el camino de la fe y de la salvación.


Un cristiano sólo se puede sentir cristiano, puede estar unido a Cristo por la oración, la Eucaristía ni por la misma comunión, si ama a quien Cristo ama, si perdona a quien Cristo perdona, si pide y sufre por la salvación de quienes Cristo ha venido a salvar y cuya salvación quiere que compartamos con él.


Pero Santiago también indica el remedio a tanto desconcierto escandaloso: la sabiduría de la fe, que es pura, pacificadora, conciliadora, imparcial, sincera, llena de misericordia… “Los que trabajan por la paz, serán llamados hijos de Dios”.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, September 17, 2006

Cristianos con CRISTO, cristianos sin Cristo

Cristianos con CRISTO, cristianos sin Cristo


Domingo 24º tiempo ordinario-B / 17 sept. 2006


Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: «Algunos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías o alguno de los profetas.» Entonces Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Pero Jesús les dijo con firmeza que no conversaran sobre él. Luego comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los notables, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley, que sería condenado a muerte y resucitaría a los tres días. Jesús hablaba de esto con mucha seguridad. Entonces Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo por lo que había dicho. Pero Jesús, dándose la vuelta de cara a los discípulos, reprochó a Pedro diciéndole: «¡Pasa detrás de mí, Satanás! Tus intenciones no son las de Dios, sino de los hombres.» Luego Jesús llamó a sus discípulos y a toda la gente y les dijo: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, y el que dé su vida (por mí y) por el Evangelio, la salvará”. Marcos 8,27-35.

Por la confesión de Pedro, los discípulos reconocen a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Y Jesús se apoya en esa fe para revelarles su camino: por la muerte de cruz a la resurrección y a la vida.


La referencia a la resurrección no la comprendían para nada. La muerte en la cruz, sí. Y ésta desbarataba sus ilusiones de un reino temporal presidido Jesús. Por eso Pedro se lleva al Maestro a parte y protesta diciéndole que no puede someterse a la muerte. Y Jesús, delante de todos, le llama satanás a Pedro, pues se opone al plan de Dios que consiste en la resurrección y la gloria a través de la muerte.

La respuesta -expresada con la vida- a la pregunta de Jesús: “Ustedes ¿quién dicen que soy yo?”, divide a los cristianos en dos grandes categorías:

- Bautizados que creen en Cristo y se esfuerzan por vivir con él y como él, y
- bautizados que dicen creer en Cristo, pero en realidad lo excluyen de su vida práctica, del hogar, de las relaciones humanas y laborales, de sus penas y alegrías; e incluso lo excluyen de sus prácticas de piedad, al realizarlas por cumplir, no para encontrarse y comprometerse con él. Son cristianos sin Cristo.

Es decisivo hacerse sinceramente la pregunta: “Jesús, ¿quién eres tú en realidad para mí en la vida de cada día?” Y responderse con la misma sinceridad, sin escudarse bajo las apariencias de una religiosidad superficial del cumplimiento.

Jesús no se anda con medias tintas: “Quien no está conmigo, está contra mí. Quien conmigo no recoge, desparrama”. “Quien trate de reservarse la vida, la perderá; y quien pierda la vida por mí, la salvará”. “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y se venga conmigo”.

Muchos creyentes y no creyentes reconocen a Jesús como un personaje extraordinario, un líder, un super-estrella, un rey. Y admiran sus enseñanzas por su sencillez, profundidad y realismo. Y no van más allá.

Pero el cristiano de verdad –persona que cree y ama a Cristo, y vive unida a él-, se siente acompañado por él: “Yo estoy con ustedes todos los días”; lo escucha, lo reconoce en Eucaristía, en la Biblia, en el prójimo, en la oración como trato personal con él, en la vida, en la creación, en las alegrías, en el dolor…

Jesús es el Compañero resucitado de nuestro caminar hacia la eternidad. Sólo él puede dar sentido de eternidad y de gloria a nuestra vida con todo lo que supone. Sólo él hace eternas nuestras alegrías, alivia nuestras cruces y elimina la muerte con la resurrección, la cual nos sitúa en su misma felicidad eterna.

La fe viva en Cristo resucitado presente y en la propia resurrección, es el distintivo del verdadero cristiano. Quien no vive esa fe pascual, no es cristiano.

Isaías 50, 5-9

El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor vino en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado. Está cerca el que me hace justicia: ¿quién me va a procesar? ¡Comparezcamos todos juntos! ¿Quién será mi adversario en el juicio? ¡Que se acerque hasta mí! Sí, el Señor viene en mi ayuda: ¿quién me va a condenar?

Es fácil olvidar que la vida temporal es sólo un anticipo de la eterna, y en consecuencia volcarse sobre los bienes temporales como si fueran definitivos, con riesgo de perderlos para siempre. Jesús nos alerta: “¿Qué le importa al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?”

El sufrimiento no es enemigo de la felicidad temporal y eterna. El renunciar al abuso de los bienes y goces materiales supone sufrimiento y cruz, pero es la condición de que los bienes y deleites terrenos se hagan eternos, y la cruz se convierta en felicidad sin fin.

El sufrimiento no viene Dios, sino que Dios viene al sufrimiento y a la muerte del hombre para convertirlos en fuente de felicidad y vida eterna, como hizo con el sufrimiento y la muerte de su Hijo, devolviéndole la vida mediante la resurrección.

Nuestra condición de seres finitos supone el sufrimiento y la muerte, pero con sentido y destino de felicidad y vida eterna. Sólo esta perspectiva da valor para aceptar y ofrecer el sufrimiento y la muerte por nuestra salvación y la salvación de los nuestros, en unión con Cristo, accediendo así al amor más grande que consiste en “dar la vida por los que se ama”. Dios viene en ayuda de quien sufre amando.

Debemos ofrecer a Dios, en unión con sufrimientos de Cristo, los sufrimientos del prójimo y los del mundo entero, para que contribuyan a la salvación universal.

Santiago 2, 14-18

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta. Sin embargo, alguien puede objetar: «Uno tiene la fe y otro, las obras». A éste habría que responderle: «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe».

Cuando hablamos de fe, hay que entender bien en qué consiste la fe verdadera, la fe bíblica, que no se limita a creer verdades, a creer lo que no vimos ni vemos, sino que exige amar a Dios en quien creemos y amar al prójimo a quien Dios ama.

Ni las buenas obras solas ni la fe sola pueden salvarnos. Las obras sin fe-amor están muertas, sin fuerza para producir vida eterna; y la fe sin obras-amor no da señales de vida, no existe.

No basta decir que se cree, que se reza, que no se hace daño a nadie, sino que es necesario demostrarlo a los demás y a sí mismo con obras de amor que brotan de la fe y de la oración verdaderas.

Jesús nos lo dice claramente: “No todo el que me dice: ‘¡Señor, Señor!’, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos”.

Y la voluntad de Dios es que lo amemos a él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos; amores que existen sólo si se concretan en la voluntad efectiva de hacer el bien. No podemos engañarnos a nosotros mismos.


P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, September 10, 2006

TODO LO HA HECHO BIEN

TODO LO HA HECHO BIEN


Domingo 23º tiempo ordinario –B / 10 –9-2006


Saliendo de las tierras de Tiro, Jesús pasó por Sidón y, dando la vuelta al lago de Galilea, llegó al territorio de la Decápolis. Allí le presentaron un sordo que hablaba con dificultad, y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo apartó de la gente, le metió los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. En seguida levantó los ojos al cielo, suspiró y dijo: - “Effetá” (que quiere decir: ábrete). Al instante se le abrieron los oídos, le desapareció el defecto de la lengua y comenzó a hablar correctamente. Jesús les mandó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más insistía, tanto más ellos lo publicaban. Estaban fuera de sí y decían muy asombrados: - “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Mc. 7,31-37.

Jesús hacía curaciones milagrosas para demostrar la cercanía de Dios al hombre y su interés por remediar el sufrimiento humano. Pero sobre todo para hacernos entender cuál es el proyecto definitivo de Dios para nosotros: la vida eterna, donde no haya llanto ni dolor, ni odio ni muerte; donde el hombre pueda conseguir la realización total, la plena comunicación en el amor, la paz y la felicidad sin fin en la Familia eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Hoy sigue habiendo curaciones que se deben a la intervención de Dios en atención a la fe y a la oración, y otras mediante poderes parapsicológicos o de energía vital de muchas personas. Igualmente existen curaciones portentosas realizadas por la ciencia médica que está en continuo progreso. Todo esto es obra del amor de Dios hacia el hombre a través del hombre. Pero hay que guardarse de curanderos, hechiceros y brujos, que utilizan sus poderes y la ciencia para explotar al enfermo y hacer daño.

Jesús y sus discípulos curan sin otro interés que el de indicarnos que Dios nos quiere sanos y puede, desea darnos otra vida inmensamente feliz, incluso a través de la enfermedad y de la muerte, que en esa vida estarán excluidas para siempre.

A San Pablo le fue dado ver por un momento la felicidad del paraíso y dijo como fuera de sí: “Ni ojo vio ni oído oyó ni mente humana puede imaginar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. “Los padecimientos de la vida presente no tienen comparación con el inmenso peso de gloria que nos espera”.

La enfermedad sumerge al sordomudo del evangelio en el gran sufrimiento de la incomunicación con sus semejantes. Esta enfermedad simboliza la gran enfermedad de hoy: la incomunicación en la era de las comunicaciones, donde los medios de comunicación ocasionan a menudo incomunicación en el hogar, en la sociedad, con la naturaleza, con Dios, con el misterio de la propia persona. Y simboliza sobre todo la ceguera espiritual, la falta de fe, que es incomunicación de los hijos con su Padre Dios, la más triste de todas las incomunicaciones.

Tienen que dolernos los sordos que no escuchan nunca una palabra de amistad y aprecio, ni de consejo o corrección. Asimismo quienes no saben salir de sí mismos para abrirse, recibir y dar algo a los demás. Las personas que se alienan con lo que ven y oyen o leen en los medios de comunicación, que así terminan haciéndose “medios de manipulación”.

Jesús sigue hoy entre nosotros para curarnos con su presencia viva en la oración, en su Palabra, en la Eucaristía, en la ayuda al prójimo. Y nos llama a curar las sorderas que se dan a nuestro alrededor, en nuestro mismo hogar.

Las palabras y gestos que curan a fondo surgen del silencio en la adoración, comunicación y escucha amorosa de Dios, de los demás, de nuestro interior y de la creación, donde se transparenta el Dios-Amor-Comunicación.

Isaías 35,4-7

Díganles a los que están asustados: "Calma, no tengan miedo, porque ya viene su Dios a vengarse, a darles a ellos su merecido; Él mismo viene a salvarlos a ustedes”. Entonces los ojos de los ciegos se despegarán, y los oídos de los sordos se abrirán, los cojos saltarán como cabritos y la lengua de los mudos gritará de alegría. Porque en el desierto brotarán chorros de agua, que correrán como ríos por la superficie. La tierra ardiente se convertirá en una laguna, y el suelo sediento se llenará de vertientes. Las cuevas donde dormían los lobos, se taparán con cañas y juncos...

Ante los acontecimientos capaces de tambalear a los más fuertes: la inseguridad, la corrupción generalizada, las injusticias, los accidentes, la delincuencia, la pobreza, la enfermedad…, podemos perder la fe y la esperanza en Dios presente en este mundo, entre nosotros, en cada uno de nosotros.

Lo peor que nos puede suceder es asustarnos y desalentarnos, quedarnos mudos ante Dios y sordos ante el grito de los que sufren, o ante nuestro sufrimiento. Pues, en lugar de mejorar el mundo, lo haríamos sumándonos a la fila de quienes andan de manos caídas y con el alma en los pies...

El mundo empieza a mejorar si cada uno de nosotros mejora con la ayuda de Dios, que no se hace el sordo ante quien le suplica: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”. Y quien lo invoca a favor del afligido, también será escuchado. Dios quiere repartir su felicidad y alegría, pero “bajo pedido”.

Y Jesús sigue con su promesa infalible: “No teman: yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. “Al que venga a mí, no lo rechazaré”.

Así, cuando sucede lo peor, estará surgiendo algo mejor. Dios multiplicará nuestra pequeña aportación sincera, si pasamos por la vida haciendo el bien.

Santiago 2,1-5.

Hermanos, si realmente creen en Jesús, nuestro Señor, el Cristo glorioso, no hagan diferencias entre personas. Supongamos que entra en su asamblea un hombre muy bien vestido y con un anillo de oro y entra también un pobre con ropas sucias, y ustedes se deshacen en atenciones con el hombre bien vestido y le dicen: "Tome este asiento, que es muy bueno", mientras que al pobre le dicen: "Quédate de pie", o bien: "Siéntate en el suelo a mis pies". Díganme, ¿no sería hacer diferencias y hacerlas con criterios pésimos? Miren, hermanos, ¿acaso no ha escogido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe? ¿No les dará el reino que prometió a quienes lo aman?

Las calamidades que sufre el pueblo y la humanidad son causadas en gran parte por quienes pretenden conciliar la riqueza injusta y egoísta con la religión y el culto, con Dios, ya se trate de clero, laicos, políticos, gobernantes...

La religión y el culto que no producen una vida social y eclesial justa, está fallando por la base. Valorar a los hombres por lo que tienen y no por lo que son, es negarles su condición de hijos de Dios y la paternidad del mismo Dios.

El contenido de Eucaristía es la misericordia y la bondad, que dan valor a todo acto de culto. No se puede acoger a Cristo en la Eucaristía y luego ignorarlo en prójimo. No se puede agradar a Dios despreciando a los que él ama. Si Dios tiene predilección por los pobres, el creyente deberá tener la misma predilección.

Si los pobres son herederos del reino de Dios, ellos son los verdaderos ricos en la fe y herederos del reino eterno. Sin embargo, la pobreza material no tiene la exclusividad de la salvación, pues los ricos que remedian la pobreza, hacen de su riqueza un medio de salvación. “Todo contribuye al bien de los que aman a Dios”.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, September 03, 2006

¿CULTO o HIPOCRESÍA?

¿CULTO o HIPOCRESÍA?

Domingo 22° T.O.-B / 3-09-06

Los fariseos y algunos maestros de la ley de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos se ponían a comer con manos impuras; es decir, sin habérselas lavado. Porque los fariseos y todos los judíos, siguiendo la tradición de sus mayores, no se ponen a comer sin haberse lavado cuidadosamente las manos; y si vienen de la plaza, no comen sin haberse lavado. Y tienen otras muchas prácticas que observan por tradición, tales como lavar copas, jarros y bandejas. Así que los fariseos y los maestros de la ley preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no observan la tradición de los mayores, sino que comen con las manos impuras?» Él les contestó: «Hipócritas, Isaías profetizó muy bien acerca de ustedes, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto enseñando doctrinas que son preceptos humanos’. Ustedes dejan el mandamiento de Dios y se aferran a la tradición de los hombres». Llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Óiganme todos y entiendan bien: Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre, porque del corazón proceden los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricia, maldad, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, soberbia y necedad. Todas esas cosas malas salen de dentro y hacen impuro al hombre». Marcos 7, 1-23

Jesús no les reprocha a los fariseos y maestros de la Ley que se laven las manos, sino que con leyes y tradiciones humanas sustituyan la Ley divina del amor a Dios y al prójimo, hasta el punto de sentirse con derecho a abandonar a sus padres enfermos si daban al templo el dinero necesario para sostenerlos.

La habilidad para sustituir las exigencias del amor a Dios y al prójimo por ritos externos, normas y leyes fáciles, costumbres cómodas, etc., es también hoy el virus fatal de la religión y de las relaciones familiares, humanas y sociales. Muchos pretenden casar la religión con el dogmatismo, el legalismo, el culto al placer, al consumismo, a la moda, al dinero, a las apariencias, a la violencia, a la guerra, al poder, al racismo, al nacionalismo... Fatal hipocresía y perversión de la religión, equivalente a la idolatría, ya que suplanta a Dios por intereses humanos.
El mero cumplimiento del culto externo merece la temible descalificación de Isaías repetida por Jesús: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. El culto es cuestión de corazón o se reduce a hipocresía.

A Dios sólo le agrada el culto vivido en el amor efectivo a él y al prójimo, pues en eso consiste la verdadera religión, que es la fuente de la verdadera felicidad, de la santidad y la salvación: “Les ruego, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como sacrificio vivo y santo, capaz de agradarle; este es el culto verdadero” (Romanos 12, 1); “La religión verdadera consiste en socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Carta del apóstol Santiago 1, 27).

La intención profunda, que brota del corazón, es la que hace grandes o pervierte nuestras obras, palabras, culto, alegrías, penas y la vida. Todo que Dios ha creado es bueno. Nuestro corazón, con sus intenciones, puede consagrar la bondad de las cosas en función del amor a Dios y al prójimo; o pervertirlas con el egoísmo, la hipocresía y la idolatría, sustituyendo a Dios por las apariencias, los ritos, las conveniencias, las costumbres, las ideologías...

Jesús nos invita hoy a una revisión profunda y sincera de nuestro modo de celebrar y vivir el culto en el templo y de proyectarlo a la existencia cuotidiana, desde lo profundo de nuestro corazón, donde acogemos o rechazamos a Dios y al prójimo, donde consagramos o profanamos las cosas, las obras y la vida. La hipocresía y la idolatría nos tientan de continuo, quizás sin darnos cuenta.

Deutoronomio 4, 1-2. 6-8

Y ahora, Israel, escucha las leyes y prescripciones que te voy a enseñar y ponlas en práctica, para que tengan vida y entren a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. No añadirán ni suprimirán nada de las prescripciones que les doy, sino que guardarán los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo os los prescribo hoy. Guárdenlos y pónganlos por obra, pues ellos los harán sabios y sensatos ante los pueblos. Cuando estos tengan conocimiento de todas estas leyes, exclamarán: ”No hay más que un pueblo sabio y sensato, que es esta gran nación”. En efecto, ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros el Señor, nuestro Dios, siempre que le invocamos? ¿Qué nación hay tan grande que tenga leyes y mandamientos tan justos como esta ley que yo les propongo hoy?

Los mandamientos dados por Dios a los israelitas superaban con mucho en sabiduría y equidad a las leyes de los demás pueblos, porque eran obra del Dios verdadero, el único que está real y amorosamente cercano a su pueblo, en medio de él, para escucharlo y socorrerlo siempre que lo invoquen.

Los ídolos eran y son expresión de lejanía y tiranía que comienza con halagos, pero termina en destrucción sin piedad, por haber abandonado a Dios.

Pero Dios llega al máximo de su cercanía y presencia en su nuevo Pueblo, la Iglesia, con la encarnación de Cristo, Dios-hombre; cercanía que se hace identificación inefable con quienes lo acogen, especialmente en el sacramento de la Eucaristía y en el “sacramento del prójimo” necesitado, realidades privilegiadas de la presencia salvadora de Dios uno y trino.

Carta del Apóstol Santiago 1,17-18. 1,21-22. 27

Todo don excelente y todo don perfecto viene de lo alto, del Padre de las luces, en el que no hay cambio ni sombra de variación. Él nos ha engendrado según su voluntad por la palabra de la verdad, para que seamos como las primicias de sus criaturas. Por eso, alejen de ustedes todo vicio y toda manifestación de malicia, y reciban con docilidad la palabra que ha sido plantada en ustedes y que puede salvarlos. Cumplan la palabra y no se contenten sólo con escucharla, engañándose a ustedes mismos. La práctica religiosa pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y en guardarse de los vicios del mundo.

Todo lo bueno: lo que somos, lo que tenemos, lo que amamos, lo que esperamos, todo nos viene del corazón amoroso de la Trinidad. Y el don natural más grande es la vida inteligente, con la que nos sitúa por encima de toda otra criatura de este mundo. Don para agradecer con amor fiel toda la vida y toda la eternidad.

Pero por sobre esa vida está la vida divina que Dios mismo injerta en nuestra vida humana mediante su Palabra viva, Cristo Jesús, que vino para hacernos capaces de su vida y felicidad eternas a través de la resurrección. Si no nos esforzamos en asegurar las condiciones para acceder a esta vida divina a nuestro alcance sin merecerla, más nos valiera no haber nacido.

El infierno consiste en el tormento de haber perdido la gloria eterna que Cristo nos mereció con su vida, muerte y resurrección. No puede haber mayor suplicio que el remordimiento de haber perdido el puesto que Cristo Jesús, por puro amor, nos tenía preparado en el paraíso: “Voy a prepararles un puesto”.

Para no perderlo, tenemos que vivir una “religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre”, que consiste ante todo en ayudar a los necesitados, sin dejarse contaminar por los vicios de este mundo, ni dejarse llevar por un culto de puro cumplimiento y apariencia, sin amor verdadero a Dios y al prójimo.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, August 27, 2006

CREER EN UNA PRESENCIA AMOROSA

Domingo 21° del tiempo ordinario B – 27-08-2006

Después de escuchar la enseñanza de Jesús, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?» Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?» Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios» (Jn 6, 60-69).

Jesús había afirmado algo totalmente nuevo: “Yo soy el pan de vida que baja del cielo. El que coma de este pan, vivirá para siempre”. “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes”. Y el auditorio se “escandaliza”, no pueden aceptar que Jesús, el hijo de un simple carpintero, use un lenguaje tan desconcertante, extraño, difícil de comprender y aceptar. Y la mayoría opta por lo más fácil: abandonar.

Este abandono de Cristo, Pan de vida, sigue repitiéndose a través de la historia: casi todas las iglesias separadas y las sectas han abandonado la Eucaristía, privando a sus miembros del don más alto de Dios a los hombres: Cristo hecho Pan de Vida eterna.

Pero lo que “escandaliza” aun más es que también más del 90% de los católicos, una vez hecha la primera comunión, abandonan la Eucaristía; y no todos los que van a misa los domingos reciben la comunión, porque, en realidad, no creen en la Eucaristía. Gandhi dijo que si los católicos creyesen de verdad que Cristo está en la Eucaristía, comulgarían muchos más.

Pero lo más triste es que entre los que reciben físicamente la hostia, no son muchos los que aceptan en su vida diaria al Jesús que reciben en la Comunión. Se limitan al rito externo, prescindiendo de la Persona viva y presente de Cristo. Prefieren una vida cómoda antes que el esfuerzo de imitar a Jesús, como exige la unión eucarística con él. La Eucaristía sin fe y sin amor a Cristo resucitado presente en la Eucaristía y sin amor al prójimo, es un negro contrasentido. Como el beso hipócrita de Judas, con sus fatales consecuencias.

La catequesis eucarística debe estar fallando: se ocupa más de la doctrina y del rito, que de facilitar el encuentro real con Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Hay hambre de Cristo y muchos mueren de anemia espiritual por falta de experiencia eucarística.

Jesús afirma además que es imposible creer en él sin la ayuda del Padre. Entonces, ¿qué culpa tienen los cristianos y los católicos que no creen en la Eucaristía ni la reciben? Jesús mismo da la respuesta: “Pidan y recibirán, porque quien pide, recibe, y quien busca, encuentra”. “Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, él se lo concederá”.

Por esa oración confiada, Cristo sigue siendo el Pan de Vida diario para millones de seguidores suyos en todo el mundo y en todos los tiempos.

Estos repiten con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Creen más allá de lo que ven y tocan. Son felices por creer y amar sin ver. Esperan, acogen, aman a Jesús como único Salvador, y se asocian a su cruz, que les merecerá la resurrección y la vida eterna. Lo tienen como luz, alegría y paz; creen y viven en su presencia y amistad infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Josué 24,1-2

Josué reunió en Siquém a todas las tribus de Israel, y convocó a los ancianos de Israel, a sus jefes, a sus jueces y a sus escribas, y ellos se presentaron delante del Señor. Entonces Josué dijo a todo el pueblo: «Si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: si a los dioses a quienes sirvieron sus antepasados al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes ahora habitan. Yo y mi familia serviremos al Señor». El pueblo respondió: «Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud, a nosotros y a nuestros padres, y el que realizó ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios. Él nos protegió en todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por donde pasamos. Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que Él es nuestro Dios».

Josué nos invita también a nosotros a decidir libre y conscientemente a quién queremos amar y servir de veras: a Dios, fuente de todo bien, de la vida y de la salvación; o a los ídolos del placer, del dinero y del poder, que terminan destruyendo a sus adoradores.

Es decisivo, para no jugarnos la vida eterna, reconocer lealmente si servimos o no a Dios en el templo de nuestra persona y de nuestra vida, y no sólo en el templo de piedra o cemento. Huyamos del autoengaño de dar por supuesto que Dios tiene su trono en nuestro corazón y nuestra vida. Estas son las pistas de verificación: “De la abundancia del corazón habla la boca”. “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”. Por los frutos nos conoceremos.

Efesios 5,21-32

Hermanos: Sométanse los unos a los otros, por consideración a Cristo. Las mujeres a su propio marido como al Señor, porque el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo es la Cabeza y el Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo. Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido. Los maridos amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. "Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne". Éste es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia. En cuanto a ustedes, cada uno debe amar a su propia mujer como a sí mismo, y la esposa debe respetar a su marido.

A partir de este texto se ha acusado de machista a san Pablo. Pero el apóstol deja bien claro que la ley suprema del matrimonio es el amor, el único valor que hace iguales y felices a las personas, a los esposos, y elimina todo machismo, que esclaviza por egoísmo a la mujer. En otro lugar dirá: “Sean esclavos unos de los otros por amor”. La esclavitud por amor es la mayor libertad y el mayor respeto. Lee el capítulo 13 de la 1ª carta a los Corintios.


P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, August 20, 2006

COMUNIÓN y VIDA ETERNA

COMUNIÓN y VIDA ETERNA


Domingo 20° T.O.-B / 20-08-2006


Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo». Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él. Así como Yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente». Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaúm. Jn 6, 51-59

Las palabras de Jesús sobre el Pan de Vida eterna, resultan inauditas e inaceptables para sus oyentes. Por eso lo abandonan. Sólo se quedan sus discípulos. Y Jesús los desafía también a ellos, poniéndolos con firmeza ante la alternativa de creer o de irse.

Mientras Jesús hace curaciones, multiplica y reparte el pan material, todos lo admiran y quieren estar a su lado. Pero aceptar a Jesús que ofrece mucho más: el Pan espiritual de Vida eterna, compromete sus seguridades, sus costumbres y su misma religión de ritos externos sin compromiso de vida. ¿Sigue pasando hoy lo mismo entre nosotros?

Las cosas no han cambiado mucho. ¡Cuántos comulgantes toman la hostia, pero no comulgan con Cristo Resucitado en la vida cotidiana, en el amor al prójimo, en el sufrimiento, en las alegrías, en el trabajo, ni en la misma oración. Y así Él resulta un don nadie ajeno a la vida, excluido de la vida como un estorbo.

La promesa de Jesús: Quien coma de este pan, vivirá para siempre, no se aplica a quien sólo recibe la hostia, sino que, en la hostia que recibe, acoge a Cristo Resucitado, y luego comulga con él en la vida cotidiana, con su Palabra y con el amor al prójimo, con quien él se identifica: “Todo lo que hagan a uno de estos, a mi me lo hacen”.

La promesa infalible de Jesús: Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí yo en él, nos sitúa dentro de una realidad tan maravillosa, misteriosa y feliz, que nos puede parecer increíble, inaceptable. Y humanamente así es. Mas para el Amor omnipotente de Dios nada hay imposible. La Vida divina, que es Cristo en persona, nos lleva a la victoria sobre la muerte mediante la resurrección.

Frente a esta maravillosa e inaudita obra del amor salvífico de Cristo para con todos los hijos de Dios, cabe preguntarse: ¿Por qué la Eucaristía, fuente de vida para todos los hombres, hijos de Dios, llega a tan pocos? ¡Una situación preocupante que nos cuestiona!

Con todo, en otros pasos del evangelio, Jesús declara como cauces de salvación y de vida eterna también otras realidades: - Quien escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna. - Si ustedes perdonan, también el Padre celestial les perdonará. - Tuve hambre y ustedes me dieron de comer, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron… Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes.

Proverbios 9, 1-6

La Sabiduría edificó su casa, talló sus siete columnas, inmoló sus víctimas, mezcló su vino, y también preparó su mesa. Ella envió a sus servidoras a proclamar sobre los sitios más altos de la ciudad: «El que sea incauto, que venga aquí». Y al falto de entendimiento, le dice: «Vengan, coman de mi pan, y beban del vino que yo mezclé. Abandonen la ingenuidad, y vivirán, y sigan derecho por el camino de la inteligencia».

El banquete que prepara la Sabiduría, es prefiguración del Banquete eucarístico, en el cual la Sabiduría en persona, Cristo Jesús resucitado, se ofrece a sí mismo como alimento en el Pan de la Palabra que da la Vida y en el Pan eucarístico bajado del cielo. Cristo es la Sabiduría y el Pan que nos sostiene en el camino hacia el Banquete eterno en la Casa del Padre. Todos estamos invitados a estos dos banquetes. Podemos aceptarlos con amor y gratitud, podemos aceptarlos sólo en apariencia y podemos menospreciarlos.

La experiencia real de Cristo resucitado presente en la Eucaristía y la Comunión, nos libran de la falta de sentido común, de la necedad, de la ingenuidad y del sinsentido de la existencia.

Para que la Eucaristía produzca frutos de vida cristiana y de vida eterna, hay que vivirla como experiencia vital y real de unión con Cristo Resucitado, que nos invita a su mesa eucarística y a su mesa eterna.

Al respecto, es importante volver a la comunión espiritual frecuente, como extensión de la comunión sacramental. Lo cual es factible en cualquier momento o situación. Con ella se continúa acogiendo al mismo Cristo Resucitado en la propia vida, relaciones, trabajo, sufrimientos, alegrías... Comunión asequible también para quienes no pueden comulgar sacramentalmente.

Efesios 5, 15-20

Hermanos: Cuiden mucho su conducta y no procedan como necios, sino como personas sensatas que saben aprovechar bien el momento presente, porque estos tiempos son malos. No sean irresponsables, sino traten de saber cuál es la volun­tad del Señor. No abusen del vino que lleva al libertinaje; más bien, llénense del Espíritu Santo. Cuando se reúnan, reciten salmos, himnos y cantos espiritua­les, cantando y celebrando al Señor de todo corazón. Siempre y por cualquier motivo, den gracias a Dios, nuestro Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.

San Pablo nos exhorta a vivir conscientes de los dones inauditos que Dios pone a nuestra disposición, para no desperdiciarlos como unos necios. Los mayores dones los hemos recibido y nos son conservados sin pagar un centavo ni una fatiga: la vida, la inteligencia, el aire que respiramos, la fe, los sacramentos… Vivimos sumergidos en los dones inmensos de Dios, pero podemos vivir en la necedad de la ingratitud, creyéndonos con derecho absoluto a todo e incluso con derecho a desperdiciarlos…, con el riesgo de perderlos para siempre.

Pablo nos invita a darle gracias a Dios por todo y siempre con toda el alma, y sobre todo por la Eucaristía, por su Palabra y por el paraíso que nos ha merecido Jesucristo. Dones para agradecer en el tiempo y en la eternidad. Es justo hacer de nuestra vida, llena de gracias, una acción de gracias permanente.


P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, August 13, 2006

PAN DE VIDA * RITOS SIN VIDA

PAN DE VIDA * RITOS SIN VIDA

Domingo 19°-B T.O. / 13 agosto 2006

Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"» Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y Yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: "Todos serán instruidos por Dios". Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo Él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo». Jn 6, 41-51

Los judíos conocían a Jesús como un vecino más. Conocían su familia humilde. Pero se negaron a reconocer en su persona algo más de lo que ya sabían de él. Murmuraban porque no creían que un simple hombre pudiera tener origen divino, como daba a entender: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Y si su cuerpo es pan para comer, estaría en contra de la Ley, que prohíbe comer carne humana.

El simple conocimiento humano de Jesús les impide reconocerlo como “pan bajado del cielo”, como el Mesías de Dios. Están en la actitud de quienes creen que la razón lo explica todo. Pero “la fe tiene razones que la razón no conoce”, asegura Pascal. A quien cree, le sobran razones; a quien no quiere creer, no le bastan todas las razones del mundo, ni la evidencia, ni los milagros.

Hoy sigue siendo difícil creer y vivir la realidad de la Eucaristía; o sea: con todo lo que supone la fe en Cristo Eucaristía, “Pan bajado del cielo para la vida del mundo”, Cuerpo de Cristo entregado para el perdón de los pecados”.

Y esa dificultad se debe en parte a que no estamos acostumbrados a escuchar a Dios que habla de continuo a nuestro corazón, pues “todos los hombres son discípulos de Dios”. Quien escucha al Padre, escucha también al Hijo, que habla en su nombre. El mismo Padre nos pidió en el Bautismo de Jesús y en la Transfiguración: “Este es mi Hijo muy amado: escúchenlo”.

También es difícil creer en el “Pan bajado del cielo”, porque implica el esfuerzo de imitar la vida de Quien es el Pan del cielo. Pero de nada vale el rito de comer la hostia si no se vive en unión con Cristo vivo que se nos da en la hostia. Comulgar la hostia sin acoger a Cristo en la vida, sin poner en práctica su Palabra, sin amarlo en el prójimo, equivale a “tragarse la propia condenación”, como afirma san Pablo. Es serio imperativo verificar qué estamos haciendo con el “Pan bajado del cielo”: ¿Acogiéndolo como Pan de Vida o realizando un rito sin vida?

Es creyente quien escucha la Palabra de Dios y la cumple, recibe el Pan eucarístico y ama al prójimo, pues en esas tres realidades se nos presenta Cristo vivo. Quien se contenta sólo con el rito y el cumplimiento de normas, es observante. El creyente vive la vida de Dios en Cristo; el observante sólo realiza ritos y obras muertas.

Solamente desde el cariño hacia Dios podemos comprender a Jesús como Pan de vida que elimina la muerte al injertar su vida divina en nuestra vida humana; vida divina que vencerá nuestra muerte con la resurrección.

La fe en Cristo -que es acogerlo con amor en la vida como enviado del Padre-, es un don de Dios al alcance de todos, como afirma el mismo Jesús: “A quien venga a mí, no lo rechazaré”; “El que cree en mí, tiene vida eterna”.

1 Reyes 19, 4-8

El rey Ajab contó a Jezabel todo lo que había hecho Elías y cómo había pasado a todos los profetas al filo de la espada. Jezabel envió entonces un mensajero a Elías para decirle: «Que los dioses me castiguen si mañana, a la misma hora, yo no hago con tu vida lo que tú hiciste con la de ellos». Él tuvo miedo, y partió en seguida para salvar su vida. Llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su sirviente. Luego Elías caminó un día entero por el desierto, y al final se sentó bajo una retama. Entonces se deseó la muerte y exclamó: «¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!» Se acostó y se quedó dormido bajo la retama. Pero un ángel lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come!» Él miró y vio que había a su cabecera un pan cocido sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y se acostó de nuevo. Pero el Ángel del Señor volvió otra vez, lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come, porque todavía te queda mucho por caminar!» Elías se levantó, comió y bebió, y fortalecido por ese alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta la montaña de Dios, el Horeb.

El profeta Elías logra un gran triunfo sobre la idolatría; pero la consecuencia es la persecución política a muerte. Y huye sin rumbo a través del desierto, acosado por el hambre, el miedo, el sentimiento de culpa y la desesperación. Se encuentra solo y desea morirse. Pero Dios acude en su ayuda, le proporciona alimento, y Elías se recobra y sigue hacia el monte de la fe, el Horeb o Sinaí.

Buen ejemplo para nosotros cuando nos encontramos en situaciones parecidas. Abandonarse y desesperarse no es la solución. Lo que procede es volverse a Dios, el único que nos queda a mano, ponerse en sus manos de Padre y pedirle fuerzas para continuar subiendo por el camino de la fe, que da feliz sentido eterno a una vida de sufrimiento, por difícil que sea.

Cuando nos creemos seguros y satisfechos de nuestras virtudes, de nuestra fe, prácticas, influencias, cargos, éxitos externos, adhesiones incondicionales…, es fácil que se haya excluido a Dios de la propia vida, y al fin llega la crisis, la quiebra, y vemos que estamos todavía al principio o tal vez fuera del camino que lleva a Sinaí: “Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto”.

Ef 4, 30 - 5, 2

Hermanos: No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que los ha marcado con un sello para el día de la redención. Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo. Traten de imitar a Dios, como hijos suyos muy queridos. Practiquen el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios.

Sí, nosotros somos capaces de entristecer al mismo Espíritu Santo de Dios, a pesar de que sabemos que de él recibimos todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos. Y eso sucede cuando cedemos a la ira, a la prepotencia, al insulto, a la condena, creando un verdadero infierno en torno a nosotros.

Mas también somos capaces de ser la alegría de Dios dándole gracias, pidiéndole perdón, y amando al prójimo, sobre todo con el perdón de las ofensas. Eso mismo nos hace a la vez alegría del prójimo.

Pero el amor más grande a Dios y al prójimo consiste en imitar a Cristo, entregando nuestra vida –como sea tenemos que entregarla- por la santificación y salvación de quienes amamos, haciéndonos así ofrenda agradable a Dios. Es lo máximo que podemos hacer por nuestro prójimo, por Dios y por nosotros mismos. Y eso que está al alcance de todos.

Jesús Álvarez, ssp

Sunday, August 06, 2006

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

Ciclo B - 6-8-2006


Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo». De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron la orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos». Mc 9, 2-10

Jesús trata de hacerles comprender a los discípulos que su mesianismo va mucho más allá de un reino terreno, que es mucho más glorioso y definitivo, y que lo alcanzará a través de la pasión, la muerte y la resurrección. Pero como eso de la resurrección a los discípulos no les dice nada, no pueden aceptar el fracaso de sus ideales a consecuencia de la muerte-fracaso del Maestro.


El mismo Pedro, que poco antes había confesado: “Tú eres el Mesías de Dios”, cuando Jesús les anuncia su pasión, lo toma a parte e intenta disuadirlo de someterse a la muerte. Pero el Maestro no duda en llamarle ‘Satanás’ a la cara, delante de todos, por sus pretensiones contrarias a la voluntad del Padre.

Entonces los discípulos caen en una profunda depresión por el derrumbe inminente de sus sueños. Y Jesús siente en el alma el dolor de los suyos, que se suma al que él sufre por la trágica muerte que le espera. El Padre, compadecido de tanto sufrimiento, dispone la escena del Tabor en presencia de sus discípulos preferidos, para que con él gocen por unos momentos de la verdadera gloria mesiánica que le espera a él y a ellos por la muerte y la resurrección.

Es de admirar la fidelidad inquebrantable de Jesús hacia Pedro, que lo eligió para ver su gloria en el Tabor, cuando poco antes lo había reprochado con el más humillante de los títulos: Satanás. Y Pedro experimentará de nuevo la fidelidad, la compasión y el perdón de Jesús después de haberlo negado tres veces.

Los discípulos se sienten en el cielo al contemplar el rostro glorioso de Jesús resplandeciente como el sol, sus vestidos blancos como la luz y a Elías y Moisés conversando con Jesús. Y le piden al Maestro poder quedarse allí indefinidamente. Pero aquello era un pequeño anticipo de la realidad futura, no esa realidad.

Jesús no vivió ni propuso una vida de sufrimiento, sino de alegría, incluso en medio del sufrimiento, que tiene destino de felicidad. “Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y esa alegría sea total”.

Jesús hizo felices a sus predilectos por unos momentos en el Tabor; pero con el Calvario y la Resurrección les ganó la felicidad para siempre en unión con todos los que se esfuercen por imitarlo pasando por la vida haciendo el bien.

No podemos quedarnos en el Tabor de pasajeras felicidades que nos aparten de la felicidad eterna, ni pretender el cielo en la tierra, y menos a costa de hacerles el infierno a otros, pues eso nos llevaría derechos al fracaso total de nuestra existencia y de nuestro anhelo de felicidad sin fin.

El Padre mismo nos señala el modo de seguir a Jesús para compartir con él su resurrección y su gloria: “Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo”.

Dn 7, 9-10. 13-14

Daniel continuó el relato de sus visiones, diciendo: «Yo estuve mirando hasta que fueron colocados unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura era blanca como la nieve y los cabellos de su cabeza como la lana pura; su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego brotaba y corría delante de Él. Miles de millares lo servían, y centenares de miles estaban de pie en su presencia. El tribunal se sentó y fueron abiertos unos libros. Yo estaba mirando, en las visiones nocturnas, y vi que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre; Él avanzó hacia el Anciano y lo hicieron acercar hasta Él. Y le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido».

Los reinos de este mundo, fundados sobre, las armas, la violencia, la prepotencia, el orgullo, la egolatría…, no mejoran el mundo, sino todo lo contrario: la infelicidad, el sufrimiento, la destrucción y la muerte se multiplican sin cesar a causa de los ídolos del poder, del placer y del poseer.

Cualquier pueblo o cualquiera de nosotros puede llegar a ser víctima de una ferocidad sin compasión. Pero ante esa posibilidad nada improbable, debemos vivir en vela ante el Hijo del hombre, cuyo reino eterno no podrá ser jamás destruido por ninguna fuerza del mal.

La sociedad secularizada y violenta nos invita a dejar de lado a Dios, la fe y el amor, y a sumarnos a su idolatría del poder, del placer y del dinero, para atraparnos en sus planes de destrucción masiva. Frente a sus voces seductoras, escuchemos y cumplamos la Palabra de Dios, para ser miembros de su Familia Trinitaria y súbditos fieles del Rey eterno, que está con nosotros todos los días, y es el único que puede librarnos de las garras de este mundo violento y de la muerte mediante la resurrección.

2 Ped 1, 16-19

Queridos hermanos: No les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza. En efecto, Él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: «Éste es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección». Nosotros oímos esta voz que venía del cielo, mientras estábamos con Él en la montaña santa. Así hemos visto confirmada la palabra de los profetas, y ustedes hacen bien en prestar atención a ella, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en sus corazones.

Los hechos narrados en los Evangelio no podría inventarlos jamás la mente más ingeniosa y soñadora. Ninguna otra religión tiene en su origen acontecimientos tan desconcertantes y extraordinarios narrados por tantos testigos oculares, y en especial por los apóstoles, que para nada eran personas experimentadas en literatura de fantasía, pero sí “duros de cerviz” para creer, sobre todo para creer en la resurrección, hasta que “tocaron” a Cristo resucitado en persona.

La transfiguración es anticipo de la resurrección y de la gloriosa venida de Cristo al final de los tiempos. Jesús pidió a los tres discípulos que no hablaran de lo que vieron, pues nadie les creería y hasta se burlarían de ellos. Como algunos hicieron luego ante el anuncio de la resurrección hecho por “unas mujeres”.Nuestra fe está bien fundamentada, pero no sólo en hechos históricos y testigos que dieron por ella la vida, sino en la gracia de Cristo presente, que nos la sostiene por su Espíritu, a quien hemos de pedirle que nos la aumente cada día.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, July 30, 2006

MULTIPLICAR y COMPARTIR

MULTIPLICAR y COMPARTIR

Domingo 17º del tiempo ordinario - B / 30 julio 2006

Juan 6, 1-15

Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía sanando a los enfermos. Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a Él y dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?» Él decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan». Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?» Jesús le respondió: «Háganlos sentar». Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron.

Jesús dice a los discípulos que den ellos de comer a la multitud, que por sí sola no puede valerse. Pero tampoco los discípulos pueden conseguir comida para tanta gente en un despoblado. En realidad Jesús no pretende que proporcionen la comida, sino que repartan la que él les va a dar multiplicando lo poco que tienen.

El Maestro prepara a los suyos para la revelación sobre el Pan Eucarístico, que ellos multiplicarán y repartirán, junto con el Pan de la Palabra, para la vida y salvación del mundo. Pero ellos no serán dueños de ese Pan que Jesús les dará.

El Maestro quiere enseñarles a la vez que no sólo han de preocuparse de lo espiritual y de la doctrina, sino también de las necesidades materiales y humanas de la gente. Porque él no vino sólo a predicar, sino también para ayudar de forma concreta a los necesitados de pan, salud, amor, sentido, consuelo, paz, alegría.

Cuando socorremos necesidades del prójimo, también compartimos con Jesús su obra evangelizadora y salvadora. Él mismo se identifica con los necesitados: “Lo que hagan con uno de estos, conmigo lo hacen”. Ya se trate de alimento espiritual, cultural, moral, afectivo o físico.

Multiplicar los panes es compartir lo que Dios nos ha dado para vivir y compartir: vida, capacidad de amar, fe, alegría, talentos, profesión, tiempo, salud, alimentos, bienes materiales... E invitar a quienes más han recibido a que compartan más.

Es necesario mentalizar a los grandes de la tierra –hombres y pueblos- para que cambien su corazón de piedra, pues les sobra mucho más de lo que necesitan para vivir, y lo peor es que lo usa para matar. Ellos se apropian los bienes que sobrarían para dar casa, comida y vida digna a todos los humanos.

Pero también hay quiénes reparten o comparten el Pan Eucarístico y el Pan de la Palabra, mas se quedan impasibles ante el hambre física o moral. Entonces no toma cuerpo el Pan divino ni produce vida...

Compartir es la mejor forma de agradecer, conservar y multiplicar lo que se tiene, se es, se sabe y se espera: todo don de Dios. Si ponemos lo que está de nuestra parte, Dios pondrá lo demás. “Den y se les dará... con una medida rebosante”. “Felices los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”.

Dios no se compromete a conservarnos lo que se quita o se niega al necesitado. Sólo nos devolverá el ciento por uno de lo que damos. Seamos sabios calculadores y administradores de lo que recibimos para vivir y compartir. Así podremos escuchar al fin de la vida las palabras consoladoras de Jesús: “¡Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes!”

2 Reyes 4, 42-44

En aquellos días: Llegó un hombre de Baal Salisá, trayendo pan de los primeros frutos para el profeta Eliseo, veinte panes de cebada y grano recién cortado, en una alforja. Eliseo dijo: «Dáselo a la gente para que coman». Pero su servidor respondió: «¿Cómo voy a repartir esto a cien personas?» «Dáselo a la gente para que coman -replicó él-, porque así habla el Señor: "Comerán y sobrará"». El servidor se lo sirvió; todos comieron y sobró, conforme a la palabra del Señor.

El profeta Eliseo, con la multiplicación de los veinte panes para cien hombres, anticipa los milagros de Jesús que multiplica el pan material para las multitudes, signo de la multiplicación del Pan Eucarístico y del Pan de la Palabra para todo el mundo en todos los tiempos hasta el fin de la historia humana.

Si un hombre de Dios, nueve siglos antes de Cristo, multiplicó los panes, cuánto más el mismo Hijo de Dios multiplicará el pan material, el pan espiritual de la Eucaristía y de la Palabra para la vida y salvación de la humanidad.

Dios no falta a la humanidad; es el hombre quien puede faltar y falta a Dios, a sus hermanos y a sí mismo.

¡Ay de quienes monopolizan el pan material! Y ¡felices quienes hacen lo posible para multiplicar el pan material, y más quienes multiplican el Pan de la Eucaristía y de la Palabra para las multitudes de los hijos de Dios!

Efesios 4, 1-6

Hermanos: Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido. Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor. Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos.

La vocación a la que hemos sido convocados es la unidad y la fraternidad en el amor mutuo. El secreto y la fuente de esta unidad –familiar, comunitaria, social y global- se encuentra en la vida común de la Santísima Trinidad, nuestra comunidad familiar de origen y de destino; fuente fecunda de toda comunidad, de la fraternidad familiar y de la fraternidad en la familia universal.

Para lograr esta unidad es necesario decidirse a vivir la fe en Jesús resucitado presente, que en él nos une a la Trinidad, e imitarlo en su amor, humildad, paciencia, dulzura, misericordia, perdón, ayuda...

Esa es la forma de compartir el amor misericordioso y universal de las tres Personas de la Trinidad: del Padre que nos ama como hijos, del Hijo que nos salva como hermanos, del Espíritu Santo que nos sana en el amor del Padre y del Hijo, y nos integra en la Familia Trinitaria.

Esa es nuestra verdadera vocación, el único camino por donde encontraremos la satisfacción de nuestros deseos y la verdadera felicidad en el tiempo y en la eternidad: la esperanza a la que hemos sido llamados. Quien no responde a esta vocación y toma por felicidad lo que es sólo satisfacción superficial y pasajera, camina hacia la infelicidad, hacia el sufrimiento sin sentido y hacia la muerte sin esperanza.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, July 23, 2006

TRABAJO Y DESCANSO

TRABAJO Y DESCANSO

Domingo 16º durante el año - B / 23-07-2006

Marcos 6, 30-34

Al regresar de su misión, los Apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco». Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo en­señándoles largo rato.

Los apóstoles, contentos de su misión, le cuentan a Jesús cómo les ha ido, pero están cansados, y Jesús los invita a un lugar retirado para reposar, orar, reflexionar, dialogar. El Maestro quiere evitar que la actividad apostólica los lleve al estrés paralizante o al triunfalismo estéril.

Dios puede hacer siempre más y mejor a través de nosotros si actuamos con humildad y generosidad. O sea, conscientes de que la eficacia salvadora de nuestra vida cristiana y de nuestra actividad evangelizadora y laboral se debe sólo al único Salvador, Cristo. Así lo afirma Él mismo: "Quien permanece unido a mí produce mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada" (Jn, 15, 5).

Jesús y los discípulos, al llegar al lugar retirado, se encuentran con la multitud de la que escapaban. Entonces él echó mano del único recurso que le quedaba ante el fracaso de su plan de necesario descanso y aente la multitud de “ovejas sin pastor: “Se puso a enseñarles con calma”.

En situaciones semejantes, acojamos la experiencia a la que el Maestro nos invita: “Vengan a mí todos los que andan cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11, 28). Encontrarse con Jesús y estar con él, es el descanso más productivo de paz y salvación. Es lo que siempre han hecho grandes mujeres y hombres sobrecargados de una actividad abrumadora. Dos ejemplos recientes: Madre Teresa de Calcuta y Santiago Alberione.

Es indispensable recurrir a esa experiencia pacificadora de la contemplación del Maestro en nuestra misión de cristianos, la cual consiste en evangelizar a los demás con la vida, con las obras y con la palabra. “Para hablar de Dios a los hombres, hay que hablar y escuchar primero al Dios de los hombres”. Y convencernos de que es más eficaz la palabra de la vida y de las obras que la de los labios o de la pluma, cuya eficacia brota sólo de la vida en unión con el Divino Pastor.

Mas puede haber circunstancias en la vida en no se tenga tiempo ni para comer. Pero si no tuviéramos tiempo para estar con Cristo (dentro o fuera de las actividades absorbentes), correríamos el grave riesgo de estar perdiendo el tiempo en actividades privadas de sentido liberador y salvífico.

A falta de tiempo material, disponemos siempre del tiempo “mental”, “imaginativo” y “cordial”, que nadie nos puede arrebatar. Jesús nos advierte: “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6, 21), “Donde estoy yo, allí estará también mi discípulo”.

Nadie nos puede privar de la posibilidad y la alegría de orientar, a diario y en todo momento, nuestra mente, nuestra imaginación, nuestro corazón y nuestra oración hacia el Resucitado presente, que nos asegura su promesa infalible de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida. Pero es decisivo que nosotros nos decidamos a estar de veras con Él.

Jeremías, 23, 1-6.

¡Ay de los pastores que pierden y dispersan el rebaño de mi pastizal! -oráculo del Señor-. Por eso, así habla el Señor, Dios de Israel, contra los pastores que apacientan a mi pueblo: Ustedes han dispersado mis ovejas, las han expulsado y no se han ocupado de ellas. Yo, en cambio, voy a ocuparme de ustedes, para castigar sus malas acciones -oráculo del Señor-. Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas, de todos los países adonde las había expulsado, y las haré volver a sus praderas, donde serán fecundas y se multiplicarán. Yo suscitaré para ellas pastores que las apacentarán; y ya no temerán ni se espantarán, y no se echará de menos a ninguna -oráculo del Señor-. Llegarán los días -oráculo del Señor- en que suscitaré para David un germen justo; Él reinará como rey y será prudente, practicará la justicia y el derecho en el país.


Este paso de Jeremías es de una actualidad sorprendente... Falsos pastores o líderes que en todos los tiempos y en todas las religiones extravían a sus hermanos con falsas doctrinas, o con una vida que contradice la verdadera doctrina que predican, pues hacen de su predicación un negocio.

También en nuestra Iglesia hay falsos pastores a causa de la incoherencia de su vida. Debemos reconocerlos para no imitarlos; para orar, ofrecer por ellos y darles ejemplo. Nosotros no creemos en los pastores, ya sean buenos o malos, sino en el Supremo Pastor resucitado, quien, en una eventual falta de buenos pastores, nos guiará personalmente hacia las verdes praderas de la vida eterna.

Al Buen Pastor tenemos que mirar y seguir, para no dejarnos llevar por el mal ejemplo de los falsos pastores y para no ser merecedores el mismo castigo que vendrá sobre ellos por haberse desviado del Divino Pastor, quien, a la hora de las cuentas, les dirá: “No los conozco; aléjense de mí, obradores de iniquidad”.

Efesios 2, 13-18

Hermanos: Ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que antes estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz: Él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separa­ba, y aboliendo en su propia carne la Ley con sus mandamien­tos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona. Y Él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca. Porque por medio de Cristo, todos sin distinción tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu.


Jesús, con su palabra y con su cruz, derriba los muros del nacionalismo religioso judío, que luego los apóstoles abatirán dispersándose por todo el mundo para llevar el mensaje de la paz y la fraternidad universal promovido por el Maestro, Príncipe de la Paz, nuestra paz.

La paz tiene dos direcciones: una vertical, paz con Dios; y otra horizontal, paz con todos los hombres, hermanos de Cristo e hijos del mismo Padre. Sólo si tenemos paz con Dios, la tendremos con los hijos de Dios, y con nosotros mismos. Somos familia de Dios, en la que todos somos amados como hijos y todos iguales.

Dios ama a todos los hombres y quiere su salvación. Es un deber y un gozo compartir ese amor y esa voluntad salvífica de Dios, abriendo el corazón y la oración – sobre todo la Eucaristía – a todos los hombres hermanos nuestros.¿Cuántas veces hemos orado por aquellos hermanos nuestros que los medios de comunicación social nos presentan cada día sufriendo hambre, injusticia, violencia, violaciones, engaños, desgracias, guerra, muerte..., en nuestro país y en todo el mundo?

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, July 16, 2006

PREDICAR, CURAR Y EXPULSAR DEMONIOS

PREDICAR, CURAR Y EXPULSAR DEMONIOS

Domingo 15º tiempo ordinario - B /16 julio 2006

Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan en la alforja ni dinero en la faja; que llevasen sandalias y un manto solo. Y añadió: - Quédense en la casa donde les den alojamiento, hasta que se vayan de ese sitio. Y si en algún lugar no los reciben ni escuchan, al salir sacudan el polvo de sus pies para dar testimonio contra ellos. Salieron, pues a predicar la conversión; echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. (Mc 6, 7-13)

Jesús envía a los suyos a proclamar el evangelio del reino, y les pide vayan con lo indispensable, para que apoyen sólo en Él la eficacia de su misión salvadora y no sólo en los medios materiales, aunque deban usar todos los que contribuyan a la difusión de la buena noticia, incluidos los costosos medios masivos, imprescindibles hoy en la evangelización, como usaron la escritura en el Antiguo Testamento.

El mensaje del Evangelio es el centro de la vida y acción de los discípulos. Ellos no pueden ocupar su corazón y su tiempo con otras cosas. Pero los destinatarios, agradecidos, deben sostener con sus bienes a los mensajeros que les ofrecen el bien máximo: el evangelio de Cristo, su único Salvador. Es un don absolutamente impagable.

Jesús manda a sus discípulos no sólo a predicar, sino también a obrar como él: curar enfermos, echar demonios, denunciar injusticias de toda clase... Y así lo hacen.

¿En qué consiste hoy ese curar enfermos y echar demonios? A parte que también hoy existen sacerdotes y laicos que hacen curaciones y expulsan demonios, las deficiencias de la salud física se remedian con los adelantos de la medicina y a manos de los médicos, entre los cuales hay también verdaderos discípulos Cristo, declarados o anónimos. Ellos son los nuevos “samaritanos”.

Y los discípulos siguen hoy la lucha contra el maligno oponiéndose a todo lo que amenaza al hombre: egoísmo, injusticia, vicio, violencia, pobreza, hambre, corrupción, explotación, mentira, hipocresía... Donde llega la palabra y la acción del discípulo unido a Cristo, el mal queda al descubierto y retrocede.

Quienes se agarran al poder como autoservicio y no como servicio al pueblo, pretenden que la Iglesia se limite a cosas espirituales y de sacristía, que sólo rece y no se meta en otros asuntos sociales o políticos. O sea, que no se ponga a favor de la vida, la verdad, la justicia, la paz, la fraternidad universal, el progreso; que no se ponga al lado de los pobres y los explotados por los poderes o superpoderes, pues así los poderosos de turno podrían navegar impunemente en riquezas acumuladas a costa de la pobreza de los más, gozar a costa del sufrimiento ajeno, e incluso vivir a costa de la muerte de otros. Actitudes claramente diabólicas, que un día se volverán contra los mismos que las secundan.

Valiente la palabra, la denuncia y la acción de obispos, sacerdotes, religiosos, laicos y personas de bien en todas las confesiones, incluso arriesgando sus vidas, frente a tantas situaciones de hambre, enfermedad, engaño, explotación, injusticia, violencia, muerte, que son acciones “demoníacas” en nuestro mundo de hoy.

El seguimiento de Cristo no es privilegio del clero, sino competencia, derecho y vocación de todo bautizado. Teniendo en cuenta que la palabra más eficaz no es la que sale de los labios, sino la que brota de la vida, de la fe y de la unión con Cristo. Esa forma siempre actual y eficaz de predicar y echar demonios es privilegio de todos, para cada cual según su condición.

Por otra parte, todos corremos el peligro de cerrar los oídos, la mente y el corazón a la Palabra de Dios que nos transmiten sus enviados, mereciendo que nos sacudan en la cara el polvo de sus pies, con grave riesgo de nuestra propia salvación.

No nos busquemos fáciles pretextos para no escuchar esa Palabra y no ponerla en práctica, siendo uno de los más frecuentes alegar que el predicador no nos simpatiza, no es muy ejemplar, no tiene preparación, etc. Con todo, siempre podemos encontrar la Palabra de Dios genuina y directa en la Biblia, y de modo especial en los Evangelios.


Isaías 55, 10-11.

Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.

La Palabra de Dios no es como nuestras palabras, sino que hace realidad lo que anuncia: la salvación a quien la busca, la espera y la acoge. Es fuente de vida, y no simple sonido que comunica ideas, sentimientos, información, verdades, o mentiras.

La palabra predicador y del simple cristiano, para que tenga eficacia salvadora, debe inspirarse en la Palabra de Cristo, sintonizar con ella y reflejarla, en especial la palabra más elocuente y que todo el mundo entiende: la palabra de la propia vida y obras, que son como un evangelio abierto, el único que podrán leer muchos de su entorno, empezando por el propio hogar.

Cuando el cristiano lo es de verdad –persona unida a Cristo-, es imposible que su vida no “hable” ni actúe en su ambiente, aunque ni él ni los demás se den cuenta. Pues está de por medio la palabra infalible de Jesús y su misma persona: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. Ahí está el secreto de la eficacia de la palabra y de la vida del cristiano.

Romanos 8,18-23.

Hermanos: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.

San Pablo había estado en el “tercer cielo”, aunque no sabe si “dentro o fuera del cuerpo”, y recordando esa experiencia, exclamó: “Ni oído oyó, ni ojo vio, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. Por eso decía también: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.

Él habla con conocimiento de causa cuando afirma que los sufrimientos temporales son nada en comparación con la inmensa gloria y gozo que Dios un día nos concederá en su casa eterna. Gloria y gozo que compartirá también con nosotros toda la creación una vez liberada de la esclavitud del egoísmo y del afán de dominio por parte de unos pocos hombres pervertidos, que la acaparan para su servicio a costa del sufrimiento de muchos.

Esos dolores de parto, inútiles por sí solos, Dios los transforma en fecundos dolores que darán vida, y por la resurrección darán a luz un mundo nuevo presidido por Cristo, Rey del Universo; un mundo donde reine la vida y la verdad, la justicia y la paz, el amor y la libertad.

En esa perspectiva tenemos que valorar y aprovechar nuestros sufrimientos, los de todos los hombres y los de la creación entera, asociándolos a los de Cristo crucificado, con él en camino hacia la resurrección y la gloria. Esa es nuestra esperanza segura, anclada en Jesús crucificado y resucitado, el único que puede y quiere liberarnos del sufrimiento y de la muerte para glorificarnos con él en su reino eterno.

Cristo ha tomado muy en serio nuestra salvación. Él hizo y hace lo indecible por salvarnos. Tenemos que pedir con insistencia lo mismo que él desea para nosotros y hacer lo imposible para conseguirlo. Entonces el éxito estará asegurado.

Dice San Agustín: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Dios ha dejado a nuestra elección libre y condiciona a nuestro esfuerzo el éxito eterno que nos ofrece. Dios nos ofrece el éxito, pero nosotros podemos acogerlo y secundarlo, o bien ignorarlo y despreciarlo. Verifiquemos cuál es nuestra actitud frente la oferta gratuita de salvación por parte de Dios. Deseemos y preparemos en serio “la hora de ser hijos de Dios, la resurrección de nuestro cuerpo”, “que él transformará en cuerpo glorioso como el suyo”.

P. Jesús Álvarez, ssp